Читать книгу El hombre que se esfumó - Maj Sjowall - Страница 6

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Cuando Martin Beck abrió la puerta del despacho del jefe era la una menos diez. Había estado de vacaciones exactamente veinticuatro horas.

El inspector jefe Hammar era un hombre robusto, con cuello de toro y espeso cabello gris. Estaba sentado en su sillón giratorio, completamente inmóvil, con los brazos apoyados sobre su mesa de trabajo, absorto en lo que según las malas lenguas era su ocupación favorita: no hacer nada.

—¡Vaya! ¡Ahora llegas! —dijo con acritud—. En el último momento. Debes estar en Asuntos Exteriores dentro de media hora.

—¿En el Ministerio de Asuntos Exteriores?

—Eso es. Tienes que ver a este hombre.

Hammar le entregó una tarjeta de visita, sujetándola por una esquina, entre el pulgar y el índice, como si fuera una hoja de lechuga con una oruga. Martin Beck leyó el nombre. No le sugirió nada.

—Es una persona de las altas esferas —le explicó Hammar—. Al parecer, es alguien muy próximo al ministro. —Hizo una breve pausa, y luego añadió—: Yo tampoco he oído nunca hablar de este tipo.

Hammar tenía cincuenta y nueve años, y era policía desde 1927. No le gustaban los políticos.

—No pareces estar tan enfadado como cabría esperar —dijo.

Martin Beck meditó un rato al respecto. Llegó a la conclusión de que estaba demasiado confuso para enfadarse.

—Bueno, ¿a qué viene todo esto?

—Ya hablaremos más tarde. Después de haberte reunido con ese tipo.

—Comentaste algo de una desaparición.

Hammar miró fijamente a través de la ventana, como si algo lo atormentase. Se encogió de hombros y dijo:

—Todo este asunto es de lo más idiota. Si he de confesarte la verdad, he recibido... instrucciones de no proporcionarte lo que ellos denominan «información más detallada» hasta que vuelvas del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—¿Es que ahora también vamos a recibir órdenes de ellos?

—A estas alturas ya debes de saber que existe más de un ministerio —respondió Hammar, como adormilado. Su mirada pareció perderse en alguna parte del verdor veraniego. Y siguió—: Desde que empecé a trabajar aquí, hemos tenido un regimiento de ministros de Interior y Asuntos Sociales. La gran mayoría sabía tanto de la policía como yo de la cochinilla del naranjo. Es decir, solo que existe. Hasta luego —concluyó abruptamente.

—Adiós —contestó Martin Beck.

Cuando Martin Beck llegó a la puerta, Hammar volvió a la realidad:

—Martin.

—¿Sí?

—Una cosa sí te puedo decir: no estás obligado a aceptar este encargo, si no quieres.

El hombre próximo al ministro era alto, anguloso y pelirrojo. Se quedó mirando fijamente a Martin Beck con sus ojos azules, acuosos. Y a continuación se precipitó hacia él con gestos ampulosos, rodeando el escritorio con la mano ya extendida.

—¡Espléndido! —exclamó—. ¡Es espléndido que haya venido!

Se estrecharon las manos con gran entusiasmo. Martin Beck no dijo nada.

El hombre volvió al sillón giratorio, tomó su pipa apagada y mordió la boquilla con sus grandes dientes amarillentos, de caballo. Se acomodó, introdujo el pulgar en la cazoleta de la pipa, encendió una cerilla y, de un modo frío y apreciativo, se quedó mirando fijamente a su visitante por entre la nubecilla de humo.

—Nos tuteamos, si le parece —le sugirió—. Siempre empiezo una conversación seria de este modo. Escupiendo en la cara del otro. Así, las cosas luego salen con más facilidad. Me llamo Martin.

—Yo también —contestó Martin Beck, con tono sombrío. Y al instante añadió—: ¡Lo siento! A lo mejor esto complica las cosas...

Al parecer, el comentario dejó confundido al hombre. Miró a Martin Beck con dureza, como si presintiera alguna traición, y por fin se echó a reír estrepitosamente.

—¡Pues claro! ¡Divertido! ¡Ja, ja, ja!

De repente se quedó en silencio y se inclinó sobre el interfono. Pulsó los botones nerviosamente y musitó:

—Sí, maldita la gracia. —No había el menor atisbo de humor en su voz—. Tráiganme la carpeta del caso Alf Matsson —gritó.

Una señora de mediana edad entró con una carpeta y la dejó sobre el escritorio, delante de él. Ni siquiera se dignó mirarla. Cuando la mujer cerró la puerta, observó a Martin Beck con sus ojos fríos e impersonales, como de pez, y abrió lentamente la carpeta. Contenía una sola hoja de papel, cubierta con notas garabateadas a lápiz.

—Esta es una historia delicada... y tremendamente desagradable —añadió.

—¿De verdad? —dijo Martin Beck—. ¿En qué sentido?

—¿Conoces a Matsson?

Martin Beck negó con la cabeza.

—¿No? Es muy conocido, de veras. Periodista. Trabaja principalmente en revistas y en la televisión. En el cine. Un escritor muy inteligente. Aquí tienes. —Abrió un cajón y buscó en su interior. Luego en otro. Por fin levantó su cartapacio y halló el objeto que buscaba—. Detesto la negligencia —refunfuñó, mirando con rencor hacia la puerta.

Martin Beck estudió el objeto, que resultó ser una ficha cuidadosamente mecanografiada con ciertos datos sobre una persona llamada Alf Matsson. Parecía tratarse, efectivamente, de un periodista, empleado por uno de los principales semanarios, uno que Martin Beck nunca había leído pero que a veces veía con resignada amargura y disgusto en manos de sus hijos. Se decía, además, que Alf Sixten Matsson nació en Gotemburgo en 1934. Sujeta a la ficha con un clip también había una fotografía normal y corriente de pasaporte. Martin Beck inclinó la cabeza y se quedó mirando al joven rubio con bigote, barba corta y bien arreglada, gafas redondas con montura de acero. A juzgar por su rostro, completamente inexpresivo, la foto debía de proceder de un fotomatón. Martin Beck dejó la ficha y se quedó mirando inquisitivamente al hombre pelirrojo.

—Alf Matsson ha desaparecido —dijo con gran énfasis el hombre.

—¿Ah, sí? ¿Y sus pesquisas no han dado resultado?

—No se han llevado a cabo pesquisas. Ni nadie va a hacerlo —replicó el hombre, mirándolo con ojos de maníaco.

Martin Beck, que no se percató de que aquellos ojos acuosos traslucían una voluntad de hierro, arqueó levemente las cejas.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció?

—Diez días.

La respuesta no le sorprendió demasiado. Si aquel hombre hubiera dicho diez minutos o diez años, tampoco le habría conmovido particularmente. Lo único que le sorprendía en aquel momento era el hecho de estar sentado allí y no en una barca de remos frente a una isla. Miró su reloj. Sin duda tendría tiempo de tomar el barco de la tarde.

—Diez días no es mucho —replicó con voz suave.

Entró otro funcionario procedente de una habitación cercana y se metió directamente en la conversación. Debía de haber estado escuchando tras de la puerta. Posiblemente fuera una especie de guardián, pensó Martin Beck.

—En este caso es más que suficiente —explicó el recién llegado—. Las circunstancias son excepcionales. Alf Matsson partió en vuelo a Budapest el 22 de julio, enviado por su revista para escribir un par de artículos. El lunes siguiente iba a llamar a su oficina, aquí en Estocolmo, para dictar el texto de la columna que escribe todas las semanas. Pero no lo hizo. Conviene destacar que Matsson entrega siempre a tiempo, como dicen los periodistas. Dicho de otro modo, nunca se retrasa en la entrega de sus originales. Dos días más tarde, desde la redacción telefonearon al hotel de Budapest, donde contestaron que, efectivamente, se alojaba allí pero que no estaba en aquel momento. El secretario de redacción dejó recado de que Matsson llamase inmediatamente a Estocolmo en cuanto regresara. Esperaron dos días más, pero no tuvieron noticias. Entonces llamaron a su mujer, aquí en Estocolmo. Tampoco ella sabía nada. Esto, en principio, no tiene por qué significar nada, pues están en trámites de divorcio. El pasado sábado nos telefoneó el redactor jefe. Habían vuelto a llamar al hotel y les dijeron que nadie había visto a Matsson desde su última llamada, pero sus pertenencias seguían en la habitación y su pasaporte, en recepción. El lunes pasado, 1 de agosto, nos pusimos en contacto con nuestra embajada. No sabían nada de Matsson. Sin embargo, alargaron un tentáculo, como ellos dicen, hacia la policía húngara, que pareció «no interesada». El martes recibimos la visita del director de la revista. Fue un encuentro muy desagradable.

El pelirrojo había perdido definitivamente el papel de protagonista. Mordió descontento la pipa y dijo:

—Sí, en efecto. Tremendamente desagradable —dijo, confirmando las palabras del otro. Un instante después añadió a modo de explicación—: Este es mi secretario.

—Bueno —prosiguió el secretario—, el resultado de esa conversación fue que ayer nos pusimos en contacto con la policía, de modo no oficial, al más alto nivel, lo cual, a su vez, ha propiciado que usted venga hoy aquí. Por cierto, bienvenido.

Se estrecharon las manos. Martin Beck aún no veía claro el asunto. Se frotó el puente de la nariz con aire pensativo.

—Temo no comprender —dijo—. ¿Por qué la dirección del periódico no ha denunciado el asunto por el cauce ordinario?

—Comprenderá eso en un momento. El redactor jefe y responsable editorial del semanario, que, por cierto, es la misma persona, no quiso dar parte a la policía ni pedir una investigación oficial porque, en tal caso, el asunto habría adquirido notoriedad inmediatamente, y habría llegado al conocimiento del resto de la prensa. Matsson es colaborador de la revista y ha desaparecido en un viaje informativo al extranjero, así que, con razón o sin ella, el semanario considera esta noticia como exclusiva suya. El redactor jefe parece bastante preocupado por Matsson, pero tampoco podía disimular que barruntaba un notición, una de esas exclusivas que hacen crecer la tirada de una publicación, quizás, en cien mil ejemplares. Si usted está al corriente de la línea editorial de esa revista, entonces sabrá... Bueno, lo cierto es que uno de sus corresponsales ha desaparecido y el hecho de que haya ocurrido precisamente en Hungría hace que la noticia resulte más interesante.

—Tras el Telón de Acero —constató el pelirrojo solemnemente.

—Nosotros no usamos esa clase de expresiones—rectificó el otro hombre—. Bien, espero que se dé cuenta de lo que todo esto significa. Si este asunto se denuncia y salta a los periódicos, mal asunto, aunque en tal caso cabe confiar en que el relato guardará las debidas proporciones y se limitará estrictamente a contar los hechos. Pero si la revista se lo guarda todo para sí y lo emplea para sus propios fines, con la intención de crear una corriente de opinión, entonces solo Dios sabe qué... Bueno, dañaría relaciones importantes, a las que nosotros y otras personas hemos dedicado mucho tiempo y esfuerzo. El redactor jefe trajo la copia de un artículo cuando estuvo aquí el lunes. Tuvimos el dudoso placer de leerlo. Si se publica, significará un desastre total en algunos aspectos. Y querían publicarlo en el número de esta semana. Tuvimos que emplear todos nuestros poderes de persuasión y apelar a todos los principios éticos para impedir su publicación. La cosa terminó con un ultimátum del redactor. Si antes de la próxima semana Matsson no da señales de vida, o si nosotros no logramos encontrarlo... Bueno, entonces va a arder Troya.

Martin Beck se frotó las raíces de los cabellos y dijo:.

—Supongo que la revista está investigando por su cuenta.

El secretario miró con aire ausente a su superior, que ahora estaba ocupado en dar furiosas caladas a su pipa.

—Tengo la impresión de que los esfuerzos de la revista en este sentido son más bien modestos. Creo que sus actividades, en lo tocante a este punto, han quedado congeladas hasta nuevo aviso. La verdad es que no tienen la menor duda de dónde se encuentra Matsson.

—Indudablemente, ese hombre parece haber desaparecido —constató Martin Beck.

—Sí, exacto. Es algo muy preocupante.

—Pero no puede haberse esfumado —replicó el hombre pelirrojo.

Martin Beck apoyó el codo izquierdo en el borde de la mesa, cerró la mano y apretó los nudillos contra el puente de la nariz. La imagen de la isla, el vapor y el embarcadero se fue haciendo cada vez más lejana y difusa.

—¿Y dónde entro yo en escena? —preguntó.

—Fue idea nuestra pero, naturalmente, no sabíamos que iba a ser precisamente usted. Nosotros no podemos resolver todo esto, y menos en diez días. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, si el hombre está oculto por alguna razón, se ha suicidado, ha sufrido un accidente o... cualquier otra cosa, entonces es asunto de la policía. Quiero decir que el trabajo solo puede hacerlo un profesional. Así que, de modo no oficial, nos pusimos en contacto con la policía al más alto nivel. Y parece que alguien le ha recomendado a usted. Ahora, en buena medida, todo depende de que usted quiera hacerse cargo del caso. El hecho de que haya venido aquí ya indica que ha sido relevado de sus otros deberes, supongo.

Martin Beck reprimió una carcajada. Ambos funcionarios lo miraron con acritud. Probablemente hallaban inapropiado su comportamiento.

—Sí, es posible que pueda ser relevado —dijo pensando en sus redes y en su barca de remos—. Pero, exactamente, ¿qué creen que puedo hacer yo?

El funcionario se encogió de hombros.

—Ir allí, supongo. Encontrarlo. Puede salir mañana por la mañana si quiere. Ya está todo preparado, a través de nuestros canales. Será traspasado temporalmente a nuestro departamento, pero usted no tiene ningún cometido oficial. Ni que decir tiene que le ayudaremos de todos los modos posibles. Por ejemplo, si quiere puede ponerse en contacto con la policía de allí, o no. Y, como le he dicho, puede partir mañana.

Martin Beck reflexionó.

—Llegado el caso, pasado mañana.

—Está bien.

—Se lo comunicaré a usted esta tarde.

—Pero no lo piense demasiado.

—Le llamaré dentro de una hora. Adiós.

El hombre pelirrojo se apresuró a levantarse y dio la vuelta a su escritorio. Con la mano izquierda dio unas palmadas a Martin Beck en la espalda y con la derecha estrechó su mano.

—Bueno, entonces, adiós. Hasta la vista, Martin. Y haz todo lo posible. Es importante.

—Realmente lo es —añadió el otro hombre.

—Sí —confirmó el pelirrojo—, podríamos hallarnos ante un nuevo caso Wallenberg.

—Teníamos órdenes de no mencionar ese nombre —se lamentó el otro hombre con cara de cansada desesperación.

Martin Beck saludó con un movimiento de cabeza y se marchó.

El hombre que se esfumó

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