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CARTA 5

Un mundo sin dolor

Querida Graciela:

Me imagino que pensarás que Job es un caso bastante original y Maite una chica muy valiente al trabajar en la cárcel. Ella, como tú, yo y tantas otras personas sentimos esta desigualdad del mundo como una afrenta. Dios debería haber creado un mundo sin dolor. Tengo dos noticias, una buena y otra no tanto. La buena es que Dios creó un mundo sin dolor. La mala es que se lo estropeamos. Nosotros, los seres humanos, desde Adán y Eva hasta nuestros días, igual que estamos estropeando el equilibrio de la naturaleza.

Por eso, hoy quería que dejemos por un rato al pobre de Job rascándose con la teja y contarte otra historia, esta no está en la Biblia, es una pequeña obra de teatro de Gustave Thibon que se llama Seréis como dioses. Esta frase sí es bíblica, es lo que la serpiente le dice a Eva cuando le propone desobedecer a Dios. Amanda, la protagonista de esta historia, vive en un tiempo en el que, gracias a la ciencia, los seres humanos han logrado “ser como dioses”, han eliminado el dolor, la enfermedad, la muerte. Pueden vivir indefinidamente. Incluso, si alguien muere por accidente, tienen la fórmula, el ADN de cada persona y un aparato para reconstruirlo. En este mundo idílico, todo es perfecto, todo está terminado, no hay nada que solucionar, ningún enigma por resolver, ningún problema; el clima es sumamente agradable, las rosas no tienen espinas ni se marchitan y los seres humanos se dedican a pasear por las estrellas y pasarlo bien.

Es entonces cuando surge una joven, Amanda, que comienza a añorar el mundo en el que han vivido y muerto sus abuelos. Ella se da cuenta de que los hombres han conseguido la inmortalidad pero se han privado de la eternidad, se han privado de Dios. De alguna manera, ella comprende que este mundo perfecto, sin dolor, sin muerte, acabado, es una trampa que no permite a las personas llegar a realizarse verdaderamente, llegar a ser lo que Dios pensó porque eso solo lo seremos en la eternidad. Ante el asombro de sus familiares y amigos Amanda exclama: “Renuncio a la inmortalidad que tengo por la eternidad que espero, con todo el peso de esta vida ilimitada que sufro y que rechazo, elijo la muerte. ¡Qué me importa esta vida que no se acaba! Yo quiero acabar, yo quiero realizarme. Nuestros abuelos eran efímeros y eternos. Nosotros no morimos porque estamos muertos. Ustedes no han derribado un muro, han tapiado una puerta. Todas las puertas están tapiadas para la eternidad. Estoy en el infierno sin haber pasado por la muerte”.

Fíjate que habla de una puerta, la de la muerte, detrás de la cual se encuentra la vida verdadera, la eterna felicidad que nunca tendremos aquí, en la tierra. Thibon dice en el prólogo: “No creo que la elección se presente nunca al hombre en forma tan absoluta… pero, si un día la ciencia lograra suprimir la muerte, perpetuando indefinidamente la separación del hombre y Dios, ¿qué elegiríamos? La gran tentación de nuestra época es confundir los dos universos pidiendo al tiempo las promesas de la eternidad”.

Esta obrita fue editada en francés,(1) yo la encontré resumida en un libro del padre Alfredo Sáenz(2) que también comenta: “La vida en la tierra le ofrecía una mera continuidad ilimitada. Pero semejante vida no podía parir la eternidad.” Y agrega una frase de Simone Weil que cita Thibon: “El infierno es creerse en el paraíso por error.”

Pensemos por un instante qué sería del mundo si nadie muriera, si nadie hubiera muerto desde que comenzó; nosotros, hoy, no existiríamos seguramente. No al menos aquí en la Tierra. Es grande, pero no para tanto. Si Dios, evitara todo dolor, toda muerte, todo accidente, como hizo con el niñito que se cayó desde el cuarto piso, en pocos años la tierra reventaría como un huevo. No está pensada para eso. Y por lo que hasta ahora sabemos, no hay otro planeta que tenga las condiciones para que la vida humana sea posible. No tan cerca que podamos llegar, al menos por ahora. Dios debe tener algún otro plan para la humanidad, de hecho nos promete cielos nuevos y tierra nueva (Ap 21, 1).

El relato de la Creación del universo dice que Dios saca todo de la nada. Hoy los científicos, mucho más los astrónomos, saben que el universo está en expansión. Esto significa que, en algún momento, estuvo concentrado. Podemos pensar que “antes” de eso no existía. El Big-Bang no está reñido con la fe, lo mismo que las teorías evolucionistas. Algunos se refugian en la ciencia para negar la existencia de Dios. Pero la ciencia no puede comprobar ni la existencia ni la no existencia de Dios. Son dos terrenos diferentes. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que hubo un comienzo. Y habrá un fin. Me asombra la coincidencia de lo que los astrónomos describen como el final de la vida del sol, la tierra y de todos los planetas con lo que la Palabra de Dios dice muchos siglos antes de estos descubrimientos. Te lo compartiré en otro momento, no quiero desviarme del tema.

En ese comienzo del universo que nos narra el primer libro de la Biblia, el Génesis, el ser humano, la humanidad, recibió la vida y junto con ella la libertad. Adán y Eva, nombres simbólicos para hablar de la realidad corporativa de la humanidad, eran seres perfectos, muy bellos, muy sanos. Poco inferior a los ángeles (Sal 8, 6), dice la Biblia. Y el diablo, nombrado en este relato como la serpiente, se acerca a Eva y le pregunta con fina ironía: ¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín? (Gn 3, 1). Eva cae en la trampa y acepta el diálogo, algo que nunca hay que hacer porque es muy astuto el enemigo. Jesús dialogó con el Tentador en el desierto oponiendo a sus astucias la Palabra de Dios.

Eva, como nosotras, en algún momento de la vida, nos prestamos, estúpidamente, al diálogo aunque no sea más que en los pensamientos y dejamos entrar la duda en el corazón. Dudamos de la bondad de Dios. Eva dice: Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: No coman de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la muerte. La serpiente dijo a la mujer: No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 2-5). Fíjate que el Diablo, al que Jesús califica de mentiroso desde el Principio, tacha a Dios de mentiroso. Lo sigue haciendo cuando nos sugiere: “¡Qué va a ser bueno Dios! ¡Mira lo que te pasó! ¿No podía Dios impedir que pasara lo que pasó en tu familia? ¿Que enfermaran y murieran tantos niños, que hubiera tantos accidentes?”.

Aquí se nos está hablando de esa falta de confianza en la bondad de Dios que llevó a la desobediencia y con ella a todos los males. Es el primer pecado, el que está en el origen de todos los que siguieron, por eso se lo llama original. El mandato era y es simplemente obedecer, reconocer que Dios es Dios y nosotros sus hijos. Que Él es el que sabe lo que realmente es bueno y que si prohíbe algo es por nuestro bien. Tampoco era la prohibición de conocer, de saber lo que está bien y lo que está mal. El pecado consistía y consiste en querer decidir, al margen de Dios, lo que está bien y lo que está mal. La autonomía moral. Eso le pertenece a Dios.

Tú habrás visto muchas veces, en el consultorio de tu esposo, cómo los niños lloraban cuando eran atendidos o vacunados. Cuando son muy pequeños, no se les puede explicar. A veces la mamá trata de calmarlo y le habla, pero no hay caso, lloran de lo lindo. Dios actúa muchas veces como ese médico sabio y lo que sentimos como un dolor es en realidad una medicina. No nos lo puede explicar, no estamos capacitados para entender razones, menos para ver algún bien en el dolor como hizo Job. Algún día los niños se hacen mayores, tienen sus propios hijos y entienden. Algún día nos haremos mayores y entenderemos, o más bien dejaremos de hacer preguntas. Ahora vemos confusamente, como en un espejo luego veremos con toda claridad (1Cor 13, 12), dice san Pablo. Seguramente comprenderemos que todo estuvo bien y diremos. “¡Ahora entiendo! ¡Gracias!”.

A veces, me causa cierta inquietud que las personas nos llamen, ahora también nos escriben e-mail, pidiendo oraciones por infinidad de cosas. Muchas veces por situaciones graves de salud, una operación, un accidente, una separación. Dicen:

—¡Recen, recen, a ustedes Dios las escucha!

—Sí —les digo— a ustedes también.

Nosotras no solo no tenemos el teléfono rojo de conexión directa con Dios sino que, además, Dios no está a nuestra disposición. Mi oración, muchas veces es para pedir la salud espiritual de esa persona, un poco lo que pedí y sigo pidiendo para ti: fortaleza, fe, esperanza y sobre todo, confianza. Dones espirituales que siempre Dios está dispuesto a dar y que pueden estar ocultos en este mal que sufrimos, en este dolor, en esta muerte. Mirar o intentar mirar con los ojos de Dios que puede sacar bien de todo mal, eso es lo que deberíamos pedir. Es difícil, lo sé. Uno quiere naturalmente lo otro, quiere no sufrir, no llorar, que no se muera nadie. Y eso pedimos. Y cuando no sucede nos enojamos, nos cuesta creer. Es normal, pero no muy lógico.

Todo esto está en el Libro del Génesis Capítulos 1, 2 y 3 y en Job.

¿Te parece que puede haber una gradación en el conocimiento de las realidades espirituales? ¿Que se puede intentar, por este camino que estoy tratando de mostrarte, de conocer algo del actuar de Dios?

¿Pensaste que el dolor no es querido por Dios, sino que entró en el mundo a consecuencia del pecado?

Si se pudiera vivir indefinidamente en la tierra renunciando a ver a Dios, ¿qué elegirías?

Más tarea.

Magdalena

1- Thibon, Gustave, Vous seres comme des dieux, París, Libraire Arthéme Fayard, 1959.

2- Sáenz,- Alfredo, sj, El fin de los tiempos y seis autores modernos. Dostoievski- Soloviev-Benson-Thibon-Pieper-Castellani, Buenos Aires, Editorial Gladius, 1996.

Más allá del dolor

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