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El edificio era viejo y no tenía ascensor. El nombre de Matsson figuraba en la parte superior de la lista de residentes que había en el portal. Tras subir los cinco tramos de la empinada escalera de piedra, Martin Beck jadeaba y su corazón latía acelerado. Esperó un momento antes de llamar al timbre.

La mujer que abrió la puerta era menuda y rubia. Llevaba pantalones y un jersey de punto de algodón; en las comisuras de su boca se dibujaban unas líneas duras. Martin Beck calculó que tendría unos treinta años.

—Entre —le dijo la mujer, abriendo la puerta. Reconoció su voz por la conversación telefónica que habían mantenido una hora antes.

El vestíbulo era grande y carecía de muebles, exceptuando un taburete sin pintar situado junto a la pared. Un niño de unos dos o tres años salió de la cocina. Llevaba en la mano un bollo mordisqueado, avanzó directamente hasta Martin Beck, se detuvo delante de él y alargó un puño pringoso.

—¡Hola! —exclamó.

Luego dio media vuelta y echó a correr hacia el salón. La mujer lo siguió y levantó al niño, que con un glu-glú de satisfacción se había sentado en el único sillón cómodo de la habitación. Entonces, el chiquillo empezó a gritar y ella lo llevó a la habitación de al lado y cerró la puerta. Luego volvió, se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo.

—Quiere hacerme preguntas sobre Alf. ¿Es que le ha ocurrido algo?

Tras un momento de vacilación, Martin Beck se sentó en el sillón.

—Que nosotros sepamos no. Pero, al parecer, lleva un par de semanas sin dar señales de vida. No se ha puesto en contacto con la revista, ni tampoco, que nosotros sepamos, con usted. ¿No se le ocurre dónde puede estar?

—Ni idea. Además, tampoco tiene nada de raro que no se haya puesto en contacto conmigo. La última vez que estuvo aquí fue hace un mes. Y por entonces ya llevábamos un mes sin saber nada de él.

Martin Beck se quedó mirando la puerta cerrada.

—¿Y el niño? No suele...

—Desde que nos separamos no parece muy interesado por su hijo —contestó ella, con cierta amargura—. Nos envía dinero todos los meses, pero es su obligación, ¿no cree?

—¿Gana mucho dinero en la revista?

—Sí, no sé cuánto, pero siempre tiene mucho dinero. Y no es tacaño. A mí nunca me faltó nada, aunque él solo, por su cuenta, gasta mucho. En restaurantes, taxis y cosas por el estilo. Ahora tengo un empleo, así que gano algo de dinero.

—¿Llevan mucho tiempo divorciados?

—No estamos divorciados. Aún no lo hemos tramitado. Él se fue de aquí hace casi ocho meses. Se buscó un piso. Pero antes ya pasaba tanto tiempo fuera de casa que apenas noté la diferencia.

—Supongo que usted conoce sus costumbres: a quién ve, adónde suele ir...

—Ya no. Si he de hablarle con franqueza, no sé en qué anda metido. Antes solía estar con sus colegas. Periodistas y gente así. Se veían en un restaurante llamado Tennstopet. Pero ahora no sé. Quizá tenga otro garito. Además, ese sitio ha cambiado de ubicación o lo han derribado, ¿no es así?

Apagó el cigarrillo en el cenicero y se acercó a la puerta para escuchar. Luego la abrió con precaución. Entró. Salió un instante después, cerrando la puerta con igual cuidado.

—Se ha dormido —dijo.

—Es un niño muy guapo —comentó Martin Beck.

—Sí, muy guapo.

Permanecieron callados un instante; luego, ella dijo:

—Pero Alf había ido a hacer un trabajo a Budapest, ¿no es cierto? Por lo menos, eso es lo que me han dicho. ¿No se habrá quedado allí? ¿O es que se ha ido a otro sitio?

—¿Acostumbraba a hacer eso cuando salía en viaje de trabajo?

—No —contestó ella sin mucha convicción—. No, no solía hacerlo. No es un hombre especialmente formal y bebe mucho, pero mientras vivimos juntos nunca descuidó su trabajo. Por ejemplo, era terriblemente escrupuloso en lo de entregar sus originales en la fecha prometida. Cuando vivía aquí, a menudo se quedaba trabajando hasta altas horas de la noche para terminar a tiempo sus artículos.

Se quedó mirando a Martin Beck. Por primera vez durante la conversación advirtió una vaga inquietud en sus ojos.

—La verdad, parece raro que no se haya puesto en contacto con la revista, ¿no? ¿Y si le ha ocurrido algo?

—¿Tiene alguna idea de qué puede haberle sucedido?

Ella negó con la cabeza.

—Ninguna.

—Antes usted dijo que bebe. ¿Bebe mucho?

—Sí, a veces. En los últimos meses en que vivió aquí, a menudo volvía a casa borracho. Eso, cuando llegaba.

En las comisuras de su boca volvió a aparecer una mueca amarga.

—Pero ¿afectó eso a su trabajo?

—No, realmente no. O al menos no mucho. Cuando empezó a trabajar para ese semanario, le hacían encargos especiales. Reportajes de viajes y cosas así. Entretanto no tenía mucho que hacer y estaba libre a menudo. No tenía que pasar mucho rato en la redacción. Entonces bebía. A veces se pasaba días y días sentado en aquel bar.

—Entiendo —dijo Martin Beck—. ¿Puede darme los nombres de los que solían estar con él?

Le dio los nombres de tres periodistas, desconocidos para él. Martin Beck los apuntó en un recibo de taxi que encontró en su bolsillo. Ella lo miró y dijo:

—Creía que los policías llevaban siempre pequeños cuadernos de notas con tapa negra en los que lo apuntaban todo. Pero quizás eso ocurra solo en las novelas y las películas.

Martin Beck se levantó.

—Si tiene alguna noticia de él, le agradecería que me llamase —dijo ella.

—Por supuesto —respondió Martin Beck.

Ya en el vestíbulo, le preguntó:

—¿Dónde dijo usted que vivía ahora?

—En Fleminggatan, número 34. Pero no se lo he dicho.

—¿Tiene usted llave?

—Pues no. Ni siquiera he estado allí.

El hombre que se esfumó

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