Читать книгу El coche de bomberos que desapareció - Maj Sjowall - Страница 9
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ОглавлениеEl sábado hizo sol y se fundió la nieve.
Martin Beck se despertó despacio, con una inusual sensación de bienestar. Yacía quieto, con la cara hundida en la almohada, intentando captar algún sonido que le permitiera determinar si era tarde o temprano. Oyó el canto de un mirlo en el bosquecillo al otro lado de la ventana, y también gotas pesadas, que caían con chapoteo irregular sobre la pastosa aguanieve del balcón; los coches que pasaban por la carretera y el frenazo lejano de un convoy de metro al llegar a la estación; la puerta de la casa del vecino al cerrarse; ruidos en las cañerías y, de repente, en la cocina al otro lado de la pared, un estrépito que le hizo abrir los ojos, seguido por la voz de Rolf:
—¡Mierda!
Luego Ingrid:
—Pero ¿cómo puedes ser tan torpe?
E Inga, que les chitaba para que se callaran.
Alargando el brazo, cogió los cigarrillos y las cerillas pero tuvo que incorporarse, apoyado en el codo, para poder sacar el cenicero que se hallaba debajo de un montón de libros. Había estado leyendo sobre la batalla de Tsushima hasta las cuatro de la madrugada, y el cenicero rebosaba de colillas y cerillas usadas. Cuando no se sentía con ganas de levantarse a vaciarlo antes de dormir solía ocultarlo bajo un libro para no tener que oír luego las profecías de Inga, quien auguraba que un buen día amanecerían todos carbonizados por su costumbre de fumar en la cama.
Su reloj de pulsera marcaba las nueve y media, pero era sábado y tenía el día libre. Libre en un doble sentido, pensó satisfecho pero sintiendo a la vez una pequeña punzada de remordimiento. Iba a quedarse solo los dos próximos días. Inga se marchaba con su hermano a la casa de campo que este tenía en Roslagen y pensaba quedarse allí con los niños hasta el domingo por la tarde. Naturalmente, Martin Beck también había sido invitado, pero como la posibilidad de pasar un fin de semana solo en casa se le antojaba un placer fuera de lo común, al que no se sentía capaz de renunciar, había pretextado trabajo para no tener que ir con ellos.
Apuró su cigarrillo antes de levantarse y luego se llevó el cenicero al cuarto de baño, donde lo vació. Pasó por alto el afeitado y se puso unos pantalones de color caqui y una camisa de pana. Luego volvió a colocar en la estantería el libro sobre Tsushima. Transformó rápidamente la cama en sofá y se fue a la cocina.
La familia estaba congregada en torno a la mesa desayunando. Ingrid se levantó, se acercó al armario a coger una taza para su padre y se la llenó de té.
—Ay, papá, ya podrías venir con nosotros —dijo—. Mira qué tiempo más bueno hace. Sin ti, no es tan divertido.
—Es una pena, pero no puede ser —respondió Martin Beck—. Me encantaría, de verdad, pero...
—Tu padre tiene que trabajar —terció Inga agriamente—. Como siempre.
Volvió a sentir remordimientos. Pero luego pensó que se lo pasarían mejor sin él, puesto que al hermano de Inga la presencia de Martin le servía siempre como pretexto para sacar todo tipo de botellas y acabar borracho perdido. En estado sobrio, el hermano de Inga no era, a decir verdad, una persona muy interesante, pero borracho resultaba poco menos que insoportable. Había en él, en cualquier caso, un aspecto positivo y era que por principio solo bebía si le acompañaban. Martin Beck siguió el hilo de sus pensamientos y llegó a la conclusión de que, en realidad, mintiendo y quedándose en casa hacía una buena acción, pues con su ausencia obligaría a su cuñado a mantenerse sobrio.
Justo después de alcanzar tan favorable conclusión, su cuñado llamó a la puerta. Cinco minutos más tarde, Martin Beck comenzaba a disfrutar de su anhelado fin de semana.
Todo sucedió a pedir de boca. Inga le había dejado provisiones en el frigorífico, pero aun así prefirió salir a comprar comida. Entre otras cosas, adquirió una botella de Grönstedts Monopole y seis cervezas de alta graduación. Luego dedicó lo que quedaba del sábado a instalar la cubierta en su maqueta del Cutty Sark, en la que llevaba varias semanas sin poder trabajar. Cenó albóndigas frías, pan negro con huevos de corégono y camembert, y se bebió dos cervezas. Tomó también café y coñac y se quedó viendo una vieja película americana de gánsteres que daban por televisión. Luego se preparó un baño y se metió en la bañera a leer La dama del lago de Raymond Chandler, echando de vez en cuando mano al coñac, colocado a una cómoda distancia encima del inodoro.
Se sentía estupendamente, sin pensar en ningún momento en el trabajo y ni en la familia.
Tras el baño se puso el pijama, apagó todas las luces menos la lámpara de lectura de su escritorio y continuó leyendo y bebiendo coñac, hasta que se sintió achispado, tuvo sueño y se fue a la cama.
Pasó acostado buena parte de la mañana del domingo. Luego, sin quitarse el pijama, se puso a trabajar en la maqueta del barco. No se vistió hasta después de mediodía. Por la tarde, cuando su familia estaba ya de vuelta, se fue al cine con Rolf e Ingrid y estuvieron viendo una película de vampiros.
Fue un fin de semana perfecto, y el lunes por la mañana, descansado y pletórico, se aplicó inmediatamente a la tarea de averiguar quién era realmente el tal Göran Malm y qué tipo de asuntos podían haber pesado sobre su conciencia. Se pasó las horas de la mañana en los despachos de varios colegas en la jefatura de policía de Kungsholmen y luego hizo una rápida visita a los juzgados. Cuando regresó para comunicar los resultados de sus pesquisas descubrió que no había nadie con quien hablar, pues todos habían salido a comer.
Llamó a la jefatura sur y, para su sorpresa, al otro lado del aparato se encontró directamente con Kollberg, que solía ser el primero en irse a comer, sobre todo los lunes.
—¿Cómo es que no te has ido a comer?
—Estaba a punto de salir —respondió Kollberg—. Y tú, ¿dónde estás?
—Ahora mismo en el despacho de Melander. ¿Por qué no te vienes a comer por aquí? Así te tendré a mano. En cuanto aparezcan Melander y Rönn echaremos un vistazo al caso de Göran Malm. Eso, suponiendo que Melander sea capaz de abandonar el lugar del incendio. En cualquier caso, me he estado informando un poco sobre Malm.
—Vale —dijo Kollberg—. Pero antes voy a ver si encuentro a Benny, para darle instrucciones.
—Si es que tal cosa es posible —añadió.
Benny Skacke acababa de ser nombrado subinspector de la policía criminal. Se había incorporado a la Brigada Nacional de Homicidios dos meses antes, reemplazando a Åke Stenström. Stenström tenía veintinueve años cuando murió y sus colegas lo consideraban un crío, especialmente Kollberg. Benny Skacke era dos años más joven. Martin Beck cogió el magnetófono de Melander y, mientras esperaba a los otros escuchó la cinta que le habían prestado en los juzgados. Cogió un papel y se puso a tomar notas.
Rönn llegó a la una en punto. Un cuarto de hora más tarde, Kollberg abrió la puerta de un tirón y dijo:
—Bueno, vamos a ver qué tenemos.
Martin Beck cedió su silla a Kollberg y se colocó junto al archivador.
—Se trata de robos de vehículos —dijo—. Y de tráfico de coches robados. Durante el último año, el número de robos no aclarados ha aumentado hasta tal punto que hay motivos para sospechar que una o varias bandas, grandes y bien organizadas, se están dedicando a vender coches robados. Y también, probablemente, a sacarlos del país. Al parecer, Malm era una pieza en todo este engranaje.
—¿Una pieza grande o pequeña? —quiso saber Rönn.
—Yo diría que pequeña —respondió Martin Beck—. Tal vez, incluso muy pequeña.
—¿Qué hizo para que lo detuvieran? —preguntó Kollberg.
—Espera un momento y os lo cuento todo desde el principio —dijo Martin Beck.
Sacó sus notas y las puso a su lado en el archivador. Luego comenzó a hablar, de manera fluida y desenvuelta.
—Hacia las diez de la noche del día 24 de febrero, Göran Malm fue detenido en un control de tráfico dos kilómetros al norte de Södertälje. Se trataba de un simple control rutinario, y su detención fue pura casualidad. Conducía un Chevrolet Impala de 1963. El coche parecía estar en buenas condiciones, pero como se vio que Malm no era su propietario se procedió a comprobar si la matrícula figuraba en la lista de coches robados. La matrícula, efectivamente, estaba en la lista, pero pertenecía a un Volkswagen, no a un Chevrolet. Parece ser que al coche, por error o por puro azar, se le asignó una matrícula falsa que resultó ser la de un coche robado. En un primer interrogatorio Malm declaró que el coche se lo había prestado su propietario, que era amigo suyo. Dicho propietario se llamaba Bertil Olofsson. El nombre lo dio el propio Malm y figuraba también en la documentación del coche. Luego resultó que el tal Olofsson era un viejo conocido de la policía. De hecho, hacía ya tiempo que la policía venía sospechando que se dedicaba a ese tipo de negocios con coches. Unas semanas antes de la detención de Malm, habían conseguido reunir una serie de pruebas contra Olofsson, pero no pudieron pillarle. Y todavía sigue en paradero desconocido. Malm declaró que Olofsson le había prestado el coche porque durante un tiempo no lo iba a necesitar, ya que se proponía viajar al extranjero. Cuando los colegas que sospechaban de Olofsson y habían comenzado ya a seguirle la pista se enteraron de lo de Malm y de cómo la policía le había echado el guante de forma casual, intentaron que el juez dictara prisión preventiva. Estaban convencidos de que Olofsson y Malm, de una manera o de otra, eran cómplices. Cuando fracasaron en sus intentos... pues no lograron meterle en prisión, ahora os explico por qué... encargaron a Gunvald vigilar a Malm, con el consentimiento de Hammar. Confiaban en que, de esta manera, conseguirían llegar hasta Olofsson y que esto a su vez quizá serviría para desarticular toda la banda. Suponiendo que se trate de una banda. Y que, de haberla, Olofsson y Malm pertenezcan a ella.
Martin Beck cruzó el despacho y apagó su cigarrillo en el cenicero de la mesa.
—Y eso sería todo —dijo—. No, espera, hay otra cosa: la tarjeta de inspección técnica y el resguardo del impuesto de vehículos eran falsificaciones, claro. Muy bien hechas, por cierto.
Rönn se rascó la nariz y preguntó:
—¿Y por qué soltaron a Malm?
—Por falta de pruebas —respondió Martin Beck—. Ahora lo oiréis.
Se inclinó sobre el magnetófono.
—El fiscal solicitó prisión preventiva para Malm como sospechoso de receptación —dijo—. Medida motivada por el riesgo de que Malm, si quedaba suelto, podía entorpecer la instrucción.
Encendió el magnetófono y rebobinó la cinta.
—Aquí está. El interrogatorio que el fiscal le hizo a Malm.
FISCAL: Bueno, señor Malm, ha oído usted la exposición que de los hechos acontecidos el 24 de febrero de este año he hecho ante este tribunal. ¿Quiere usted relatar lo sucedido con sus propias palabras?
MALM: Sí. Bueno, todo ocurrió más o menos como usted dice. Yo iba por la carretera de Södertälje y de repente me veo un coche de policía... Era uno de esos controles de policía... Yo me paré, claro, y... bueno, cuando los policías vieron que el coche no era mío me llevaron a comisaría.
F.: Muy bien. ¿Y cómo es que viajaba usted en un coche que no era suyo, señor Malm?
M.: Bueno, se me ocurrió ir a Malmö a ver a un conocido. Y como Berra se había...
F.: ¿Berra? ¿Se refiere usted a Bertil Olofsson?
M.: Sí, eso es, Berra, o sea, Olofsson, me prestó su trasto durante un par de semanas. Yo tenía que ir a Malmö de todos modos, así que me organicé para ir mientras tenía coche, y así no tener que coger el tren. Además, es más barato. Bueno, cogí el coche y me fui. ¿Cómo iba a saber yo que el coche lo habían mangado?
F.: ¿Y cómo es que el señor Olofsson le prestó su coche así sin más, y además tanto tiempo? ¿Es que él no lo necesitaba?
M.: No, dijo que se iba al extranjero, así que no lo necesitaba.
F.: Vaya, así que tenía intención de irse fuera. ¿Y cuánto tiempo pensaba estar fuera?
M.: Eso no lo dijo.
F.: ¿Y usted podía quedarse con el coche todo el tiempo, hasta que volviese?
M.: Sí, si hubiera querido. Si no, podría haberlo dejado en su aparcamiento. Vive en una de esas casas en las que cada piso tiene su propia plaza de garaje.
F.: ¿Y ha regresado el señor Olofsson?
M.: No, que yo sepa.
F.: ¿Y sabe usted dónde puede estar?
M.: No, lo mismo está todavía en Francia, o adonde haya ido.
F.: ¿Y usted no tiene coche propio, señor Malm?
M.: No.
F.: Pero ¿lo ha tenido?
M.: Sí, pero hace mucho.
F.: ¿Solía Olofsson dejarle el coche otras veces?
M.: No, solo esta vez.
F.: ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Olofsson?
M.: Un año o así.
F.: ¿Se ven a menudo?
M.: No mucho. De vez en cuando.
F.: ¿Qué quiere decir usted con «de vez en cuando»? ¿Una vez al mes? ¿Una vez a la semana? ¿Con qué frecuencia?
M.: Sí, quizá una vez al mes. O dos.
F.: Entonces ¿se conocen bastante bien?
M.: Bueno... supongo.
F.: Si él le presta su coche así sin más es porque se conocen ustedes bastante bien...
M.: Sí, claro.
F.: ¿Qué oficio tiene Olofsson?
M.: ¿Qué?
F.: ¿En qué trabaja Olofsson?
M.: No lo sé.
F.: ¿Lo conoce usted desde hace un año y no sabe en qué trabaja?
M.: No, nunca hemos hablado de eso.
F.: Y usted, ¿en qué trabaja?
M.: Ahora no hago nada en concreto... o sea, en estos momentos.
F.: ¿Y en qué suele usted trabajar?
M.: En diferentes cosas. Depende de lo que sale.
F.: ¿Cuál ha sido su último trabajo?
M.: De pintor de coches, en un taller de Blackeberg.
F.: ¿Y de esto cuánto tiempo hace?
M.: El verano pasado. Luego, en julio, el taller cerró y me quedé en la calle.
F.: ¿Y después? ¿Ha buscado usted otro trabajo?
M.: Sí, pero no he encontrado nada.
F.: ¿Y cómo se las ha arreglado usted económicamente, si lleva sin trabajo... vamos a ver... casi ocho meses?
M.: Sí, no ha sido fácil, la verdad.
F.: Pero de algún sitio habrá sacado usted el dinero, señor Malm, ¿no es así? Tiene usted que hacer frente a un alquiler, y también hace falta comer.
M.: Bueno, tenía algo ahorrado, y alguna vez también me han prestado.
F.: Por cierto, ¿qué tenía usted que hacer en Malmö?
M.: Visitar a un amigo.
F.: Antes de que Olofsson se ofreciera a prestarle el coche, usted pensaba ir hasta allí en tren. Viajar a Malmö en tren sale bastante caro, como usted mismo acaba de comentar. ¿Se lo podía usted permitir?
M.: Bueno...
F.: ¿Desde cuándo tenía Olofsson el coche ese, el Chevrolet?
M.: No lo sé.
F.: Pero usted tuvo que haber visto el coche que tenía cuando se conocieron...
M.: No me fijé.
F.: Señor Malm, usted ha trabajado mucho con coches, ¿no es verdad? Ha sido usted pintor de coches, según ha dicho. ¿No resulta extraño que no reparara usted en el tipo de coche que tenía un amigo? Y de haber cambiado de coche, ¿tampoco se habría fijado?
M.: No, no pensé en eso. Además, tampoco veía su coche muy a menudo.
F.: Señor Malm, ¿no será que usted estaba ayudando a Olofsson a vender el coche?
M.: No.
F.: Pero usted sabía que Olofsson se dedicaba a traficar con coches robados, ¿no es cierto?
M.: No, no lo sabía.
F.: No hay más preguntas.
Martin Beck paró el magnetófono.
—Un fiscal inusualmente cortés —dijo Kollberg bostezando.
—Pues sí —añadió Rönn—. E ineficaz.
—Sí —asintió Martin Beck—. Luego soltaron a Malm y Gunvald se puso a vigilarlo. Esperaban llegar hasta Olofsson a través de Malm. No es ni mucho menos improbable que Malm trabajara para Olofsson, pero, teniendo en cuenta el nivel de vida de Malm, no parece que sus servicios le reportaran grandes beneficios.
—Además era pintor de coches —añadió Kollberg—. No va mal cuando se trafica con coches robados.
Martin Beck asintió.
—Y a ese Olofsson —intervino Rönn—, ¿no es posible cogerle?
—No, sigue desaparecido —repuso Martin Beck—. Es perfectamente posible que Malm dijera la verdad durante el interrogatorio, cuando afirmó que Olofsson se había ido al extranjero. Ya aparecerá.
Kollberg golpeó irritado el brazo de la silla.
—Al que no logro entender es al cretino de Larsson —dijo mirando de refilón a Rönn—. Vamos a ver: ¿cómo puede decir que no sabía por qué vigilaba a Malm?
—Es que no tenía por qué saberlo —objetó Rönn—. Y no empieces otra vez a meterte con Gunvald.
—Ya, pero, joder, por lo menos tenía que haber sabido que había que estar pendiente de Olofsson. Si no, ¿de qué servía la vigilancia?
—Pues, sí —dijo Rönn pausadamente—. Bueno, cuando se recupere se lo preguntas, ¿no?
—¡Bah! —soltó Kollberg.
Y se desperezó con tanta fuerza que hizo crujir las costuras de su chaqueta.
—Bueno —continuó—. En cualquier caso, todo este rollo de los coches a nosotros ni nos va ni nos viene. Menos mal.