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¿No lo sabías?

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El vuelo de regreso a Puerto Vallarta está programado para despegar después de la comida, Celia calcula que tiene tiempo y desea disfrutar de un desayuno en la cafetería a la que acostumbraba asistir durante los años que trabajó con la señora Anita, piensa que ojalá los chilaquiles sigan tan buenos como entonces. La recepcionista pregunta si viene sola, ella confirma y la acompaña a una mesa que le permite ver la entrada del lugar. Ordena café para empezar, y al pedir la especialidad del lugar, el recuerdo del sabor de la nostalgia le hace agua la boca.

Entre cada sorbo, observa bien los rincones en los que estuvo, unos muros con la misma pintura color terracota, con azulejos de talavera y otras paredes blancas bien encaladas; algunas con hiedras que las cubren. Le fascina el contraste y sobre todo la añoranza. La melancolía le punza en el pecho, frunce el ceño en una mueca de dolor, cierra los ojos, aspira para aliviar ese dolor que la acompaña ante la imposibilidad de regresar el tiempo. Al recobrarse dirige la mirada a la puerta de entrada, ve el contorno de la persona que llega, algo le impide dejar de verla, en la medida en que se acerca, siente la emoción al reconocer de quién se trata. Se levanta impelida por un resorte, la intercepta con los brazos abiertos. La mujer, de menor estatura que ella y de más edad, se sorprende con desconcierto, empequeñece los ojos, voltea a ambos lados para ver si alguien sabe qué está pasando y entonces escucha su nombre:

—¡Martha!

La mirada cambia del escrutinio a la sorpresa y al gusto. Corresponde al abrazo.

—¡Celia!

Se aparta tomándola de las manos, da un paso atrás, sin soltarla la revisa de pies a cabeza, su sonrisa es franca.

—¡Estás hermosa!

Los comensales observan el encuentro, escuchan las preguntas: ¿qué haces aquí? ¿Dónde has estado?, ¿Vienes sola? La chica que las recibió sigue las instrucciones: desayunarán juntas, así que dispone su lugar en la misma mesa.

Se cuentan lo que les ha pasado durante los años que se dejaron de ver. Se oyen risas por cada anécdota y algún nudo en la garganta por sucesos de dolor. Otros comentarios suscitan merecidas lágrimas. Martha externa cuánto quiso a la mamá de Guillermo. Ambas saben de las cualidades que tenía, todo lo que les enseñó y lo que sufrió.

—Me tocó atestiguar cosas difíciles, siempre apoyé a doña Anita, como te consta.

Celia trata de imaginar lo que hacía el padre de Guillermo.

¡Estás echando a perder a este muchacho! Entre tú y Martha lo tienen muy consentido. ¡Ya hice arreglos para que me lo reciban en la escuela militar, en cuanto cumpla los diez!

¡Por favor! ¡No lo hagas! ¡Esa escuela no es para él! ¡Te lo suplico!

La plática de Martha le reitera que doña Anita lo supo desde que Guillermo era pequeño. El papá nunca reconoció la realidad. Vivía amargado por la sospecha y se dio a la tarea de tratar de hacerlo como todos los niños. El hijo no se sentía igual a los demás, estaba convencido de que iba a curarse. Psicólogos y consejeros iban y venían. Su mamá estuvo siempre cerca hasta que a los veintiún años Guillermo reconoció su homosexualidad.

Celia suspira. Piensa que doña Anita hizo de Guillermo un hombre especial, incentivado para lograr una cultura y gusto por lo bello, hasta ser un personaje único. No cree que exista alguien igual.

—Por eso me enamoré de él.

—Y su mamá hubiera querido que se casara contigo. Cuando te fuiste ella sufrió mucho.

—Martha, ¿tienes contacto con él?

—No, cuando murió su mamá me fui a vivir con mi hija, a Estados Unidos, y me alejé totalmente. Él ya había hecho su vida como si su hermano Enrique no existiera, con él si tengo contacto de repente.

—Entonces, ¿no sabes?

—¿Qué es lo que no sé?

Celia la mira fijo, lo dice con una mueca que simula una sonrisa.

—Que tenemos un hijo.

Martha no parece reaccionar como ella esperaba. Se hace un silencio, frunce el ceño.

—¿Cómo? ¿Quién?

—Guillermo y yo.

La señora suelta una carcajada.

—¡No es cierto! ¡Me estás bromeando!

—Es cierto.

La noticia le provoca agitación y un ataque de risa y al ver la seriedad de la joven la interroga con la mirada. Celia, con ese acostumbrado aguijón en el pecho imposible de disimular en este momento, le relata la decisión que tomó para abandonarlo desde pequeño y el porqué de todo. Martha guarda silencio, tiene sentimientos encontrados: extrañeza, decepción, rechazo. Le dice que tiene que asimilar lo que le ha contado y hace una seña a la mesera, cuando se acerca le pide la cuenta, toma su servilleta limpia las comisuras de la boca, la deja sobre la mesa.

Celia busca su mano, la estrecha, le pide que la comprenda. Martha asiente con una sonrisa superficial, le dice que buscará a Guillermo de inmediato para poder conocer a su hijo.

—El esposo de la señora Anita decía siempre, como para disimular la orientación de su hijo, que Guillermo tenía dos mujeres en su vida, sin aclarar que la primera era su madre y la segunda yo. Ahora puedo decir que tuvo tres y la tercera eres tú.

La mesera pregunta si prepara los chilaquiles para llevar, Martha niega con la cabeza y se marcha.

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