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Máximo a su hermano.

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2 de julio de 190...

...¿Quieres saber lo que ha sido de mi amiguita Elena Lacante?... Celebro haber logrado interesarte por esta niña singular; una florecilla silvestre trasplantada de aquella landa bretona, que cubre con su gran sombra el alto campanario calado, a este hormiguero parisiense, agitado, turbulento, escéptico, burlón y malsano, en el que los intereses, los placeres, los teatros, los museos, todas las invenciones de la ciencia y de la civilización, dejan tan poco espacio al recogimiento de las almas pensativas. La florecilla silvestre por poco se muere aquí de asfixia física y moral.

Nuestro viaje fue bueno y velé por ella con cuidados de nodriza. Reíame para mis adentros y, sin embargo, me sentía asaltado por mil temores quiméricos. Me parecía que aquella joven cabeza, confiada a mi guarda, estaba amenazada de inauditas catástrofes y que el tren, que corría con su velocidad monótona y prevista, iba a conducirnos a los abismos. Comprendí entonces y excusé las más locas alarmas de ciertas madres, que me habían exasperado en otro tiempo. El proteger a un ser débil, desarmado, ignorante del peligro y que se fía de nosotros, es misión de una terrorífica dulzura. En aquella noche de viaje comprendí los transportes y las angustias del amor, todo ternura y todo temor; lo comprendí viendo dormir a aquella niña casi desconocida de la que una ironía de la suerte me hacía en aquel momento único protector. Estaba triste, después de los primeros asombros del viaje, y, al oírla suspirar debajo de su gran velo echado y murmurar palabras ahogadas que parecían quejas o plegarias, la compadecía con todo mi corazón. Hubiera querido mecerla en mis rodillas y consolarla con palabras acariciadoras como a un niño a quien se duerme para que no sufra. Es tanta la ignorancia de la vida y tan cándida su timidez, que daría gana de permitirse con ella una familiaridad de hermano mayor, sin sus ojos, aquellos ojazos de profunda gravedad, superior a sus años, que desconciertan e infunden respeto. En el fondo de aquellos ojos de larga mirada se ve vivir un alma, una razón ya firme y ejercitada en velar sobre sí misma; una inteligencia que reflexiona y observa, un corazón ya dispuesto para la ternura y el sufrimiento inocente, silencioso y solitario. Puedes, pues, suponer que no la senté en mis rodillas y que la dejé suspirar a sus anchas hasta que el cansancio le hizo dormirse. Sólo entonces, y con mil precauciones para no despertarla, extendí sobre ella mi manta de viaje, pues la noche estaba fresca.

Un señor de edad y su mujer, que viajaban con nosotros, se interesaban mucho por la juventud de Elena, por su tristeza y por su luto riguroso. Una vez les oí murmurar en voz baja:

—Debe ser la viuda de algún marino.

—Es demasiado joven. Más bien será una huérfana con su hermano.

—No, porque él no está de luto.

—Entonces será su novio.

Aquellas suposiciones me hacían gracia. Aquellos señores bajaron en Versalles y Elena y yo nos quedamos solos hasta París. Iba despierta, y como observé que me miraba de reojo a través de su velo, le dirigí algunas palabras animadas con una sonrisa.

—Sí, he dormido—me respondió,—y usted ha debido de pasar frío. Es usted demasiado bueno para mí.

—¿Por qué demasiado? ¿No quiere usted que seamos amigos?

—¡Soy tan poca cosa!

—No es esa la opinión de todo el mundo. ¿Sabe usted lo que pensaban esos señores que han viajado con nosotros esta noche? Que era usted una viuda o mi novia.

Elena se echó a reír y, por primera vez, oí su risa franca y joven, que me la reveló como capaz de alegría y de divertirse un poco.

—¡Viuda! ¡Novia!... ¿Tengo un aspecto tan majestuoso?

—¿No le gustaría a usted estar ya prometida?

—¡Oh! no—exclamó;—sería ridículo.

Y añadió con un candor deplorable:

—Mejor podría usted ser mi padre, ¿verdad?

—No lo veo así enteramente, Elena. ¿Qué edad cree usted que tengo?

—No sé...

Y añadió vacilando:

—¿Es muy viejo mi padre?

—Tiene sesenta y dos años...

--- ¡Oh! ¡Tanto como eso!

—Y yo tengo veintinueve.

—¡Ah!

—Confiese usted que me encuentra muy viejo.

—No, muy joven.

Creo que esta muchacha no encuentra gran diferencia entre mis veintinueve años y los sesenta y dos de Lacante... ¡Es tan grande la distancia entre ella y yo! Esta muchacha me ha puesto en la categoría de los característicos de teatro. Creer que apenas se ha empezado a vivir y echar de ver que para los demás se ha pasado ya de la juventud, es un descubrimiento que le pone a uno melancólico.

Elena miraba pasar por la ventanilla las estaciones y los pueblos con una emoción que parecía sufrimiento.

—¿Llegamos pronto a París?—preguntaba ansiosa.

—Todavía no; yo la advertiré a usted.

—¡Ahí está París!—exclamó al ver la inmensa extensión de casas y monumentos que surgía en el horizonte.

Y se puso muy pálida.

En la estación tomé un coche con mi compañera, que temblaba hasta el punto de tener que sostenerla. Y, con voz ahogada, me preguntaba cada dos pasos:

—¿Es aquí?

Ni siquiera observaba el ruido de las calles, el cruzamiento de coches, ni la agitación de la multitud, absorbida por la idea de su padre, al que no conocía.

En la calle de Tournon la ayudé a apearse y a subir el único tramo que conduce a casa de Lacante.

Nuestro amigo es un madrugador, como sabes, y estaba ya levantado e instalado en su mesa de escribir.

La señora Polidora, digna y tiesa, nos introdujo, y al ver el extravagante traje de Elena, colgada de mi brazo, murmuró entre dientes con impertinencia:

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?

No fue mejor la impresión que hizo a Lacante la vista de Elena, que estaba de pie delante de mí, cortada y confusa, esperando una palabra de bienvenida mientras la examinaban los penetrantes ojillos de aquel buen señor gordo y calvo, cuyos labios sinuosos se torcían en una risita nerviosa.

—Es Elena—le dije presentándosela.

Lacante le ofreció la mano.

—Acércate, hija mía, acércate... Yo no puedo salir a recibirte.

Tenía la pierna extendida y el pie rodeado de franela.

—...Pero mi corazón va a tu encuentro; sí, mi corazón va a tu encuentro.

Lacante dijo esto dos veces, como para convencerse bien a sí mismo.

La muchacha se arrodilló al lado de su butaca y le besó la mano, en la que cayeron unas lágrimas.

—¿Qué tiene? ¿Qué es lo que tiene?—me preguntó Lacante agitado.

—Un poco de cansancio y mucha emoción.

—Sí, sí... ciertamente... cansancio, emoción... Es muy natural... ¡Pobre niña! Eso pasará cuando nos hayamos conocido mejor.

Le dio unos golpecitos en el hombro y mandó a la señora Polidora que la llevase al cuarto que le había hecho preparar y que es la pieza contigua al despacho, atestada de libros, entre los cuales se ha logrado introducir una camita de campaña y un lavabo.

A todo esto, me estaba yo ocupando de hacer entrar los equipajes, que acababan de llegar. Cuando volví al cuarto de Lacante me le encontré hundido en su sillón, con las cejas fruncidas y aspecto de preocupación.

—Es un paquete, mi querido amigo, un verdadero paquete—me dijo moviendo la cabeza con aire consternado.

Protesté diciéndole que Elena era encantadora y que la había visto mal.

—¿Cómo había de verla debajo de aquellos trapos grotescos y a través de sus lágrimas? Detesto a las mujeres que lloran.

—Elena no está siempre llorando, y hasta tiene una risa fresca como un manantial de agua pura. Si yo tuviera una hija desearía que fuera como ella.

—Y devota, ¿no es verdad?

—Eso sí, lo es bastante...

—¡Vamos allá! Todo eso está muy bien, muy bien. Era lo que hacía falta en mi casa.

Hablaba con seca ironía, dando golpecitos impacientes con las manos en los brazos del sillón.

Yo le respondí con algo de aspereza:

—No hay que hacerle reproches; ha sido educada así.

—Sí, sin duda... sin duda... La Boivic la ha educado a su imagen; pero lo malo es que ha muerto a la mitad de su obra... En fin, a lo hecho, pecho. Después de todo esas mojigaterías no duran. No hay como París para limar lo que hay de sobra de ese género en un cerebro joven.

—Pero si tiene usted la intención de meterla en un convento...

—Hasta en el convento, amigo mío... El aire ambiente penetra por las rejas y por los claustros. Dentro de un año se quedará usted asombrado del camino que habrá hecho... y acaso llegue usted hasta a asustarse...

Lacante se dirigía a mí como para prevenir mis objeciones. Palabra de honor; cree que me voy a casar con su hija... ¿Y Luciana, entonces, mi Luciana adorada, que no es devota, sino que tiene una alma alta y generosa y una inteligencia hermana de la mía?

Mi amigo me ha hecho quedarme a almorzar, y mientras tanto hemos hablado de Elena. Me ha rogado que me informe de diversas casas religiosas, y después me ha dictado unas cuantas esquelas advirtiendo a nuestros amigos que no fuesen aquella noche, que era, como jueves, la de su recepción, con el pretexto de que le atormentaba la gota. La verdad era que le embarazaba la presencia de Elena en aquella casa tan pequeña, cuyas cuatro piezas están siempre abiertas. Veo que quisiera retardar la divulgación de aquella parte secreta de su vida, de aquel matrimonio no confesado, y acaso inconfesable, contraído según creo con una mujer de condición inferior, y del nacimiento de aquella hija, a la que había pensado establecer en Bretaña. Ahora va a tratar de confinarla en un convento hasta que se case, si es que no toma allí el velo. Por muy escéptico que sea, estoy seguro de que aceptaría con gusto esa solución, la más cómoda y la más secreta de todas.

Sirviéronnos el almuerzo en una mesita volante, al lado del sillón del enfermo, y aquello pareció una comidita de niños.

Elena entró, libre ya de su horrible casco y muy linda, a pesar de su timidez, con aquel puro perfil virginal entre los pesados rizos de cabello castaño obscuro.

Su padre se puso contento al verla así, y varias veces me hizo guiños de satisfacción.

Pero hete aquí que, al sentarse a la mesa, la muchacha se santigua con gravedad y recogimiento. La señora Polidora se echa a reír encogiéndose de hombros. Lacante sonríe, mira a Elena con curiosidad y, poniendo los dedos sobre la mano de su hija, le dice:

—Veo, hija mía, que eres piadosa y te felicito por ello; la piedad es una fuente de goces íntimos para los que la poseen... Aquí, en París, no se usa el hacer a cada paso manifestaciones de religión. Hay iglesias, a las que se va a rezar públicamente, y cada cual tiene su conciencia, que es una especie de capilla privada en la que se puede adorar a Dios «en espíritu y en verdad,» como dice la Sagrada Escritura, sin poner a nadie en la confidencia. No hagas más señales exteriores de fe y conténtate con llamar en secreto la bendición de Dios sobre tus actos del día. ¿Comprendes?

La muchacha se puso encarnada y escuchó inmóvil, con los ojos bajos, pero respondió sin vacilar y con voz firme:

—Sí, papá.

Al siguiente día otro incidente.

Era viernes, y Elena no comía. Interrogada por su padre, respondió que tenía costumbre de ayunar.

—Pues bien, querida niña—le respondió Lacante,—tienes que perder esa costumbre y conformarte con las mías, esto es lo justo. La obediencia es una virtud que hará las veces de la austeridad. Estoy seguro de que no me darás el disgusto de resistirte.

Elena sonrió y presentó el plato sin decir palabra. Lacante se puso muy contento por aquella sumisión sin echarlas de víctima ni sombra de enfado. Cuando llegué, lo encontré radiante.

—Es buena muchacha la tal Elenita, querido. Nada gazmoña ni rebelde.

Y me contó el episodio del día.

—¡Cuando yo decía que es una joven deliciosa!—exclamé.

Lacante arrugó la nariz y movió maliciosamente la cabeza.

—Sí, sí—dijo,—deliciosa y dócil... Se ha comido animosamente su chuleta... pero... no ha tomado postre. ¿Qué dice usted de esto?... No he querido contrariarla y he hecho como que no lo observaba... Pero lo he visto y comprendido perfectamente.

—Ha sido un medio ingenioso—dije—de conciliar la obediencia con el precepto de la mortificación cristiana.

—Sin duda, amigo mío. Así nos las devuelve la Iglesia cuando ha sido su nodriza: de una dulzura flexible en la superficie, pero firmes en el fondo... ¿Firmes?... Esto es lo que habría que ver después de todo—añadió con expresión pensativa.

—¿Qué importa que quede el fondo, siempre que no haya al exterior ni mal humor ni exigencias? Bueno es, por el contrario, que las muchachas tengan principios; así es más probable que sean mujeres honradas.

Lacante estaba reflexionando.

—Sería interesante saber—dijo como hablando consigo mismo,—quién podría más, si las influencias hereditarias y atávicas o las que se ejercen en la más tierna edad por una mente extraña. Sería curioso. No puedo yo jactarme de haberle infundido el germen de todas las virtudes, y en cuanto a su madre, pobre criatura muy mal educada por unos padres que no le dieron más que golpes y malos ejemplos, no sé qué pudo transmitirle de bueno, fuera de la belleza... Esa niña tiene, sin embargo, una expresión de rectitud y de inocencia que debe de proceder de la educación que ha recibido...

—No sé por qué, querido maestro, se rehusa usted a sí mismo la satisfacción de haber transmitido a su hija, con la vida, las cualidades que hacen de usted un hombre honrado. En el maravilloso alambique de la Naturaleza, las cualidades especiales de nuestro sexo se transforman en las que convienen a la mujer. El sentimiento que nosotros tenemos del honor, por ejemplo, es en ellas el pudor y la fidelidad a la fe jurada.

—Puede ser, amigo mío, puede ser... Pero esa transformación gana, acaso, cuando es fortificada por lo que llamamos las antiguas supersticiones, muy bien apropiadas, en suma, para la imaginación viva y sensible de las mujeres. Para los que creen en ella con sinceridad, la religión debe de ser punto de apoyo sólido en la lucha contra las pasiones. Falta saber si el contraveneno sería suficiente para una naturaleza combatida por instintos más o menos desordenados y, lo repito, el experimento sería interesante.

—Si no se tratara de su hija de usted. Supongo que no tendrá usted la intención de experimentar...

Lacante tomó una expresión de cólera.

—¿Quién habla de eso?—exclamó golpeando en la mesa con la regla.—¿He dicho yo semejante cosa?... Mi hija irá al convento, que es el sitio más propio para mantenerla en las ideas que se le han inculcado... Y no seré yo el que trate... No diga usted tonterías, amigo.

Gruñó todavía un rato, y después, volviéndose hacia Polidora, que entró a darle unos periódicos, la interpeló en tono de buen humor:

—Y bien, Polidora, ¿qué dice usted de mi hija?

La mujer se regodeó con aire de suficiencia y dijo no sin desdén:

—Es una joven sencilla y sin malicia, seguramente... Pero no sabe llevar un vestido ni servirse de sus ojos...

—¡Alto ahí, Polidora! Agradeceré a usted mucho que no la enseñe esas artes de adorno... No necesita saber más, hasta nueva orden... ¿Entiende usted?

—Perfectamente, señor, y basta... Si el señor encuentra bien así a la señorita... Lo que yo decía era por su bien. Me pondré guantes para hablarla, si eso agrada al señor.

—Sí; me agrada, Polidora; y como usted es inteligente, quedo tranquilo.

Amar es vencer

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