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Máximo de Cosmes a Javier de Cosmes.

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París, 26 de junio de 190...

Celebro en el alma, mi querido Javier, que San Petersburgo te guste y que guste también a Marta, así como que hayáis encontrado en la embajada agradables colegas. Se pondera mucho el encanto y la bondad de la embajadora y esto facilitará vuestra aclimatación.

Dame detalles de vuestra instalación, de vuestras relaciones y hasta del trabajo que se te ha confiado, sin revelar, por supuesto, los secretos de Estado, pues para esto bastan los periódicos.

Salgo dentro de poco para un viaje bastante inesperado, pero quiero participarte sin demora una buena noticia, y es que estoy encargado de suplir al buen viejo Marignol en su cátedra del Colegio de Francia. El buen señor no quiere todavía soltar su presa enteramente y me ha escogido para hacer sus veces mediante un poco de dinero y lejanas esperanzas. Pero estoy encantado, porque, si lo hago bien, y lo procuraré con todas mis fuerzas, estaré designado para sucederle un día.

Y vuelvo a mi viaje, que te va a hacer mucha gracia. Figúrate que esta mañana una esquela de Lacante me llama a su lado. Corro a verlo y lo encuentro luchando con un violento ataque de gota. Con su bata de grueso muletón obscuro y anchas mangas, en las que ocultaba sus doloridas y temblorosas manos, y con aquel cráneo calvo, que relucía sobre una estrecha corona de cabello, parecía un fraile viejo.

A la primera ojeada vi una profunda turbación en aquella cara redonda y afeitada, tan maliciosa y jovial de ordinario.

—Querido mío—me dijo sin preámbulos,—me ocurre una contrariedad considerable: he perdido a mi tía.

—¿Qué tía?

—No tenía más que una, la señorita de Boivic, y aun ésta no lo era más que por benevolencia y especial elección. Era, en efecto, hermana del segundo marido de mi madre, de modo que no me unía con ella ningún lazo real de parentesco... Sin embargo...

—Siempre es triste—dije al ver que vacilaba para continuar—perder a los, que...

—No diga usted vulgaridades, mi buen amigo—me interrumpió con un gesto de impaciencia.—Apenas conocía a esa señora, a la que puede que no haya visto seis veces en mi vida. La muerte de esa respetable persona no me causaría, pues, ningún pesar particular... Preciso es que todo acabe, ¿verdad? Era muy vieja, casi octogenaria, y su muerte está en el orden, evidentemente... Por desgracia, no le conozco ningún pariente próximo, y tengo que ejercer derechos como heredero a una parte, al menos, de sus bienes. Su fortuna es la que el señor de Boivic legó a mi madre... ¿comprende usted? Esta situación me impone también deberes, el primero de los cuales sería hacer los honores fúnebres a la difunta y acompañarla decentemente al cementerio... Ahora bien, mire usted, hijo mío, estas piernas llenas de cataplasmas... ¡Bonita facha de heredero para escoltar hasta la última morada a aquella noble señorita! No puedo, sin embargo, dejarla ir sola, bajo la presidencia de una criada... Esto es lo que espero de usted, amigo mío; va usted a hacer la maleta y a tomar esta noche el tren para Quimper.

—¡Diablo!—dije un poco contrariado.

—Sí, amigo mío, Quimper, Quimper, Corentin, nada menos... Es usted mi pupilo, mi amigo, y esto equivale a un parentesco... Y hará usted mejor figura que yo al frente del cortejo...

—Estoy a las órdenes de usted.

—Otra cosa. La de Boivic era muy devota, y no me extrañaría que hubiera dispuesto de su fortuna, bastante modesta por otra parte, en favor de la gente de iglesia... Tendrá usted que cuidar de que no haya usurpado la parte que me corresponde.

—Pero, querido maestro, ¿con qué derecho habré de intervenir?

—Le enviaré a usted un poder en regla. Usted ha estudiado Derecho y es, justamente, el hombre que necesito... Observe usted que no me opondré en modo alguno a ciertos legados, ya a un hospital, ya a alguna obra piadosa... hasta a la Iglesia. Quiero respetar la voluntad de la difunta en todo lo que sea razonable, pero no consiento expoliación real o disfrazada, ni astutas intrigas... ¿Comprende usted?

—Perfectamente.

—No conozco el valor de la herencia ni me importa en lo que a mí se refiere. Gano bastante dinero con mi pluma, sin contar mi pequeñísimo patrimonio...

—Naturalmente; es por un espíritu de justicia, de estricta equidad, por lo que...

Lacante me miraba y sus ojillos vivos y movibles tenían una singular expresión, que cortó mi frase en suspenso.

—Querido amigo—continuó después de un instante,—es para cumplir un deber... un deber de conciencia en interés de la niña...

—¿Qué niña? ¡Cómo! ¿Acaso aquella noble dama tenía?...

Lacante no me dejó acabar.

—¿Qué diablos va usted a pensar, amigo querido? La niña, y esto es lo que me preocupa, la niña es hija mía.

Como comprenderás, no pude contener un grito de sorpresa, y tú, con toda tu diplomacia, vas a hacer lo mismo al leerlo.

Lacante siguió diciendo con sonrisa, mitad confusa, mitad placentera:

—¡Bah! querido, yo he sido joven, y lo he sido demasiado tiempo... Hay allí una flor tardía, que me pertenece, brotada en un tronco viejo y arruinado.

—¿Es joven?

—Una chicuela.

Reflexionó un instante y dijo:

—Apenas quince años. Su madre ha muerto. Es una triste historia, mi querido amigo... La pobre mujer estaba ya muy enferma cuando me casé con ella en Quimper...

—¡Ha sido usted casado!—exclamé en el colmo del asombro.

—¡Muy poco tiempo!... Y como no tenía por qué jactarme de una alianza que, lo confieso, no había premeditado y que contraje por un sentimiento de lástima, el incidente pasó inadvertido para el mayor número y fue pronto olvidado por los pocos que lo supieron. Ya lo he dicho... la pobre criatura estaba sentenciada y la muerte la arrebató al nacer Elena, es el nombre de la niña, a la que mi madre se encargó de educar... Después se la legó a mi tía Boivic, su cuñada, que acaba de morir... ¿Qué voy a hacer con esa muchacha, amigo mío? Es para perder la cabeza.

Y se cogió la frente entre las manos con expresión desesperada.

Yo no sabía qué decir.

—Tenerla con usted es difícil—me aventuré a decir tímidamente.

—¡Imposible!... Completamente imposible. Polidora tiene preciosas cualidades y es un ama de gobierno agradable para un solterón... pero eso de dirigir y acompañar a una señorita, no creo que sea su negocio...

—No, por cierto—dije con convicción.

Lacante continuó:

—Mi casa no está hecha para criar palomas... Mis costumbres... mis amigos... las conversaciones... yo mismo... No me hago ilusiones; no tengo nada de lo que haría falta.

—¿Qué va usted a decidir?

—No tengo dónde elegir, amigo mío; voy a meterla en un convento.

—¡En un convento!... ¡Él! No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿La va usted a hacer una mojigata? ¿Usted?...

—Sí, hijo mío, hasta que pueda casarla. No veo qué otro partido pueda tomar.

—Hay colegios laicos, institutos de niñas, en los que la instrucción está ciertamente más desarrollada y fundada en un espíritu más ancho, más científico...

—Es posible... no digo que no... Pero no conozco esas casas ni sé qué pasa en ellas, mientras que es de tradición que en los conventos las niñas son bien tratadas y se encuentran a gusto... No soy un padre muy tierno... tengo de eso lo menos posible, lo confieso... Los niños me han parecido siempre un estorbo lamentable y tiránico... Sin embargo, no quisiera que esa muchacha fuera desgraciada... En cuanto a la instrucción, ya la desarrollará ella más adelante, si quiere... Su marido la ayudará.

¿He soñado que, al decir esto, me miraba de reojo? ¡Ah! no, eso no. Consiento en prestarle todos los servicios que pueda, porque le quiero mucho. Es el ser de este mundo a quien tú y yo debemos más, pues ha sido, más que un tutor, un padre para nosotros. Le soy enteramente adicto, pero no hasta el punto de casarme con su mojigata. Además, y aprovecho la ocasión para decírtelo, mi corazón ha elegido ya... Te contaré esto otro día.

Lacante me explicó entretanto que la niña estaría menos fuera de su centro en un convento que en otra parte, pues allí encontraría su atmósfera acostumbrada, los olores de incienso y de sacristía, las devociones meticulosas... Después de todo, todo eso me es igual... En cuanto a casarme, esos son otros cantares... No cuente usted con tal cosa, mi buen Lacante...

Adiós, me marcho... Por fortuna, tengo tiempo de aquí a diciembre para preparar mi curso del Colegio de Francia.

Amar es vencer

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