Читать книгу El hombre del balcón - Maj Sjowall - Страница 10

7

Оглавление

Cuando Kollberg y Rönn llegaron al lugar del crimen, en Vanadislunden, la zona que había detrás del depósito de agua estaba bien acordonada. El fotógrafo había concluido su trabajo y el médico realizaba un primer examen rutinario del cadáver.

El suelo seguía húmedo; las únicas huellas visibles en torno al cuerpo parecían frescas y, con toda probabilidad, fueran de los hombres que habían descubierto el cadáver. Los zuecos de la niña yacían un poco más abajo, junto a la valla de madera roja.

Cuando el médico hubo terminado, Kollberg se acercó y le preguntó:

—Entonces ¿qué?

—Estrangulada —dijo el médico—. Algún tipo de violación. Quizás.

Se encogió de hombros.

—¿Cuándo?

—En algún momento de la pasada noche. Averigua cuándo cenó y qué.

—Sí, ya sé. ¿Crees que el crimen se produjo aquí?

—No veo nada que indique lo contrario —respondió el médico.

—Pues no —asintió Kollberg—. ¡Hay que joderse! ¡Con lo que ha llovido!

—Sí —dijo el médico y continuó hacia su coche.

Kollberg se quedó media hora más, luego se fue con una patrulla del noveno distrito hasta la comisaría de Surbrunnsgatan.

Cuando Kollberg entró en el despacho del comisario, este estaba sentado ante su escritorio, leyendo un informe. Saludó y dejó a un lado el escrito. Señaló una silla. Kollberg tomó asiento y dijo:

—Una historia espantosa.

—Sí —dijo el comisario—. ¿Habéis encontrado algo?

—Que yo sepa, no. Supongo que la lluvia lo ha echado casi todo a perder.

—¿Cuándo crees que ocurrió? Tuvimos un atraco allí anoche, como sabes. Precisamente estaba leyendo el informe ahora mismo.

—Pues no sé —contestó Kollberg—. Ya veremos cuando podamos moverla.

—¿Crees que podría tratarse del mismo tipo? ¿Que ella lo viera o algo así...?

—Si la han violado, dudo que sea el mismo tipo. Un atracador que, encima, resulta un violador... mira, me parece demasiado —dijo Kollberg.

—¿Violada? ¿Lo ha dicho el médico?

—No excluyó la posibilidad.

Kollberg suspiró y se frotó la barbilla.

—Los chicos que me trajeron aquí decían que sabéis quién es la niña —añadió.

—Sí —admitió el comisario—. Parece que sí. Granlund acaba de identificarla gracias a una foto que la madre nos dejó anoche.

El comisario abrió una carpeta, sacó una foto de aficionado y se la dio a Kollberg. En la fotografía, la niña que ahora yacía muerta en Vanadislunden aparecía apoyada contra un árbol, riendo de cara al sol. Kollberg asintió con la cabeza y devolvió la foto.

—¿Los padres saben que...?

—No —contestó el comisario.

Arrancó una hoja del cuaderno que tenía delante y se la entregó a Kollberg.

—Señora Karin Carlsson, Sveavägen, 83 —leyó Kollberg en voz alta.

—La niña se llamaba Eva —dijo el comisario—. Será mejor que alguien... que tú vayas allí. Ahora. Antes de que se enteren de alguna otra forma más desagradable.

—¿No crees que así ya es lo bastante desagradable? —suspiró Kollberg.

El comisario lo miró seriamente, pero no dijo nada.

—Por cierto, pensaba que este distrito era tuyo —protestó Kollberg.

Pero luego se levantó y dijo:

—Vale, vale, ya voy. Alguien tiene que hacerlo.

Una vez en la puerta, se volvió y añadió:

—No me extraña que falte gente en el cuerpo, para meterse a madero hay que estar chiflado.

Como había dejado el coche junto a la iglesia de Stefan, decidió caminar hasta Sveavägen. Además, necesitaba tomarse un poco más de tiempo antes de enfrentarse a los padres de la niña.

Hacía sol y todos los rastros de la lluvia de la noche anterior se habían secado ya. Kollberg experimentó un ligero mareo al pensar en la tarea que tenía por delante: incómoda, por decirlo de algún modo. Ya se había visto obligado a desempeñar misiones parecidas, pero esta vez se trataba de una niña y sufría más que nunca. «Ojalá estuviera Martin», se dijo, «estas cosas se le dan mucho mejor que a mí». Pero luego recordó lo deprimido que Martin Beck solía ponerse en situaciones semejantes y retomó el hilo de su pensamiento: «¡Bah, esto resulta igual de difícil para cualquiera que se vea obligado a hacerlo!».

La niña muerta residía en un edificio situado frente a Vanadislunden, en la manzana que había entre Surbrunnsgatan y Frejgatan. El ascensor no funcionaba y tuvo que subir andando los cinco tramos de escalera. Antes de llamar al timbre, se detuvo un momento para recuperar el aliento.

La mujer abrió casi al momento. Llevaba una bata marrón y sandalias. Sus cabellos rubios aparecían despeinados y en desorden, como si hubiera estado pasándose los dedos por el pelo una y otra vez. Cuando miró a Kollberg, su expresión oscilaba entre la decepción, la esperanza y el desasosiego.

Kollberg mostró su identificación, y ella le observó con mirada inquisitiva y desesperada.

—¿Puedo pasar?

La mujer abrió la puerta y se hizo a un lado.

—¿No la habéis encontrado? —preguntó.

Kollberg, sin responder, se limitó a entrar en el piso, que parecía constar de dos habitaciones. En la exterior había una cama, estanterías, un escritorio, un televisor, una cómoda y dos sillones a cada lado de una mesa baja de teca. La cama estaba hecha, seguramente porque nadie había dormido allí la noche anterior. Sobre la colcha azul había una maleta abierta; al lado, montones de ropa pulcramente doblada. Por encima de la tapa de la maleta colgaba un par de vestidos de algodón recién planchados. La puerta de la habitación interior estaba abierta y dejaba entrever una estantería pintada de azul con libros, juguetes y, encima, un oso de peluche blanco.

—¿Podemos sentarnos? —le sugirió Kollberg, tomando asiento en uno de los sillones.

La mujer permaneció de pie y dijo:

—¿Qué ha pasado? ¿La habéis encontrado?

Kollberg vio la angustia y el pánico en su mirada; intentó mantenerse completamente tranquilo.

—Sí —respondió—. Siéntese, por favor, señora Carlsson. ¿Dónde está su marido?

Ella se sentó en el sillón situado frente a Kollberg y dijo:

—No tengo marido. Nos hemos divorciado. ¿Dónde está Eva? ¿Qué ha pasado?

—Señora Carlsson —respondió Kollberg—, siento mucho tener que decirle esto. Su hija ha muerto.

La mujer lo miró fijamente.

—No —dijo—. No.

Kollberg se levantó y se acercó a ella.

—¿No hay nadie que pueda acompañarla? ¿Tal vez sus padres?

La mujer negó con la cabeza.

—No es verdad—insistió.

Kollberg puso la mano sobre su hombro.

—Lo siento mucho, señora Carlsson —dijo débilmente.

—Pero... ¿cómo...? ¡Íbamos a ir al campo...!

—Todavía no lo sabemos —señaló Kollberg—. Creemos que... cayó en manos de alguien.

—¿La han matado? ¿Asesinado?

Kollberg asintió.

La mujer cerró los ojos y permaneció perfectamente quieta. Luego volvió a abrirlos, mientras movía la cabeza en señal de negación.

—Eva, no —reiteró—. No es Eva. No han... se han equivocado.

—No —dijo Kollberg—. Lo lamento mucho, señora Carlsson. ¿No hay nadie a quien podamos llamar? ¿Alguien a quien pedirle que venga? ¿Sus padres o algún familiar?

—No, no, a ellos, no. No quiero que venga nadie.

—¿Su exmarido, quizás?

—Vive en Malmö, según creo.

Tenía el rostro lívido y su mirada parecía vacía. Kollberg comprendió que la mujer aún no lograba asimilar lo sucedido, que había construido dentro de sí una barrera para impedir que la verdad la alcanzase. Conocía este tipo de reacción y sabía que, cuando ya no pudiese resistir más, se derrumbaría.

—¿A qué médico suele acudir, señora Carlsson? —preguntó Kollberg.

—El doctor Ström. Estuvimos el miércoles. Eva llevaba varios días con dolor de estómago y, como nos íbamos al campo, me pareció que lo mejor sería...

Se interrumpió y miró hacia la otra habitación.

—Eva no suele ponerse nunca enferma. Y luego se le pasó. El doctor pensaba que se trataba de alguna infección estomacal sin importancia. Una gastroenteritis.

Permaneció callada un rato. Luego murmuró, en voz tan baja que Kollberg apenas pudo percibir las palabras:

—Ahora ya está bien.

Kollberg la miró. Se sentía impotente y absurdo. No sabía qué decir ni qué hacer. Ella seguía mirando hacia la puerta abierta de la otra habitación. Kollberg buscó desesperadamente algo que decir. De repente, la mujer se levantó y gritó el nombre de la hija en voz alta y estridente. Luego se fue corriendo a la otra habitación. Kollberg la siguió.

La habitación era luminosa y estaba amueblada con encanto. En un rincón había una caja pintada de rojo, llena de juguetes. Al pie de la estrecha cama se veía una antigua casa de muñecas. Sobre la mesa, una pila de libros de texto.

La mujer se había sentado en el borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y se cubría la cara con las manos. Mecía el cuerpo adelante y atrás. Kollberg no pudo oír si lloraba.

Se quedó mirándola un momento y luego volvió al recibidor, donde había visto el teléfono. Junto a él había una agenda telefónica, en la que efectivamente halló anotado el número del doctor Ström.

El médico escuchó las explicaciones de Kollberg y prometió estar allí al cabo de cinco minutos.

Kollberg volvió junto a la mujer, que permanecía en la misma posición. Seguía encerrada en su mutismo. Kollberg se sentó a su lado a esperar. Al principio, no se decidía a tocarla, pero al cabo de un rato le pasó el brazo por la espalda con cuidado. Ella no parecía advertir su presencia.

Así permanecieron hasta que el médico rompió el silencio llamando al timbre de la puerta.

El hombre del balcón

Подняться наверх