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CARTA 6

¡Me caso por Iglesia!

Querida Graciela:

Voy a dejar las preguntas difíciles y las historias antiguas por una más reciente, como la del niño. Hace unas semanas, me visitó una señora y me contó esta historia, la suya. Una intervención de Dios en su vida y lo que eso significó para ella y su esposo. Ricardo y Lucila llevaban varios años juntos, pero estaban casados solo por Civil. Tenían tres hijos y eran felices. Sus dos hijas mayores concurrían a una escuela pública y tenían amigas en el mismo edificio en el que vivían. Una de las niñas había regresado del colegio con una inquietud:

—Mis compañeritas van a tomar la Primera Comunión, mami, ¿no puedo tomarla yo también?

—¿Eh? No sé, hija, es que papi y yo no estamos casados por Iglesia. Ustedes no están bautizadas.

—¿Por qué, mami?

—Bueno, es que tu papá y yo nunca nos interesamos por esas cosas.

—Pero yo quiero.

—Veremos, hija, veremos.

Ricardo era médico al igual que su cuñado Gerardo que vivía en el mismo edificio. Lucila comentó con él el pedido de la hija. No tomaron ninguna decisión. Un día ocurrió algo imprevisto. Los dos médicos estaban preparándose para ir a su trabajo en el hospital, cuando unos gritos desesperados les hicieron salir al pasillo.

—¡Socorro!

—Es Elisa.

Era una vecina, madre de una niña de ocho o diez años, amiga de las hijas del matrimonio.

—Elisa, ¿qué sucede?

Varios vecinos acudían presurosos. La hija de Elisa, Marcela, se había desvanecido en el baño. Ricardo y Gerardo entraron, la tomaron en brazos y comenzaron la reanimación.

—Paro cardio-respiratorio —susurró Gerardo.

—Sí, tú le haces masaje cardíaco; yo, respiración. Lucila, ¡pronto! Llama al hospital que mande la ambulancia.

Lucila corrió a su departamento y llamó al hospital.

—Rápido, una ambulancia, una niña inconsciente, ahogada.

Dio la dirección y esperó para dar la confirmación. La niña estaba como muerta. El calefón se había apagado y el gas la había adormecido y su cuerpo, exánime, se había hundido en la bañera. Cuando su madre acudió extrañada de no escucharla cantar, la encontró sumergida en el agua, inconsciente, ahogada.

Ricardo y Gerardo se esforzaban por hacerla reaccionar. Lucila bajó a la calle para esperar la ambulancia. Se retorcía las manos pensando en sus propias hijas, las amiguitas de Marcela. Arriba su esposo y su cuñado, después de varios minutos y para poder sostener la reanimación sin disminuir el ritmo necesario, cambiaron posiciones, el tiempo pasaba y la niña no reaccionaba.

—Si se salva me caso por Iglesia— dijo Lucila en medio de la calle, mirando al cielo.

Al cambiar los dos médicos su posición, quizá en el mismo instante que Lucila decía eso, Ricardo quedó encargado del masaje cardíaco. Luego de unos minutos, el corazón le dio un brinco. La presión de su mano había hallado respuesta en otro corazón que volvía a latir.

—¡Respira!, ¡reacciona! —gritó Gerardo a la madre de la niña que lloraba desconsolada sostenida por vecinos y parientes.

Mientras tanto, la ambulancia había llegado ¡sin oxígeno! Más demora. Los minutos son esenciales en casos así. La cargaron precipitadamente y se fueron. Ricardo abrazó a Lucila:

—Si sale, quedará con secuelas, fueron muchos minutos sin oxígeno.

Salió y no quedaron secuelas.

Días después Ricardo y Lucila regresaban de cenar afuera. Él manejaba.

—Ricardo.

—Sí.

—Prometí algo.

Sabían de qué hablaban. Los dos habían quedado impresionados por el accidente y su resolución.

—¿Qué prometiste?

—Que nos íbamos a casar por Iglesia.

—Está bien —los hombres son así de simples.

—¿Sí?

—Sí. ¿A quién le pedimos?

—No sé, voy a averiguar —dijo ella.

Había que buscar un sacerdote que no los sermoneara demasiado. Averiguó y pocos días después, al llegar Ricardo del hospital:

—¿Sabes? Ya mi hermano le habló a un padre que él conoce, está dispuesto a prepararnos. Así después bautizamos a los chicos y…

—Lucila, Gustavo me consiguió un sacerdote.

—¡Pero si te dije que iba a averiguar!, ¡siempre lo mismo!

Discutieron:

—¡No puede ser! ¡Tú siempre igual!

—¿Yo? ¿Y tú? ¿Por qué no esperaste? —Al rato, ella se acercó, conciliadora, al fin y al cabo, la idea era de ella, pero lo incluía a él. Y él había dicho que sí— Y ahora ¿qué hacemos? ¿Cómo les explicamos a los dos padres? ¿A cuál de los dos elegimos? ¿A cuál decimos: “lo siento”?

Ni Gustavo, el médico del hospital amigo de Ricardo que había hablado a un sacerdote, ni el hermano de Lucila se conocían.

—¿Le preguntaste a tu hermano cómo se llama el padre?

—Sí, Ricardo Peñaloza.

—¡Pero! ¡Es el mismo!

Lo cuento como me lo contó. Pasó hace más de veinte años, el matrimonio emprendió un camino de fe. Todos sus hijos están bautizados y la mayoría felizmente casados “por Iglesia”. Marcela es una mamá feliz, sin ningún rastro del accidente que motivó que sus vecinos reencontraran su dormida fe. ¿Increíble? Pero cierto. Dios es imprevisible y parece estar al acecho para entrar en nuestra vida por el más pequeño resquicio que le hagamos.

¿Crees en los milagros? ¿Has escuchado alguna historia así, de un cambio de vida, de rumbo en la vida?

Hasta la próxima.

Magdalena

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