Читать книгу El coche de bomberos que desapareció - Maj Sjowall - Страница 10
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ОглавлениеEl lunes por la tarde, todo parecía indicar que Benny Skacke, por primera vez desde que ejercía como subinspector de la Brigada Nacional de Homicidios, iba a asumir la investigación de un asesinato.
O, al menos, un homicidio.
Estaba sentado en su despacho, en la jefatura sur, ocupado en la tarea que Kollberg le había encomendado antes de salir hacia Kungsholmsgatan, y que consistía en atender el teléfono y clasificar copias de informes en diferentes carpetas. La distribución avanzaba despacio, pues se leía todos los informes de cabo a rabo antes de dejarlos en las carpetas. Benny Skacke era ambicioso y tenía que reconocer, por más que le doliera, que aunque había aprendido todo lo que sobre investigación criminal se podía aprender en la Academia de Policía, apenas había tenido ocasión de trasladar sus conocimientos a la práctica. En espera de una oportunidad que le permitiera exhibir su potencial talento en este campo, intentaba por todos los medios beneficiarse de la experiencia de sus colegas de mayor edad. Uno de esos medios consistía en escuchar sus conversaciones siempre que ello fuera posible, cosa que a Kollberg comenzaba a sacarle de quicio. Otro medio era leer viejos informes. Y a eso precisamente se dedicaba cuando sonó el teléfono.
Era uno de los funcionarios de la agencia de notificación jurídica, cuyas oficinas estaban en el mismo edificio:
—Tengo aquí a un individuo que dice que viene a denunciar un crimen —dijo un tanto confundido—. ¿Os lo mando o...?
—Sí, dile que suba —repuso al instante el subinspector primero Skacke.
Colgó el teléfono y salió al pasillo para recibir a su visitante. Mientras tanto, le dio por pensar qué había estado a punto de decir el hombre de la agencia de notificación en el momento de ser interrumpido. O... ¿qué? Tal vez: «¿O le digo que vaya a la policía?». Skacke era un joven sensible.
El visitante subió la escalera despacio y vacilante. Benny Skacke le abrió la puerta acristalada e involuntariamente se echó para atrás al percibir el áspero hedor a sudor, orines y alcohol rancio. Precedió al individuo hasta su despacho y le señaló la silla situada delante del escritorio. En lugar de sentarse de inmediato, el hombre esperó a que hubiera tomado asiento el propio Skacke.
Skacke examinó al individuo que ocupaba la silla de las visitas. Aparentaba una edad entre cincuenta y cincuenta y cinco años, apenas mediría más de metro sesenta y cinco y estaba muy delgado. Sin duda no pesaría más de cincuenta kilos. Tenía el pelo ralo, de color rubio ceniza, y ojos de un tono azul pálido. Una tupida red de vasos capilares cubría su nariz y sus mejillas. Las manos le temblaban y en su ojo derecho se contraía un músculo. Su traje marrón estaba gastado y lleno de manchas, y el chaleco de punto que llevaba bajo la chaqueta estaba remendado con hilos de diferente color. El individuo apestaba a alcohol, pero no parecía borracho.
—Bueno, así que quería usted denunciar algo. ¿De qué se trata?
El individuo se miró las manos. Entre sus dedos movía nerviosamente una colilla.
—Puede fumar si quiere —dijo Skacke ofreciéndole la caja de cerillas por encima de la mesa.
El individuo cogió la cajetilla, encendió la colilla, soltó una tos seca, estridente, y levantó la mirada:
—He matado de un golpe a la parienta —dijo.
Benny Skacke extendió la mano para coger su libreta de notas y, con una voz que a él mismo le pareció tranquila y plena de autoridad, preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
Deseaba que Martin Beck o Kollberg hubiesen estado.
—En la cabeza —repuso el individuo.
—No, no me refería a eso. Le preguntaba que dónde está ella.
—Ah, ya. En casa. Dansbanevägen, 11.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Skacke.
—Gottfridsson.
Benny Skacke apuntó el nombre en la libreta y se inclinó hacia delante, con los brazos apoyados en la mesa.
—¿Puede contarme cómo sucedió todo, señor Gottfridsson? ¿Qué es lo que pasó?
El individuo llamado Gottfridsson se mordía el labio inferior.
—Sí —dijo—. Bueno, llegué a casa y ella comenzó a insultarme y a armar jaleo. Yo estaba cansado y no tenía ganas de bronca, así que le pedí que se callara, pero ella no dejaba de insultar y dar voces. Al final se me hincharon las narices y la agarré del cuello. Ella empezó a darme puntapiés y a revolverse, así que le di varias veces en la cabeza. Luego se desplomó. Pasado un rato, me asusté e intenté reanimarla, pero siguió tirada en el suelo.
—¿Y no llamó a un médico?
El hombre negó con la cabeza.
—No —dijo—. Pensé que si ya estaba muerta, no tenía mucho sentido un médico.
Permaneció callado un rato. Luego añadió:
—Yo no quería hacerle daño. Pero es que me sacó de mis casillas. Si ella no me hubiera atosigado...
Benny Skacke se levantó y cogió su abrigo del perchero colocado junto a la puerta. No sabía bien qué hacer con el hombre. Mientras se ponía el abrigo, dijo:
—¿Por qué vino usted aquí, en lugar de dirigirse a una comisaría normal y corriente? Hay una muy cerca.
Gottfridsson se levantó y se encogió de hombros.
—Creí que... pensé que una cosa así... que asesinatos y eso...
Benny Skacke abrió la puerta del pasillo.
—Señor Gottfridsson, lo mejor será que me acompañe.
Con el coche apenas tardaron un par de minutos en llegar hasta la casa donde vivía Gottfridsson. El hombre hizo el trayecto en silencio. Las manos le temblaban violentamente. Precedió a Skacke mientras subían por las escaleras. Una vez arriba, Skacke le quitó la llave y abrió la puerta.
Entraron en un pequeño recibidor oscuro con tres puertas, todas ellas cerradas. Skacke miró a Gottfridsson inquisitivamente.
—Ahí dentro —dijo el hombre señalando la puerta de la izquierda.
Skacke avanzó tres pasos y abrió la puerta.
En la habitación no había nadie.
Los muebles estaban deslucidos y polvorientos, pero daban la impresión de hallarse en su lugar, y no se apreciaban señales de lucha. Skacke se volvió y contempló a Gottfridsson, que seguía todavía clavado en la puerta de entrada.
—Aquí no hay nadie —dijo. Gottfridsson lo observó fijamente. Mientras avanzaba hacia la puerta levantó la mano para señalar algo.
—Pero... —murmuró—. Pero si estaba aquí.
Miró desconcertado a su alrededor. Luego cruzó el recibidor y abrió la puerta de la cocina. En la cocina tampoco había nadie.
La tercera puerta conducía al cuarto de baño. Allí tampoco había nada digno de mención.
Gottfridsson se mesó el cabello ralo.
—¡Pero bueno! —dijo—. Si yo mismo la vi tirada aquí.
—Sí —repuso Skacke—. Puede ser. Pero por lo visto no estaba muerta. ¿Cómo llegó usted a esa conclusión, por cierto?
—Se veía —dijo Gottfridsson—. Ni se movía ni respiraba. Y estaba fría. Como un cadáver.
Skacke se frotó el mentón, haciendo sonar los incipientes pelos de la barba.
—A lo mejor solo parecía un cadáver —concluyó.
A Skacke se le ocurrió pensar que el individuo quizá le estuviera tomando el pelo, que toda la historia era invención suya. A lo mejor ni siquiera tenía esposa. No parecía excesivamente conmovido por su muerte, ni tampoco por su posterior resurrección y desaparición final. Examinó el suelo en el que, según Gottfridsson, había yacido la mujer. No se apreciaban restos de sangre ni de ninguna otra cosa.
—Bueno —concluyó Skacke—. En cualquier caso, lo cierto es que aquí no está. Habría que preguntar a los vecinos.
Gottfridsson rechazó la idea enérgicamente.
—No, no lo haga. No nos llevamos muy bien con ellos. Además, a estas horas no están en casa.
Luego entró en la cocina y se sentó en una silla plegable.
—Pero ¿dónde coño se habrá metido esta tía?
En ese mismo instante se abrió la puerta de la entrada y apareció en el recibidor una mujer gruesa, de baja estatura. Llevaba bata y chaqueta de punto y se había liado a la cabeza un pañuelo a cuadros. Traía una bolsa de red en una de las manos.
En un primer momento, Skacke no supo qué decir. Tampoco la mujer dijo nada. Cruzó junto a él a paso apresurado y se metió en la cocina.
—¡Vaya! ¡Así que has tenido el valor de volver a casa, canalla! —dijo.
Gottfridsson se quedó mirándola fijamente y abrió la boca para decir algo. Dando un golpe, la mujer dejó la bolsa de red sobre la mesa de la cocina y continuó:
—¿Y quién es ese? ¡Aquí a casa no se viene a mamar, no será porque no te lo tengo dicho! ¡A tus compañeros de borrachera te los llevas a otro sitio!
—Perdone —intervino Skacke inseguro—. Su marido pensó que le había sucedido a usted una desgracia y...
—¡Una desgracia! —bufó la mujer—. Él sí que es una desgracia.
Se dio la vuelta y se quedó mirando a Skacke con cara de pocos amigos.
—Se me ocurrió darle un buen susto. El tío vuelve a casa por las buenas y se pone a pegarme, después de haber estado por ahí bebiendo durante días. ¡Hasta aquí hemos llegado!
La mujer se quitó el pañuelo. Tenía un pequeño moratón en la mandíbula, pero por lo demás parecía en perfecto estado.
—¿Y qué tal está usted? —preguntó Skacke—. ¿No ha sufrido usted lesiones?
—¡Bah! —exclamó—. Me tiró al suelo de un empujón y a mí se me ocurrió quedarme tumbada y hacer como que me había desmayado.
Luego se volvió nuevamente hacia el marido.
—Te has asustado, ¿eh?
Avergonzado, Gottfridsson miró de soslayo a Skacke y murmuró algo.
—¿Y entonces usted quién es? —preguntó la mujer.
Skacke captó la mirada de Gottfridsson y respondió escuetamente:
—Policía.
—¿Policía? —gritó la señora Gottfridsson.
Se puso en jarras y se inclinó por encima de su marido que permanecía agazapado en la silla de cocina con cara de pena.
—¿Te has vuelto loco? —gritó—. ¡Traer aquí a la pasma! ¿A quién se le ocurre?
Luego se incorporó y se encaró furiosa con Skacke.
—¿Y qué clase de policía es usted? ¡Meterse en casa de personas inocentes de esta manera! ¡Hay que ver! ¿No tendría por lo menos que enseñar la chapita antes de colarse en la casa de la gente decente?
Skacke se apresuró a sacar su placa de identificación.
—¿Subinfractor criminal?
—Subinspector criminal —corrigió Skacke pálido.
—¿Y qué clase de crímenes esperaba usted descubrir aquí, a ver? Yo no he cometido ningún crimen, ni mi marido tampoco.
Se colocó junto a Gottfridsson y le pasó el brazo por encima del hombro, a modo de protección.
—¿Tiene algún papel que le autorice a campar por sus respetos en nuestra casa? —le preguntó a su marido—. ¿A ti te ha enseñado algún papel, Ludde?
Gottfridsson negó con la cabeza pero no dijo nada. Skacke dio un paso adelante e intentó decir algo, pero fue interrumpido de inmediato por la señora Gottfridsson.
—Se larga ya mismo o me doy el gusto y le denuncio por allanamiento de morada. Váyase antes de que me enfade.
Skacke miró al individuo, que no apartaba los ojos del suelo. Luego se encogió de hombros, dio la espalda a ambos cónyuges y regresó, un tanto alterado, a la jefatura sur.
Martin Beck y Kollberg aún no habían regresado de Kungholmsgatan. Seguían todavía en el despacho de Melander y habían vuelto a poner la cinta del interrogatorio con Malm, esta vez para Hammar, que se había dejado caer por la tarde para saber si habían conseguido algún resultado.
El humo que despedían los cigarrillos de Martin Beck y el puro de Hammar se cernía sobre el despacho como una neblina, y Kollberg contribuyó también a la contaminación atmosférica, improvisando un fuego en el cenicero con las cerillas gastadas y los paquetes de tabaco vacíos. Finalmente, Rönn vino a empeorar aún más la situación, al abrir la ventana y permitir que se introdujera en la habitación la atmósfera urbana más contaminada de todo el norte de Europa. Martin Beck tosió y dijo:
—Suponiendo que haya que tomar en consideración la teoría del incendio provocado, la cosa se complica si tenemos en cuenta que todos los testigos están hospitalizados y no se puede hablar con ellos.
—Pues sí —dijo Rönn.
—La verdad, yo no creo que se trate de un incendio intencionado —intervino Hammar—. Pero antes de extraer conclusiones precipitadas debemos esperar a que Melander termine su trabajo en el lugar de los hechos y el laboratorio forense emita su informe.
Sonó el teléfono. Kollberg extendió el brazo para descolgar el auricular al tiempo que echaba el rascador de una caja de cerillas vacía en la pequeña hoguera que había formado en el cenicero. Estuvo escuchando medio minuto.
—¿Cómo? —exclamó con tan sincero asombro que los demás reaccionaron al instante—. Gracias —dijo Kollberg y colgó.
Clavó una mirada ausente en Martin Beck y dijo:
—Caballeros, tengo una sorpresa que resultará muy de su agrado. Göran Malm no falleció víctima de las llamas.
—¿Qué quieres decir? —intervino Hammar—. ¿Es que no estaba en la casa?
—Oh, sí. Estaba carbonizado y prácticamente formaba un amasijo con el colchón. El que llamaba era el mismísimo forense. Dice que Malm estaba ya muerto y bien muerto antes de declararse el incendio.