Читать книгу Amar es vencer - Madame P. Caro - Страница 5
Máximo de Cosmes a su hermano.
Оглавление30 de junio.
Continuación de mi aventura. Estoy hace tres días en Quimper y no sé todavía cuándo podré marcharme.
He atravesado la Bretaña de un tirón y me gusta su aspecto áspero y recogido. Algún día volveré para conocerla más íntimamente.
Llegué a Quimper anteayer, a la caída de la tarde, y después de haberme hecho llevar al mejor hotel de la ciudad, lo que no quiere decir que sea bueno, me he dirigido a la casa de la señorita de Boivic, un edificio situado en las cercanías de la Catedral y de aspecto austero y triste, que hace menos sorprendente el encontrar en ella muertos que vivos, una criada en traje rústico y cofia bretona me introdujo en un vasto salón herméticamente cerrado y débilmente alumbrado. Allí me esperaba la dueña de la casa en su ataúd clavado y entre cuatro cirios. Cerca de ella había una religiosa pasando las cuentas de un rosario. La religiosa me entregó una rama de boj mojada en agua bendita, y yo sacudí gravemente unas cuantas gotas, en señal de bienvenida, sobre el ataúd forrado de lana blanca.
Un desagradable olor de moho, mezclado con el de la cera quemada, se me agarró a la garganta, mientras la luz de los cuatro cirios temblaba en la vasta obscuridad como al soplo de invisibles fantasmas.
No sé qué fúnebre impresión se apoderó de mí... Y como, por otra parte, no tenía nada que decir a la muerta, me apresuré a marcharme.
Era muy tarde para ir a casa del notario y me fui a dar un paseo solitario por la ciudad, que no es muy grande. Atraviésala un riachuelo encajonado entre dos muelles de granito, por los que me paseé un buen rato, y, para terminar con las curiosidades de la localidad, entré en la Catedral, cuyo ábside, por un capricho del arquitecto, según dicen, está un poco inclinado a la derecha. La piedad de la gente del país quiere ver en esto la imagen de la cabeza inclinada de Cristo agonizante. Estamos aquí en el país de las leyendas y de las candideces místicas.
Era ya tarde y la iglesia estaba obscura. La lámpara del santuario hacía más sensibles las tinieblas en que se perdía su vacilante claridad. A la puerta de la sacristía, un farolillo encendido proyectaba vagos resplandores en una de las naves. El resto del edificio estaba sumido en la obscuridad, y apenas caía de las altas vidrieras la claridad suficiente para impedirme tropezar en los anchos pilares. Encontraba yo una especie de voluptuosidad severa en errar por aquel gran santuario vacío, repleto de los llantos, de los gemidos y de las plegarias de las generaciones muertas, y allí me estaba apoyado en un pilar, con los ojos vagos y la mente más vaga todavía, saboreando impresiones de una poética melancolía, cuando un rayo de luna, surgiendo de uno de los rosetones del crucero, atravesó el espesor de las tinieblas y trazó en ellas un surco de luz pálida y temblorosa que hizo aparecer la sublime altura de la bóveda y destacarse las esbeltas columnas de pesados capiteles esculpidos... Fue un efecto de incomparable belleza.
Pero creí ser juguete de una aparición fantástica cuando, al bajar los ojos, vi destacarse sobre la obscuridad, iluminado por el rayo de luna, un perfil puro y divino; así me lo pareció al menos en aquella fosforescente claridad, una cara inmóvil hasta el punto de hacerme dudar si era la estatua de alguna tumba: tan obstinadamente fijos en lo alto estaban sus ojos, como absortos en ardiente contemplación.
No me atrevía a moverme por miedo de que se desvaneciese la aparición, pero un ruido de llaves, del lado de la sacristía, deshizo el encanto. En un instante, la figura desapareció, tan de prisa, que no pude percibir ninguno de sus movimientos. Pareció que las tinieblas se habían abierto y vuéltose a cerrar detrás de ella.
Me apresuré a salir al pórtico para verla; pero se me había adelantado y por la calle, mal alumbrada, vi una figura negra e indistinta que parecía correr, hasta tal punto era rápida su marcha. La seguí, y, sin gran sorpresa, pues un presentimiento me lo había advertido, la vi entrar en casa de la señorita de Boivic.
Era la hija de Lacante, a la que acababa de sorprender en sus devociones de la tarde.
Como estaba muy cansado, me fui al hotel y tuve exquisitos sueños de una pureza de arcángel, hasta el punto de hacerme sentir el tener que levantarme de mi mala cama de posada cuando por la mañana tuve que hacerlo para asistir al entierro. Sabía que el notario había llenado todas las formalidades y que mi papel en la ceremonia consistía en ir a la cabeza del cortejo y en dar las gracias a los asistentes en nombre de la familia.
Me vestí, pues, de negro, como lo requerían las circunstancias y me fui a la casa mortuoria en unas disposiciones muy poco fúnebres, mal que pesara a la pobre solterona. Convendrás en que no estaba yo obligado a un duelo muy profundo. Todo mi cuidado consistía en desempeñar dignamente un papel nuevo para mí y en no escandalizar a aquella buena gente de Quimper con alguna involuntaria irreverencia.
También tenía, como comprenderás, una viva curiosidad por ver de cerca y a buena luz a mi fugitiva aparición de la Catedral.
La mañana estaba hermosa y serena. Los pájaros revoloteaban con alegres gorjeos y, detrás de una tapia orlada de yedra, oíanse voces de niños que reían y disputaban entre confusos pataleos y llamadas guerreras. Las mujeres pasaban con su cesto de provisiones al brazo. Un carpintero, delante de su banco, cepillaba unas tablas, cuyas olorosas virutas se rizaban alrededor. En la esquina de la calle unos albañiles estaban aserrando piedras con estridente ruido. Todo vivía y se agitaba en sus necesidades o sus placeres acostumbrados como si la señorita de Boivic no estuviese, allí cerca, clavada entre cuatro tablas bajo el inmaculado sudario de las vírgenes.
Las campanas de la Catedral doblaban pesadamente con ecos plañideros y entrecortados de silencios, como suspiros de agonía. Pero sólo las campanas lloraban en aquella mañana llena de sol y vida. Escuchábalas yo sin emoción alguna y me daban ganas de decirles: «Sí, sí; ha muerto... Todo muere, y ha hecho como los demás, lo más tarde que ha podido, la venerable dama. Pero no es esta una razón para lamentarnos y perder el tiempo de ser felices. Cada cual a su vez; la nuestra es de vivir.»
Sin embargo, cuando pasé el umbral de aquel gran salón herméticamente cerrado, en el que ardían los cirios hacía dos días, y respiré el olor frío de las altas vigas saturadas de vejez, sentí un malestar de tristeza y como repugnancia por una vida que conduce a la infalible muerte.
Empezaron a llegar amigos y parientes que yo no conocía y a quienes expliqué la ausencia de Lacante. Pero, a todo esto, no veía a la hija, y salí a informarme de lo que había sido de ella.
—¿Pregunta usted por la señorita Elena?... No sé si podrá bajar. ¡Ha llorado tanto, la pobre!... Casi tiene fiebre.
—¡Pobre joven! ¿Quería mucho a su tía?
—Ya ve usted... No tenía a nadie más que a ella para querer... puesto que a su padre no lo conoce y su madre y su abuela han muerto.
—Estoy encargado de llevar a la señorita Elena al lado de su padre—dije prontamente para destruir en el ánimo de aquella mujer la mala idea que tenía de Lacante.
—Sí, eso la consolará acaso, si su padre es un poco bueno para ella. ¡No ha sido muy mimada, la infeliz!
La llegada de nuevos invitados me obligó a volver al salón.
En seguida llegaron los sepultureros.
Cuando el convoy iba a ponerse en marcha, vi aparecer por una puerta lateral, entre un rumor de sollozos, a la hija de Lacante, con un inmenso sombrero de crespón y un denso velo que la aplastaba y le hacía parecer tan pequeña como si tuviese apenas doce años.
Escapándose de entre las manos de una criada que se esforzaba por retenerla, se echó de rodillas al lado del ataúd y lo estrechó en sus brazos en un movimiento apasionado, como si la muerta pudiera sentir todavía su presión, y ocultó la llorosa cara entre los pliegues del paño mortuorio.
Su rasgo fue tan espontáneo, su dolor tan verdadero, tan profundo su olvido de todo lo que la rodeaba, que mi corazón se oprimió de dolor y los ojos de algunos se llenaron de lágrimas.
La criada y los amigos se esforzaban por levantarla y llevársela; pero ella se agarraba al ataúd con sus manitas crispadas, y el tiempo urgía.
Me aproximé, y en el tono más dulce y compasivo que me fue posible, pero con firmeza, le rogué que no interrumpiera la ceremonia, por respeto hacia aquella a quien lloraba.
Al sonido extraño de mi voz levantó la cabeza, y, a través del espeso velo negro húmedo y arrugado, vi una cara hinchada y enrojecida por las lágrimas, indescriptible de puro descompuesta, y dos grandes ojos negros que parecían preguntarme: «¿Quién es usted?... ¿Cómo se atreve?...»
—En nombre de su padre, ruego a usted que domine su dolor.
La joven bajó la cabeza, se levantó lentamente y, apoyada en el brazo de una señora que parecía de su intimidad, siguió el cortejo y asistió con valor a toda la ceremonia, hasta la inhumación en el panteón de familia.
No la volví a ver. Me dijeron que estaba enferma y que había tenido que acostarse.
He recibido cita, para la apertura del testamento, del notario y de las personas designadas por la muerta como ejecutores testamentarios. La reunión se verificará mañana.