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Las vacaciones habían terminado ya para la mayoría y las calles de Estocolmo, abrasadas bajo el calor de agosto, empezaban a llenarse de gente que volvía de pasar un par de lluviosas semanas de julio metida en tiendas, caravanas y hoteles rurales. Durante los últimos días el metro volvía a estar repleto, pero ahora, en plena jornada laboral, Martin Beck viajaba prácticamente solo en el vagón. Se sentó, miró el verdor polvoriento del exterior y se alegró de que sus ansiadas vacaciones hubieran empezado al fin.

Hacía ya un mes que su familia estaba fuera, en el archipiélago. Ese verano habían tenido la buena suerte de que un pariente lejano de su esposa les alquilase una casa solitaria situada en un islote de la parte central del archipiélago. El familiar se había ido al extranjero y había dejado la casa en sus manos hasta que los niños volvieran a la escuela.

Martin Beck entró en su piso vacío, fue derecho a la cocina y sacó una cerveza de la nevera. Echó unos tragos de pie junto al fregadero y luego se fue con la botella hacia el dormitorio. Se desvistió y salió al balcón en calzoncillos. Estuvo sentado un rato al sol con los pies sobre la barandilla mientras se terminaba la cerveza. El calor resultaba casi insoportable. Cuando vació la botella, se levantó y volvió al relativo frescor del piso.

Miró el reloj. El barco saldría dentro de dos horas. La isla estaba situada en una zona del archipiélago unida a la ciudad por uno de los últimos barcos de vapor que todavía seguían funcionando. Aquello, pensó Martin Beck, era casi lo mejor de las vacaciones.

Volvió a la cocina y dejó la botella vacía en el suelo de la despensa. Ya se habían llevado todos los alimentos perecederos pero, por si acaso, antes de cerrar la puerta de la despensa echó un vistazo para ver si habían olvidado algo. Luego desenchufó la nevera, metió las bandejas de hielo en el fregadero y recorrió la cocina con la mirada antes de cerrar la puerta camino del dormitorio, para hacer la maleta.

La mayoría de las cosas que necesitaba se las había llevado ya a la isla el fin de semana que pasó allí. Su mujer le había dado una lista de cosas que ella y los niños querían tener. Cuando acabó de meterlo todo, las dos maletas estaban llenas. Como también debía recoger una caja de cartón con provisiones en el supermercado, decidió tomar un taxi hasta el barco.

Había mucho sitio a bordo. En cuanto se hubo desembarazado de las maletas, Martin Beck subió a cubierta y se sentó.

El calor caía a plomo sobre la ciudad y apenas corría el aire. En la plaza de Carlos XII el verdor había perdido su frescura y las banderas en lo alto del Grand Hotel caían abatidas. Martin Beck miró su reloj y esperó impacientemente a que los operarios izaran la pasarela.

Cuando sintió las primeras vibraciones de la máquina, se levantó y se dirigió a popa. El barco se iba apartando del muelle y Martin Beck, apoyado sobre la barandilla, contemplaba cómo las hélices batían el agua hasta convertirla en una espuma blanquiverde. La sirena emitió un sonido ronco. El barco empezaba a virar hacia Saltsjön, haciendo que todo el casco se estremeciese, y Martin Beck permaneció junto a la barandilla, de cara a la fresca brisa. De repente se sintió libre y descargado de inquietudes; por un momento le pareció revivir la sensación que había tenido en su infancia el primer día de vacaciones.

Cenó en el comedor y luego salió a sentarse de nuevo en cubierta. Antes de aproximarse al embarcadero, el barco bordeó el islote. Martin Beck vio la casa, varias sillas de jardín de alegres colores, y a su mujer en la orilla. Estaba inclinada junto al agua, probablemente lavando patatas. Se levantó y saludó con la mano; pero no estaba seguro de que ella le hubiese visto a esa distancia, con el sol de la tarde dándole en los ojos.

Los niños salieron a recibirle con la barca. A Martin Beck le gustaba remar, y desoyendo las protestas de sus hijos, él mismo cogió los remos y cruzó la bahía entre el malecón y la isla. Su hija, que se llamaba Ingrid aunque la apodaban «La peque» —a pesar de que iba a cumplir quince años al cabo de unos días—, se sentó en la popa y empezó a contarle algo acerca de un baile en un granero. Rolf, que tenía trece años y despreciaba a las chicas, hablaba de un lucio que había pescado. Martin Beck les escuchaba abstraído, disfrutaba remando.

Tras quitarse la ropa de calle, antes de ponerse los vaqueros y un jersey, se dio un chapuzón junto a las rocas. Después de cenar se sentó fuera con su mujer para contemplar la puesta de sol tras las islas, al otro lado de la bahía, con el agua lisa como un espejo. Se fue a la cama temprano, tras tender algunas redes con su hijo.

Por primera vez en mucho tiempo se quedó dormido inmediatamente.

Al despertarse, el sol aún estaba bajo y había rocío sobre la hierba cuando salió a dar una vuelta y se sentó en una roca. Parecía que el día iba a ser tan bueno como el anterior, pero el sol aún no había empezado a calentar y sintió frío en pijama. Al cabo de un rato entró de nuevo en la casa y se sentó en el porche con una taza de café. A las siete se vistió y despertó a su hijo, que se levantó de mala gana. Fueron remando a sacar las redes, en cuyo interior solo encontraron un montón de algas y plantas acuáticas. Cuando regresaron, su esposa y su hija ya se habían levantado y el desayuno estaba servido.

Tras desayunar, Martin Beck bajó al cobertizo y empezó a colgar y limpiar las redes. Era un trabajo que ponía a prueba su paciencia. Decidió que en el futuro encomendaría a su hijo la tarea de proporcionar pescado a la familia.

Casi había terminado con la última red cuando oyó a sus espaldas el sonido de una lancha motora. Un pequeño barco de pesca dobló la punta y se dirigió hacia él. Reconoció enseguida al hombre que iba en el barco. Era Nygren, propietario de un pequeño astillero en la isla cercana y su vecino más próximo. Como en la isla de Beck no había agua potable, tenían que ir a buscarla a la suya. Nygren, además, tenía teléfono.

Nygren paró el motor y gritó:

—¡Teléfono! ¡Señor Beck, quieren que llame cuanto antes! ¡He apuntado el número en un trozo de papel!

—¿No ha dicho quién era? —preguntó Martin Beck, aunque ya se lo imaginaba.

—También lo he apuntado en el bloc. Ahora tengo que ir a Skärholmen, Elsa está recolectando fresas, pero la puerta de la cocina está abierta.

Nygren encendió de nuevo el motor y, de pie en la popa, puso rumbo hacia la bahía. Antes de desaparecer tras la punta, alzó la mano en señal de despedida.

Martin Beck se lo quedó mirando durante un rato. Luego bajó hacia el embarcadero, soltó la barca y empezó a remar hacia el astillero de Nygren. Mientras remaba pensó: «¡Maldito Kollberg! ¡Justo cuando estaba a punto de olvidar su existencia!».

En el bloc de notas que había debajo del teléfono en la cocina de Nygren, este había escrito de un modo casi ilegible: «Hammar 54 10 60».

Martin Beck marcó el número y hasta que no le pasaron la comunicación no empezó a sentirse alarmado.

—Hammar al habla.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido?

—Lo siento mucho, Martin, pero he de pedirte que vengas cuanto antes. Puede que tengas que sacrificar el resto de tus vacaciones. Bueno, retrasarlas.

Hammar guardó silencio durante unos segundos. Luego añadió:

—Si quieres.

—¿El resto de mis vacaciones? Pero si no he disfrutado ni de un solo día de vacaciones.

—Lo siento muchísimo, Martin, pero no te lo pediría si no fuera necesario. ¿Puedes venir hoy?

—¿Hoy? ¿Qué ha sucedido?

—Si puedes venir hoy, genial. Es importante, de verdad. Te diré más cuando estés aquí.

—Sale un barco dentro de una hora —dijo mirando hacia el sol reluciente de la bahía a través de la ventana manchada de restos de moscas—. ¿Qué es eso tan importante? ¿Kollberg o Melander no pueden...?

—No, tienes que encargarte tú. Por lo visto, alguien ha desaparecido.

El hombre que se esfumó

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