Читать книгу El hombre que se esfumó - Maj Sjowall - Страница 9

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Encima de la puerta había un pedazo de cartón con la palabra MATSSON escrita con rotulador. La cerradura era ordinaria y Martin no tuvo ningún problema en abrirla. Entró en el piso, consciente de estar haciendo algo contrario a las normas. Sobre la alfombrilla había correspondencia: propaganda, una postal de Madrid firmada por alguien llamado Bibban, una revista inglesa de coches de carreras y una factura de la luz por un importe de 28,45 coronas.

El piso constaba de dos grandes habitaciones, una cocina, vestíbulo y retrete. No tenía baño, pero sí dos grandes armarios empotrados. Se respiraba un aire denso y enrarecido.

En la habitación más grande, que daba a la calle, había una cama, una mesilla de noche, estanterías, una mesita baja circular con superficie de cristal, un par de sillones, un escritorio y dos sillas. Sobre la mesilla de noche había un tocadiscos y en el estante inferior, un montón de elepés. Martin Beck leyó el título en inglés de la cubierta que estaba encima: Blue Monk. No le dijo nada. Sobre el escritorio había una pila de folios, un diario con fecha del 20 de julio, una factura de taxi por un importe de seis cincuenta, fechada el 18 de julio, un diccionario alemán-sueco, una lupa y una hoja de multicopista con propaganda de un club juvenil. Había un teléfono, listines telefónicos y dos ceniceros. En los cajones vio revistas viejas, fotografías de revistas, recibos, algunas cartas y tarjetas, y cierto número de copias de originales en papel carbón.

En la habitación posterior no había ningún mueble, salvo un estrecho diván con una colcha roja y descolorida, una silla y un taburete que servía de mesita de noche. No había cortinas.

Martin Beck abrió las puertas de ambos armarios. En uno de ellos había una bolsa de lavandería casi vacía y sobre los estantes, camisas, jerséis y ropa interior. Algunas de esas prendas aún conservaban intactas las cintas de papel de la lavandería. De las perchas del otro armario colgaban dos americanas de lana, un traje de franela marrón oscuro, tres pares de pantalones y un abrigo de invierno. Tres perchas estaban vacías. En el suelo había un par de recios zapatos color marrón oscuro, con suelas de goma; otro par negro más fino; un par de botas y otro de chanclos altos. En la parte alta de uno de los armarios, una gran maleta. En la del otro, nada.

Martin Beck se dirigió a la cocina. No había platos sucios en el fregadero, pero en el escurreplatos vio dos vasos y una jarra. En la despensa solo había un par botellas de vino vacías y dos latas de conserva. Martin Beck pensó en su propia despensa, que había limpiado tan a conciencia y completamente en vano.

Recorrió el piso una vez más. La cama estaba hecha, los ceniceros vacíos y no había pasaporte, ni dinero, ni talonarios de banco ni nada de valor en el escritorio. En conjunto, nada indicaba que Alf Matsson hubiera pasado por el piso tras salir hacia Budapest, dos semanas atrás.

Martin Beck salió de la casa de Alf Matsson y esperó un momento en la desierta parada de taxis de Fleminggatan. Pero, como solía ocurrir a la hora del almuerzo, no había taxis libres y tuvo que tomar un tranvía en la parada de Sankt Eriksgatan.

Pasaba de la una cuando entró en el comedor del Tennstopet. Todas las mesas estaban ocupadas y las atareadas camareras ni se fijaron en él. No había maître a la vista. Se dirigió al bar, situado al otro lado del vestíbulo de entrada. Un hombre gordo con chaqueta de pana recogió sus papeles y se levantó de una mesa redonda en un rincón cercano a la puerta. Martin Beck ocupó su lugar. También allí todas las mesas se hallaban ocupadas, pero algunos de los clientes ya habían pedido la cuenta. Pidió al maître un sándwich y le preguntó si alguno de los tres periodistas se encontraba en el local.

—El redactor Molin está allí sentado. A los otros no los he visto hoy. Probablemente vendrán más tarde.

Martin Beck siguió la mirada del maître hasta una mesa ante la que cinco hombres de mediana edad conversaban sentados delante de grandes jarras de cerveza.

—¿Cuál de esos caballeros es el señor Molin?

—El señor de la barba —señaló el maître, y se marchó.

Confundido, Martin Beck miró a los cinco hombres. Tres de ellos tenían barba. Llegó la camarera con el sándwich y la cerveza. Martin Beck aprovechó la ocasión para preguntarle:

—¿Sabe cuál de aquellos caballeros es el señor Molin?

—Claro, el de la barba.

Advirtió su mirada de desánimo y aclaró:

—El que está junto a la ventana.

Martin Beck se comió despacio el sándwich. El hombre llamado Molin pidió otra jarra de cerveza. Martin Beck aguardó. El lugar empezó a vaciarse. Al cabo de un rato, Molin terminó su cerveza y le sirvieron otra. Martin Beck acabó su sándwich, pidió café y esperó.

Finalmente, el hombre de la barba se levantó de su sitio junto a la ventana y se dirigió hacia la entrada. Cuando pasaba por su lado, Martin Beck le dijo:

—¿El señor Molin?

El hombre se detuvo.

—Un momento —dijo y continuó su marcha.

Un instante después regresó, respiró pesadamente por encima de Martin Beck y preguntó:

—¿Nos conocemos?

—No, aún no. Tal vez quiera sentarse un momento y tomar una cerveza conmigo. Hay algo que deseo preguntarle.

Se dio cuenta de que sus palabras no sonaban demasiado bien. Olían a policía a mil leguas. De todos modos, dieron resultado. Molin se sentó. Tenía el pelo rubio, ondulado y peinado hacia delante, sobre la frente. Lucía una barba rojiza y bien cuidada. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y estaba bastante gordo. Llamó a una camarera.

—Oye, Stina, tráeme una ronda.

La camarera asintió. Luego miró a Martin Beck.

—Lo mismo.

Una ronda resultó ser una jarra bulbosa y mucho más grande que la cilíndrica, ya de por sí bastante grande, que él se había bebido con su sándwich. Molin tomó un buen trago y se limpió el bigote con el pañuelo.

—¡Bueno! ¿De qué quería usted hablarme? ¿De las cogorzas y sus consecuencias?

—De Alf Matsson —dijo Martin Beck—. Ustedes son buenos amigos, ¿verdad? —Como aquello seguía sin sonar particularmente bien, trató de mejorarlo añadiendo—: Son compañeros, ¿no es así?

—¡Claro! ¿Qué tiene usted contra él? ¿Le debe dinero? —Molin miró con suspicacia y altivez a Martin Beck—. En tal caso, ante todo debo advertirle que yo no soy una agencia de cobros.

Estaba claro que tendría que cuidar lo que decía. Además, aquel hombre era un periodista.

—No, nada de eso —replicó Martin Beck.

—Entonces, ¿para qué quiere a Affe?

—Affe y yo nos conocimos hace tiempo. Trabajamos en la misma... bueno, trabajamos juntos hace años. Me encontré con él por casualidad hace unas semanas y prometió hacerme un trabajo, pero no he vuelto a tener noticias suyas. Él habló mucho de usted, así que pensé que quizá sabría dónde está.

Algo exhausto por su esfuerzo oratorio, Martin Beck tomó un trago de cerveza. El otro hombre siguió su ejemplo.

—¡Anda! ¿Así que eres un viejo amigo de Affe? La verdad es que yo también he estado preguntándome dónde puede haberse metido. Supongo que se habrá quedado en Hungría. Desde luego no está en la ciudad. Si no, lo habríamos visto por aquí.

—¿En Hungría? ¿Qué hace allí?

—Está haciendo un curro para su revista. Pero ya debería estar de vuelta en casa. Cuando se marchó, dijo que solo iba a estar fuera dos o tres días.

—¿Lo viste antes de que se marchara?

—Sí, claro. La noche antes. Estuvimos aquí durante el día y luego fuimos a un par de sitios por la noche.

—¿Él y tú?

—Sí, y algunos más. No recuerdo exactamente quién. Creo que Per Kronkvist y Stig Lund. Nos emborrachamos, pero bien. Sí, Åke y Pia estaban también. Por cierto, ¿conoces a Åke?

Martin Beck reflexionó. Le pareció que no merecía la pena:

—¿Åke? No sé. ¿Qué Åke?

—Åke Gunnarsson —contestó Molin, volviéndose hacia la mesa en la que había estado sentado antes.

Dos de los hombres se habían marchado durante su conversación. Los dos que quedaban permanecían sentados en silencio ante sus cervezas.

—Está sentado allí —señaló Molin—. Es el tipo de la barba.

Uno de los barbas se había ido, así que no cabía duda de quién era Gunnarsson. El hombre parecía simpático.

—No —dijo Martin Beck—. Creo que no lo conozco. ¿Dónde trabaja?

Molin le dio el nombre de una publicación de la que Martin Beck no había oído hablar jamás, pero que sonaba a revista de automovilismo.

—Åke es un tío cojonudo. También bebió muchísimo aquella noche, si no recuerdo mal. Pero no suele emborracharse. Por más que beba...

—¿No has visto a Affe desde entonces?

—¡Joder! ¡Cuántas preguntas haces! ¿No vas a preguntarme también cómo me encuentro?

—¡Claro! ¿Cómo te encuentras?

—Mal. De puta pena. Tengo una resaca jodida.

La cara de Molin se ensombreció. Y como para borrar los últimos jirones de placer de su existencia, se bebió de un enorme trago el resto de cerveza. Sacó su pañuelo y, con ojos melancólicos, se secó el bigote lleno de espuma.

—Deberían servir la cerveza en tazas para bigotudos —comentó—. Hoy en día el servicio es una pena. —Hizo una breve pausa y prosiguió—: No, no he visto a Affe desde que se marchó. La última vez que lo vi estaba vertiendo su cubata sobre una chica en el bar de la Ópera. Se fue a Budapest a la mañana siguiente. ¡Pobre diablo! Cruzar media Europa con una resaca como esa. Espero que no volara con SAS.

—¿Y no has vuelto a tener noticias de él?

—No solemos escribirnos cuando salimos fuera a hacer reportajes —contestó Molin con altivez—. ¿Para qué clase de revistucha trabajas? ¿El Jesusito? Bueno, ¿qué te parece otra ronda?

Al cabo de media hora y dos rondas más, Martin Beck logró escapar del señor Molin, tras haberle prestado diez coronas. Al marcharse, oyó a su espalda la voz de aquel hombre:

—Fia, tráeme otra ronda.

El hombre que se esfumó

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