Читать книгу Amar es vencer - Madame P. Caro - Страница 7
El mismo día a las siete de la tarde.
ОглавлениеPor fin la he visto de cerca.
Me estaba esperando en el gran salón en que ayer reposaba su tía. Se habían quitado las colgaduras fúnebres y abierto de par en par las ventanas, pero aquel salón conservaba, sin embargo, un aspecto singularmente glacial y solemne, con sus ensambladuras sucias y desnudas, sus sillas y butacas metódicamente alineadas junto a las paredes y su mesa redonda con tabla de mármol, que, en el vacío de la vasta pieza, parecía un velador de niño, olvidado allí por descuido.
En el extremo del salón y acurrucada en un gran sillón de terciopelo de Utrecht de un amarillo ajado, estaba Elena Lacante.
Esperó para levantarse a que estuviese yo muy cerca de ella, y se estuvo tiesa delante de mí, sin ofrecerme la mano y mirándome furtivamente a través de las largas pestañas negras de sus párpados medio cerrados.
La saludé con mi expresión más amable y le pregunté si estaba muy cansada por las emociones que había sufrido.
—¿Cansada?... No, no lo estoy... Soy muy desgraciada.
Acentuó estas palabras con voz baja y apasionada y labios temblorosos. Sus manos, finas y un poco flacas, que la joven frotaba una con otra en un ademán de cortedad infantil, temblaban también. Y a las pocas palabras de simpatía que le dirigí, respondió con la misma voz sorda y ahogada.
—Todo lo he perdido... No tengo ya a nadie.
—¿No le queda a usted su padre?
Levantó los párpados y, olvidando su timidez, me miró de frente.
—Mi padre... ¿Está enfermo, no es verdad?
¡Qué ojos! Unos ojos gris claro, inmensos, cándidos y dulces, con reflejos cambiantes a la espesa sombra de unas pestañas muy negras... Es encantadora, amigo mío, esta hija de Lacante. ¿Cómo diablos se las habrá compuesto para dotar al mundo de esa flor de poesía? Preciso es que la madre haya puesto mucho de su parte, porque la verdad es que no encuentro en esta muchacha nada que le recuerde con su cabezota redonda, sus ojillos chispeantes, sus delgados labios contraídos por maliciosa sonrisa y su ancha y corta barbilla. Elena no es alta, muy menudita, con ademanes tímidos de pájaro dispuesto a volar. Su cara es ovalada, con espesos rizos separados como los de la Virgen sobre una frente muy blanca. Estaba pálida, acaso de emoción y de fatiga.
—No esté usted de pie—le dije,—y permítame sentarme a su lado. Tenemos que hablar.
La muchacha se dejó deslizar entre los almohadones del sillón, que casi la ocultaban, y me senté a su lado. Le expliqué que el estado de su padre no tenía nada de alarmante, puesto que sus crisis dolorosas le privaban de movimiento sin poner en peligro su vida. Añadí que tenía el encargo de llevarla a su lado y que debía preparar su viaje lo más pronto que le fuese posible.
La joven me escuchaba inmóvil, sin responder ni manifestar aprobación o disgusto.
—¿Le causa a usted pena lo que le digo?—pregunté por fin.
La muchacha hizo un gesto de incertidumbre y murmuró en voz baja y quebrantada que era mucho su dolor para que nada le produjera placer ni pena.
—Pero... su padre de usted... ¿No está usted contenta porque va a su lado?
Elena tardó en responder:
—No lo conozco... y él no me quiere.
—¿Quién le ha dicho a usted eso?—exclamé vivamente.
—Lo sé... no me ha querido nunca; ¿no es verdad?
A mi vez tardé en responder.
¿Qué podía decirle de aquel padre que no había tratado de verla en doce años? Protesté, sin embargo, lo mejor que pude.
—Juro a usted que, al saber la muerte de la señorita de Boivic, la mayor preocupación de su padre de usted ha sido el no poder hacerla feliz.
La joven me miraba ardientemente y sus labios se estremecieron; pero no dijo nada.
—¿No me cree usted?—añadí con insistencia.
Elena hizo con la cabeza un gesto indeciso y triste.
—¿Será posible—exclamé,—que alguien haya cometido la imprudente crueldad de hablar a usted mal de su padre? ¿Qué se han atrevido a decir a usted?
—Nada... pero me han enseñado a temerlo. Cuando no era buena, me amenazaban con enviarme a su lado.
—¿Quién? ¿La señorita de Boivic?
—Sí... y también Marivette.
Convertido Lacante en el coco, ¿con qué alegría debe considerar esta niña la perspectiva de ir a vivir con él?
—Le han dado a usted de él una idea muy falsa...
Traté de hacerle comprender la vida de estudio y de trabajo que hace Lacante, sus relaciones con escritores y sabios, su casa sin mujer y lo difícil que le hubiera sido tener a su lado y educar a una niña. Le pinté además sus ataques de gota que le entregan a los cuidados mercenarios de una criada.
La muchacha se conmovió.
—Yo sería de buena gana su sirviente—exclamó con pasión.—Lo cuidaré si quiere... y le querré si me lo permite...
Creo que posee un alma ardiente y tierna.
Al preguntarle qué sentía más dejar en Quimper, me respondió:
—¡Todo! ¡Todo!
Y rompió a llorar con la cara entre las manos.
—No hay una piedra de este país, ni una flor, ni una mata, ni una cara a que no esté unido mi corazón.
Y siguió sollozando mucho tiempo.
Su niñez, sin embargo, no ha sido muy dichosa. Su antigua criada, Marivette, me ha contado que la Boivic era muy seca y hasta dura para su sobrina, que nunca ha conocido caricias ni indulgencia. La muchacha, sin embargo, tiene tan buen corazón, que siente a su tía como si nunca hubiera tenido que sufrir su mal humor.
Nos vamos dentro de dos días.
Había yo pensado llevarme a Marivette como doncella de Elena, pero parece que no puede ser. Esta mujer está casada y tiene hijos. Su marido y ella quedan encargados, hasta nueva orden, de guardar la casa.
Y yo me llevo a Elena bajo mi única responsabilidad. ¿No encuentras que esto parece un rapto?
Tengo hecha la maleta, pagada mi cuenta en la fonda y espero, no sin impaciencia, el momento de reunirme con mi compañera de viaje. Estoy harto de Quimper, cuyas bellezas he saboreado hasta la saciedad, y tengo prisa por recobrar mi cuarto, mi trabajo, mis libros y a la que quiero más que todo, a la elegida de mi corazón.
Esta mañana, después de una entrevista con el notario a quien he encargado que arregle todos estos asuntos, paseaba yo mis ocios por las calles próximas a la Catedral, cuando vi a Elena, a la que conocí fácilmente por su ridículo traje, compuesto de trapos viejos de su tía, exhumados de un armario, y que la muchacha lleva con estoica indiferencia. La seguí, riéndome a pesar mío del extraño aspecto que la daban aquel chal tan largo que arrastraba por el suelo y el enorme sombrero de calesín, en el que desaparecía su delicada carita. La pobre muchacha resultaba irresistiblemente cómica.
Entré detrás de ella en la iglesia, con cuidado para que no me viera. Empezaba una misa en el altar de la Virgen, y Elena la oyó con un recogimiento inaudito, sin levantar los ojos hasta el momento en que se aproximó a comulgar. No puedes figurarte, amigo mío, el celestial candor de aquella cara extasiada y transfigurada. Veíala de perfil; el horrible sombrero y todas las grotescas fealdades habían desaparecido. No veía más que la aparición del primer día y su puro y radiante perfil. Lejos de ser un místico, soy un descreído... Pues bien, amigo mío; por un momento, deploré no tener la sencillez y la fe de aquella niña para conocer la sagrada embriaguez cuyo reflejo veía en aquella frente pura. Como en un relámpago, sentí el roce de lo divino, como en uno de esos golpes de sorpresa que ponen en conmoción nuestro sistema nervioso y le levantan un instante, para caer después, más que nunca, en la seca realidad.
Acabada la misa, vuelto el sacerdote a la sacristía, apagados los cirios y dispersos los asistentes, Elena se levantó y dio la vuelta a la iglesia deteniéndose en cada altar pare una oración o una reverencia. Hasta la vi enviar piadosos besos a sus santos favoritos. Llegada a la puerta, mojó los dedos en la pila de agua bendita, y como si no pudiera resolverse a un adiós definitivo, volvió a arrodillarse en la nave para rezar de nuevo. Por fin, dejó aquel sombrío santuario, patria de su alma, y cuando la vi marcharse sola con aquella gran pena en su juvenil corazón, tan pequeña, tan débil, no tenía ya gana de reírme de su traje. ¡Pobre niña! Sea la que quiera la buena voluntad de Lacante, temo que no tenga para ella entrañas de padre. Es un estorbo en su existencia, una carga de la que se ha librado todo el tiempo que ha podido y que le va a resultar incómoda hasta lo ridículo. Imagina el efecto de esa hija que le cae de improviso como una revelación que va a divertir, y casi a escandalizar, a sus respetables colegas de la Academia... ¿Cómo va a salir de la aventura? Es verdad que existe el convento... hasta que se case, dice él... ¿Quién sabe? Quizá hasta la muerte... Si la mete allí, allí se quedará.