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CARTA 2

El vestido celeste

Querida Graciela:

En mi carta anterior te dejé un interrogante. Quizás el más importante que puede hacerse cualquier ser humano que haya vivido lo suficiente para escuchar, ver y sentir el dolor en carne propia. ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Existe Dios? ¿Puedes creer en Él después de lo que te ha pasado? ¿Es digno de confianza? Vuelvo a una de las preguntas que nos hacíamos: ¿por qué no actúa Dios, por qué no impide los accidentes?

Te voy a contar una historia que tuve oportunidad de conocer de primera mano. Hace unos años, cuando tenía el encargo de la administración en el Monasterio, decidimos participar en una exposición de productos artesanales en una ciudad cercana, Tandil. Fuimos especialmente para dar a conocer nuestros bombones y tratar de contactar nuevos clientes para nuestra pequeña industria. Una familia amiga atendía el stand. Una mañana que habíamos ido para ver cómo marchaba todo y mientras me entretenía mirando los otros locales se acercó un joven.

—Hermana, ¿puedo pedirle que rece por mi familia? —, preguntó y prosiguió— Mañana se cumple un año del día en que mi hijito cayó de un cuarto piso.

—¡Dios mío! —dije llevándome instintivamente la mano a la cara.

—¡No! —, me atajó— No se hizo nada.

—¿No se hizo nada? —pregunté asombrada.

—¡Nada! —, repitió— ni un rasguño.

—La Virgen… —murmuré.

—Sí, eso —dijo él y contestó despacito—. Rece, hermana, rece por nosotros.

—Sí, por supuesto; ustedes también. Agradézcanlo a Dios… y a la Virgen.

—Sí —dijo y se alejó.

Quedé profundamente impresionada. En ese momento vinieron a buscarme, salimos y subimos al auto de nuestros acompañantes. De pronto, vi al joven que me había hablado cruzar la calle. La señora que estaba colaborando con nosotras vivía en la misma ciudad y estaba al volante, entonces le pregunté:

—¿Conoces a ese joven?

—Sí, ¿por qué?

—Me acaba de relatar una historia fantástica —Le conté en pocas palabras lo que me había dicho.

—Es así. Fue una noticia que conmocionó a toda la ciudad y trascendió también.

En el Monasterio no nos habíamos enterado. Yo, al menos, no sabía nada. Ella me dio más detalles y completó la historia: era un matrimonio joven, no eran creyentes, al menos no practicaban ninguna religión. Vivían en un departamento en el cuarto piso y tenían un hijito de dos años. Un día la mamá bajó un minuto, el fatídico minuto, creyéndolo dormido y cuando regresó, se dio cuenta que el nene no estaba en su andador. Comenzó a buscarlo desesperada hasta que se le ocurrió asomarse por el balcón. El chiquito estaba tirado en el patio del departamento de planta baja. Bajó corriendo, a los gritos, pidiendo ayuda al portero para que abriera el departamento, que estaba vacío. Entraron. Lo tomó en brazos y corrió enloquecida hasta el hospital cercano. Entregó a su hijo y se quedó afuera. Todos trataban de calmarla y consolarla, preparándola para lo peor. Caer de un cuarto piso, un bebé. Finalmente salieron los médicos y le dijeron:

—Señora, su hijo está perfectamente bien. No tiene ni un rasguño. Lo vamos a dejar en observación, pero no tienen nada.

Pasaron las horas y el nene estaba como siempre. La mamá hablaba con él que, en su media lengua infantil, le dijo que una señora lo había llevado en brazos.

—¿Una señora? —, preguntó emocionada la mamá— ¿Con pantalones o vestido?

—Con vestido del color del chupete de ese nene —dijo él señalando a otro niñito internado.

El matrimonio se acercó a la fe. Años más tarde, alguien me habló del protagonista de esta aventura que tenía ya unos seis o siete años. Era, por supuesto, un niño absolutamente normal, con las travesuras propias de los niños. Pero el episodio no se le había borrado y un día le dijo a su catequista, que fue quien me lo contó:

—Sabe señorita, la Virgen es bonita, bonita.

El día del accidente era 12 de diciembre, fiesta de la Virgen de Guadalupe.

Podemos decir que fue protagonista de un milagro. Un milagro es un suceso extraordinario que revierte las leyes de la naturaleza, para que algo, como en este caso, no termine como normalmente debió haber terminado. ¿Por qué a veces suceden y otras no? Volvemos a plantearnos el porqué. Y en este caso, como en muchos otros, no vale. Hay cosas que no podemos poner bajo el microscopio, hay cosas, como el amor, el dolor, la vida, la muerte, la alegría… que no tienen un porqué. Se resisten, gracias a Dios, a que los cosifiquemos, a que los desmenucemos y analicemos. Hay razones del corazón que la razón no entiende. Y hay cosas en la vida de las que solo Dios sabe el por qué. No porque sean irracionales sino porque están como el dolor, más allá. En este caso, más allá de la cosificación, más allá de los razonamientos y las sabidurías puramente humanas. Todo lo que se refiere a Dios entra en esta lógica. Algo que he descubierto en estos años de profundizar en los textos bíblicos es que Dios, la mayoría de las veces, no responde a las preguntas curiosas o interesadas que le hacen las personas. Esto es bastante evidente en los evangelios. El Dios encarnado, Jesús, normalmente responde con otra pregunta, como queriendo llevar a un nivel más profundo o más alto a su interlocutor. Te daré más adelante algunos ejemplos.

¿Qué hacer entonces? ¿Negarse a pensar? ¿No hacerse ni hacer a Dios ninguna pregunta? ¿Concluir, si no recibimos respuesta, que sencillamente Dios no existe o que si existe no se interesa en absoluto por nosotros? Me parece que ese no es el camino. Al menos no me parece un camino que posibilite seguir viviendo dignamente cuando el dolor nos invade. Hay que buscar otra salida, sobre todo esto: buscar. Orientar el pensamiento para que comience a sintonizar con la lógica de Dios.

Una cosa más, yo no sabía nada de este episodio ni que se atribuía a la Virgen la salvación del niñito. Mi respuesta a lo que el papá me decía fue totalmente espontánea y… acertada. Años después, me encontré investigando sobre la Virgen de Guadalupe. No hay casualidades en las cosas de Dios, ¿no crees?

¿Tienes alguna respuesta a una historia como esta? ¿Te parece posible que Dios se interese por nosotros? ¿Por todos?, ¿o solo por algunos privilegiados?

Magdalena

Más allá del dolor

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