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Máximo de Cosmes a su hermano.

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15 de julio.

Tenía que suceder; debía de ocurrírsete esa idea. ¡Enamorado de Elena Lacante!... La cosa estaba en el aire y dentro de las verosimilitudes románticas, y tu superior perspicacia no ha vacilado en desgarrar los velos del porvenir ni en profetizar. Pues bien, no; nada de vaticinios. Nadie es profeta en su familia.

Elena es agradable y las circunstancias singulares en que se me apareció fueron conmovedoras y de una fúnebre poesía. Pero, ya te lo he dicho, mi elección está hecha. ¿Crees tú que tengo un corazón con cajones numerados en el que colecciono las ternuras?

Dices que desconfías de las aventuras novelescas y galantes y de los amores que hieren como un rayo. Pero no sabes, amigo, que no se trata de aventuras galantes ni de amores a la ligera. Nada de rayos. La que amo es Luciana Grevillois, a la que conozco hace mucho tiempo; desde antes de la muerte de su padre, que falleció de repente, hace tres años, en el Observatorio, cuando estaba estudiando con su telescopio un eclipse de luna. Todos los periódicos hablaron de esto. Era un astrónomo distinguido, miembro de la Academia y de varias sociedades científicas. Privado de fortuna, dejó, al morir, a su mujer y a su hija en la situación más precaria, con una modesta viudedad a la que la munificencia del Gobierno añadió un estanco, que Lacante les consiguió. Las dos pobres mujeres han tenido que ingeniarse para suplir la insuficiencia de sus recursos y se han puesto animosamente a trabajar. La madre hace muestrarios de bordados para los almacenes, y la hija, que tiene talento, pinta miniaturas. No son éstos antecedentes ni procedimientos de aventureras y creo que no puede haber nada más honroso.

Las he visto con frecuencia en casa de la Marquesa de Oreve, la gran amiga de Lacante, que tiene un salón artístico y literario en el que nuestro tutor es rey y pontífice, bajo los auspicios del mismo Marqués de Oreve, un papamoscas de alto coturno. Toda esta gente debe ser desconocida para ti, que la habrás olvidado después del tiempo que llevas corriendo por el mundo, lejos del boulevard.

Las señoras de Grevillois no asisten a los jueves de Lacante, pero forman parte del círculo habitual de la Marquesa Leontina de Oreve. Allí se ve también a miss Carolina Godwin, poetisa lírica muy apreciada en Inglaterra, no muy joven y nada linda, aunque gusta a algunos por sus monadas de pájaro asustado y por una especie de gorjeo de que se sirve para expresar sentimientos supraterrestres e ideas de una elevación que causa vértigos. También va Sofía Jansien, una gorda subida de color y de potentes atractivos, cuya historia te contaré un día. Luciana brilla entre aquellas señoras, puedes creerlo, con un fulgor que deslumbra, con su cabellera de oro y su talle de diosa.

Admirábala yo de lejos, sin haber jamás pensado en hacerle la corte (sabes que soy, por naturaleza, poco galante), ni siquiera en hablar con ella de un modo particular. Hermosa y admirada como era, me parecía de una especie diferente de la mía y, por instinto, sin intención deliberada, me mantenía a distancia, dichoso solamente con su presencia, como se es dichoso con un rayo de sol.

Duraba esto hacía unos años, cuando, en una tarde del último octubre, Luciana vino a sentarse a mi lado. Me levanté al acercárseme, dispuesto a cederle el sitio y sin pensar que se hubiese molestado por mí. Pero ella, con un gracioso ademán, me hizo seña de que me volviera a sentar.

—Confiese usted, caballero, que no es usted curioso—me dijo sonriendo.

—¿A qué se refiere la observación?

—Hace meses y aún años que nos encontramos casi todas las semanas en este círculo, tan reducido que es imposible que seamos completamente extraños el uno al otro, y nunca ha tenido usted la tentación, ni aun la más frívola y pasajera, de hablar conmigo y tratar de saber si hay en mi alma más que una muñeca...

Y al ver que, estupefacto por aquel brusco ataque, no respondía, siguió diciendo:

—Yo deseo hace mucho tiempo conocer el color íntimo de su mente de usted, no de la que se muestra en plena luz en conversaciones hechas para la galería, sino de la que se calla, de la que se reserva, de la que sólo se entrega cuando está segura de encontrar una simpatía.

Estaba yo literalmente aturdido. Sabes que no soy inclinado a hacerme valer. Si tengo cierta estima por mi inteligencia, prescindo por completo de mis prendas físicas, y la atención de que era objeto por parte de aquella radiante belleza hacíame dudar si estaba despierto o sumido en las perfidias de un sueño.

Como convenía, me mostré conmovido por su benevolencia y hablamos largamente. Me quedé maravillado de la razón de aquella joven, de la madurez de su pensamiento, de la penetración, un poco desengañada, de su inteligencia. Se ve en ella un corazón que ha sufrido y que, si no se ha agriado, se ha empapado en las amargas aguas de la adversidad y está más dispuesto a la lucha que a una pasiva resignación. Es una valiente, esta Luciana, y he amado a esta valiente. Por mi parte, he creído conocer que le había agradado.

Tomamos la costumbre de crearnos, en todos nuestros encuentros, unos instantes de conversación íntima, y echamos de ver que estábamos maravillosamente de acuerdo en una multitud de cuestiones de arte, de sentimiento de la Naturaleza, de preferencias literarias, aspectos generales de la vida, en todo, en fin. Es verdad que hay en ella aspiraciones religiosas en las que yo no puedo seguirla; pero nada estrecho, nada de devociones infantiles como las de nuestra amiguita Elena Lacante. La religión es en Luciana un vuelo del alma hacia las alturas.

Unas semanas después, me dijo, un día en que habíamos hablado con singular confianza:

—Confiese usted que tuve razón al arriesgarme a los primeros pasos y que estábamos hechos para entendernos. ¿Por qué se separaba usted sistemáticamente de mí?

—Es usted demasiado hermosa y no me atrevía a aproximarme.

—¿De veras me encuentra usted hermosa?... Yo lo aprecio a usted mucho. ¿Cuál de los dos da más al otro?

—Una sola mirada de usted vale más que todo lo que hay en mí y que todo lo que pudiera ofrecerle en cambio.

—Ofrezca usted, con todo—díjome ella sonriendo,—y me contentaré con lo que sea.

Si en aquel momento me hubiera dicho que abriese el balcón y me arrojase de cabeza a la calle, creo que no hubiera vacilado, hasta tal punto estaba mi corazón fanatizado de amor por ella en aquel momento.

—Haga usted de mí lo que quiera—dije muy conmovido.

Luciana respondió:

—Lo que yo quiero es un amigo. ¿Quiere usted serlo?

—No es bastante.

Se quedó un momento silenciosa, mirándome al fondo de los ojos, y dijo en seguida:

—¿Piensa usted en lo que pide?

—Ciertamente que pienso.

—No se apresure usted, porque acaso después le pesaría. A mí me basta con la amistad.

—Y yo la quiero a usted toda—exclamé con ardor.

Si hubiéramos estado solos, la hubiera estrechado contra mi corazón; pero nos rodeaban diez personas, y aunque las costumbres del salón autorizan ciertos modales familiares y una amistad íntima, debemos por eso mismo observar una circunspección y una reserva exterior irreprochables.

Obtuve de ella en aquella tarde permiso para considerarla como mi prometida y le expuse lealmente mi situación, que no es brillante. Tenía ya en aquel momento esperanza de que Marignol me escogiese para suplirlo en la cátedra del Colegio de Francia; pero no era más que una esperanza, y, por otra parte, las condiciones leoninas que me impone ese avaro de Marignol mejoran muy poco mi situación.

Luciana pareció sorprendida de que mis trabajos de crítica sean tan mal pagados. Lo cierto es que con lo que yo gano y con lo poco que a la pobre muchacha le producen sus miniaturas no podríamos sostener una casa.

—Veo—me dijo con un ligero suspiro—que durante largo tiempo tendremos que armarnos de paciencia, a no ser que alguna hada benéfica...

—Las hadas—respondí suspirando—olvidaron el darme, al nacer, entre otros dones, el de la riqueza... y nunca lo he lamentado como hoy. Tendremos, pues, que no contar más que con nosotros mismos y con nuestro esfuerzo.

—Soy valiente—me dijo.

Pero conocí, sin embargo, que aquella larga perspectiva de cuidados, de trabajos y de lucha encarnizada contra la mala fortuna, la entristecía, como era muy natural.

Al despedirme de ella, la estreché la mano y le dije con energía:

—Siento que su cariño de usted me traerá la dicha y espero encontrarme pronto en estado de poder asegurar a usted la dignidad de vida y la tranquilidad de espíritu a que tiene derecho.

Luciana respondió a la presión de mi mano:

—Eso es; esperemos con paciencia el momento favorable para realizar nuestros proyectos.

—¿No retira usted nada de lo que me ha prometido?

—No, por cierto; guardemos nuestras queridas esperanzas y tengámoslas secretas, ¿verdad?

Hubiera yo deseado hacer mis confidencias al Cielo y a la tierra, pero Luciana me hizo observar que la situación de una novia a largo plazo y sin época determinada era embarazosa y algo ridícula.

Consentí, pues, en guardar para mí solo la felicidad que me tenía y me tiene aún deslumbrado, y hasta he concebido por ello cierto nuevo grado de consideración para mí mismo. Hay, además, dulces e incomparables delicias en el misterio de este amor velado a las miradas profanas y que es para nosotros un cielo de goces.

Aquí tienes, amigo mío, toda mi novela, perfectamente legítima y honrosa. Nada hay en las de Grevillois que huela a aventuras, y como Luciana es la belleza misma, seré con ella el más feliz de los hombres.

Perdóname que no te haya contado desde el principio todos los detalles, pero me lo impedía mi promesa de discreción absoluta. Con un hermano, sin embargo, se puede hacer una excepción, y no quiero que imagines alguna aventura dudosa emprendida a la ligera. Pero no nos vendas. Y, sobre todo, no vayas a figurarte que estoy enamorado de Elena. Si supieras cómo se borra hasta desaparecer la pobre chica cuando la comparo con Luciana... He tenido una prueba muy clara al volver de Bretaña. Fui a ver a esas señoras, y en cuanto se presentó mi hermosa prometida, sentí una impresión de luz como el que sale en pleno día de una cueva, o de un lugar de tinieblas.

La pobre Elena, enfermiza e infeliz, me causó una especie de enternecimiento al que contribuyeron el aparato fúnebre y la decoración mística que rodeaban su juventud.

Pero en el entresuelo de la calle de Tournon el prestigio poético se atenúa y se descolora y veo a esta joven tal como es: una criaturita inofensiva y graciosa, que sería acaso linda si fuese feliz, pero que tiene las facciones envueltas en un velo de melancolía y de temor que empañan su brillo.

Amar es vencer

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