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CARTA 7

Abraham, un contador de estrellas

Querida Graciela:

Comprendo que todo pueda parecer muy arbitrario. Con algunos Dios actúa milagrosamente y a otros, como a Job, o a los internos de Sierra Chica, parece ignorarlos. Aunque parezca que no tiene ninguna relación quería contarte otra historia de alguien que es, como Job, casi un jeque. Tiene ganados, tierras, posesiones, es muy rico, pero a diferencia de Job no tiene hijos. Dios le ha prometido una descendencia; en pos de esa promesa ha dejado su país de origen y se ha ido a instalar en otro lugar. Pero han pasado los años, y no pasa nada. Él y su esposa son ya ancianos.

La cuestión es que, al parecer, Dios hablaba frecuentemente con Abram, cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo (Éx 33, 11). Esto que parece tan raro, en la Biblia es normal. Dios va a hablar con muchos personajes que te iré presentando. Si hoy alguien dijera que ha hablado con Dios le comprarían un chalequito ajustadito. Pero en realidad, Él sigue hablando, lo que pasa es que nosotros estamos un poco distraídos. Yo lo he escuchado muchas veces, pero no lo cuentes por lo del chalequito. Bueno, sigo con la historia. Dios le había dicho a Abram que sería padre de una multitud de pueblos y por eso él y su esposa habían emigrado dejándolo todo. Sin pedir explicaciones, Abram ha salido de su país, hacia un lugar lejano y desconocido llevando a su esposa Saray. No ha tenido más garantía que la palabra recibida de Dios. Ha confiado.

Seguramente tú, como yo y como todos los niños, hemos preguntado qué son esas lucecitas que brillan tan bonitas en el cielo durante la noche. Yo crecí en la ciudad y cuando, por este insólito llamado de Dios, me vine a vivir en su casa, aquí, en el campo, quedé maravillada del cielo nocturno. Lejos de las luces y el esmog de la ciudad que opacan la visión, el espectáculo es magnífico.

Hace un tiempo nos visitó una de las hermanas del monasterio de México. Le había contado que desde el hemisferio sur se ven más estrellas que desde el norte, así que lo primero que hizo al llegar fue pedirme que le mostrara nuestro cielo.

—¡Encantada! —le dije. A la noche salimos juntas al patio y no podía creer lo que veía.

—¿Qué es eso? —me preguntó, señalando la Vía Láctea y que desde aquí se ve realmente como un manchón blanco en el cielo. Hay que aguzar la mirada o usar binoculares para ver que esa “mancha” son miles de estrellas. Ahora entendemos por qué los antiguos la llamaron Láctea, ellos creían que era la leche de la diosa Juno.

Pues bien, en la Mesopotamia del Medio Oriente, en la época de Abram, cuando no había tanta contaminación lumínica, pienso que se verían aún a simple vista las estrellas más lejanas y débiles que ahora no podemos ver sin aparatos. Aún así, muchas noches de invierno, cuando no hay niebla y la helada deja todo transparente, desde aquí el cielo se ve tan brillante, tan diáfano que no parece de noche, se distingue perfectamente y parecería que con alzar las manos se lo podría tocar y bajar alguna estrella. Es difícil encontrar un pedacito sin estas mágicas lucecitas, más o menos brillantes, más o menos grandes, pero todas parpadeando al unísono como entonado esa canción que algunos han denominado “la música de las esferas”.

La Vía Láctea tiene más de 200 mil millones de estrellas. No quiero darte lecciones de astronomía, solo acercarnos mentalmente a lo que Abram debió sentir cuando Dios lo sacó afuera y con una sonrisa plácida y seguramente algo pícara le dijo:

—Mira el cielo, y cuenta las estrellas… si puedes…

Me lo imagino al pobre de Abram escondiendo sus dedos bajo el manto y contando, una, dos, tres. Pero antes que se diera cuenta que no le iban a alcanzar ni agregando los de los pies que bailaban en sus sandalias, Dios prosiguió con toda calma:

—Cuenta también la arena de la orilla del mar.

—¡Ah! ¡No! —habrá pensado Abram y se dio por vencido. Entonces y para rematarlo Dios le aseguró:

—Así será tu descendencia.

Pienso, ya sabes que soy muy imaginativa, que Abram se habrá quedado más boquiabierto que la hermanita mexicana mirando el cielo: “¡Tantos!”, habrá pensado, “¿Todos juntos?”. Tenía muchos bienes, pero ¿para dar de comer a todos estos? Sin embargo no dice el texto que dijera nada. No cuestionó como hubiera sido lo normal, volvió a su vida de siempre esperando a ver por dónde venían los niños. Pasó mucho tiempo desde esa noche y el hijo anunciado no llegaba. A veces me pregunto: ¿Qué pensaría Abram? ¿Qué conversaría con Saray? Porque evidentemente ella estaba enterada. Los dos eran cada vez más viejitos.

Un día Saray, apurada, como solemos ser las mujeres, decidió tomar el toro por las astas y hacer algo. Lo que hizo fue dar a su esposo a su esclava Agar para que engendrara un hijo con ella. Parece que era bien visto hacer algo así, vamos a ver después otros ejemplos. El hijo, sin embargo, no sería de la esclava, sino de Saray. Dios no dice nada de este atajo que han tomado, los deja hacer y cuando Ismael nace, lo bendice, siempre será un niño, un hijo de Dios, pero vuelve a decirle a Abram que la promesa sigue en pie y que él tendrá un hijo de Saray. Como el amor, hoy como ayer, requiere exclusividad, surgen inevitables los conflictos entre las dos mujeres. Conflictos que solo Dios con su intervención misericordiosa y conciliadora logra suavizar. Luego y como para que no duden más, Dios les cambia los nombres, eso en la Biblia es signo de un llamado especial. Ellos ahora se llamarán parecido: Abraham y Sara.

Entonces, y aquí llego al meollo de la historia, un día, mientras Abraham está a la puerta de su tienda ve venir a un personaje o a varios. Esta dubitación no es porque no me acuerde, es que el texto juega entre el plural y el singular que es una forma de enseñar que el relato es algo más que un simple cuentito. En cada historia hay como varios niveles de comprensión, como si constantemente nos invitara a descubrir la riqueza oculta en el texto y en todos estos detalles. Por eso es tan fascinante la lectura de la Biblia. Se puede leer miles de veces y siempre se descubre algo nuevo. Siglos después este texto ha servido para hablar de un Dios que es Uno en Tres personas, la revelación de la santísima Trinidad, pero sigo con el relato. El o los personajes le dicen a Abraham que Sara va a tener un hijo el año entrante.

Sara, que está escuchando detrás de la cortina, se ríe porque ya ha dejado de menstruar, es una mujer de noventa años. Conmueven los detalles que se van agregando, tan humanos, tan caseros, tan de todos los días. Pero Sara se ríe y Dios, que la escucha, la reprende y le dice:

—¿Es que hay algo imposible para Dios? ¿No puede él hacer un milagro?

—No, si no me reí —dice Sara que se muere de miedo porque de pronto intuye la identidad del anunciador y, además de escuchar conversaciones ajenas, ahora se equivoca más todavía, mintiendo.

—No digas que no te reíste. Sí que te reíste —le dice Dios.

La mentira es el terreno del malo, del padre de la mentira (Jn 8, 44), dirá Jesús. Una vez más estamos a las puertas de un prodigio. Pero no arbitrario, ya vas a ver...

¿Qué diríamos si hoy nos contaran algo así? ¿Una mujer de noventa años va a quedar embarazada y de su esposo de casi cien años? ¡Un disparate! Es lo que piensa Sara y lo dice bien clarito. Con lo vieja que soy, ¿volveré a experimentar el placer? Además, ¡mi marido es tan viejo! (Gn 18, 12). La verdad es que puestas en el lugar de Sara reaccionaríamos igual, ¿o no? Pero resulta que Sara es la primera, pero no la única mujer, en ser parte de un prodigio así. A lo largo de la Historia de la Salvación, Dios concederá esta misma fecundidad a otras ancianas o estériles: las madres de Sansón, Samuel, Juan Bautista y, finalmente hará fecunda a una virgen de manera prodigiosa, a María a la que el ángel Gabriel dice la misma frase que Dios dijo a Sara: “¿Acaso hay algo imposible para Dios?” (cf. Lc 1, 37). Y María, que seguramente había leído y meditado este texto y sabía toda la historia de sus antepasados, acepta que un milagro así se realice en ella, acepta engendrar al Hijo de Dios, a Jesús. Dios puede suspender las leyes de la naturaleza porque es Él quien las ha creado. Es lo que todas estas mujeres, en su momento, intuitiva y certeramente, pero también conociendo la historia de su pueblo, han comprendido y libremente aceptado. Dios nunca impone nada, cada una de ellas da su libre consentimiento.

Dios concede a Abraham y a Sara el hijo tan deseado y anunciado y nace Isaac, cuya vida será nuevamente puesta a prueba cuando Abraham crea que Dios le pide que se lo entregue en sacrificio. Pero eso te lo contaré más adelante. Quedémonos ahora con este milagro: una mujer anciana y estéril, engendra y da a luz un hijo. Una fecundidad milagrosa concedida por Dios con un propósito bien definido. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes (Is 55, 8-9) dice Dios en otro lugar de la Biblia. Esta historia proyecta una luz sobre el actuar de Dios que no improvisa.

Te comparto un secreto: muchas noches de invierno, sobre todo en luna nueva, mirando el diáfano y magnífico cielo de esta parte del mundo he sentido en mi corazón la misma promesa: Mira hacia el cielo y, si puedes, cuenta las estrellas. Y añadió: Así será tu descendencia (Gn 15, 5). Ya sabes cómo me ha costado esto de no ser mamá. Pero ahora que conozco un poco más a Dios sé que Él no pide nada imposible. No le da a la mariposa el deseo de volar si piensa dejarla gusanito. Sé que si Él me ha dado, como a todas las mujeres, una capacidad tan grande y hermosa, no es para hacerme sufrir. Hay mujeres que, como tú, han perdido a su único hijo; otras que, habiéndose casado, fueron traicionadas o abandonadas antes de tenerlos, como una chica que viene a verme; otras a las que la edad u otro impedimento les impide concretar su anhelo. A todas nos resulta muy duro no poder abrazar a los hijos que quisiéramos tener, pero tengo una certeza: Dios no pide imposibles, ni hace bromas. Él no es un sádico que se goza haciendo sufrir. ¿Entonces? ¿Cómo se entiende? ¿No será que además de la física hay otra fecundidad, cuya promesa y cumplimiento todas podemos recibir? Mi corazón me dice que sí. Habrá que encauzar el deseo y descubrir el sentido de esta fecundidad a la que el Señor nos llama. Quizá no sea solo engendrando hijos físicamente como la mujer llega a ser madre. Se puede serlo a través del deseo y la oración, de los niños que han sido abortados, por ejemplo; de aquellos que no fueron queridos por sus propias madres; de los niños que sufren por tantas desigualdades; también se puede acompañar concretamente a niños que sufren, que están solos o enfermos. Hay tantas opciones como situaciones.

Por mi consagración no puedo hacer muchas de estas cosas que te he enumerado pero siento en mi corazón que tengo muchos más hijos e hijas espirituales que los que hubiera podido tener físicamente. Tú y muchas de las otras personas que menciono en estas cartas lo son, en cierta manera. Muchas veces agradezco a Dios este poder ser madre, a ejemplo de la Madre por excelencia, María, y con su ayuda, sin límite de tiempo y espacio.

¿Has pensado alguna vez en la fecundidad espiritual de tu vida?

Magdalena

P.D. Todo esto está en el libro de Génesis, capítulos 12, 15, 18, 19.

Más allá del dolor

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