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Hay momentos y situaciones que uno quisiera evitar a toda costa, pero que no admiten demora. Probablemente sea verdad que los policías se ven envueltos en esta clase de situaciones más a menudo que otras personas. Y no cabe la menor duda de que a algunos de ellos, se les presentan incluso en mayor medida.

Tomar declaración a una mujer llamada Karin Carlsson, que menos de veinticuatro horas antes ha sido informada de que su hija de ocho años ha muerto estrangulada por un pervertido sexual, es claramente una situación de este tipo. Una mujer sola que no ha logrado sobreponerse al shock, a pesar de las inyecciones y pastillas, y cuya apatía se manifiesta en el hecho de que siga vistiendo la misma bata marrón de algodón y las mismas sandalias que llevaba cuando, veinticuatro horas antes, llamó a su puerta un policía gordo al que nunca había visto ni jamás volvería a ver. He aquí el momento inmediatamente anterior al inicio de un interrogatorio de dichas características.

Uno es comisario de la Brigada Nacional de Homicidios y sabe que esta conversación no puede aplazarse, ni menos aún evitarse, porque aparte de esta testigo, no hay una sola línea de investigación viable, ni una sola pista. Porque el informe de la autopsia aún no está terminado. Y, además, porque uno ya sabe, a grandes rasgos, lo que contendrá ese informe.

Veinticuatro horas antes, Martin Beck se hallaba sentado en la popa de una barca, recogiendo redes de pesca que él y Ahlberg habían colocado por la mañana temprano. Ahora estaba de pie en mitad de un despacho, en el centro de operaciones de Kungsholmsgatan, con el codo derecho apoyado en un archivador, y se sentía tan mal que no tenía ganas ni de sentarse.

Les había parecido oportuno que la declaración la tomara una mujer, una subinspectora primera adscrita a la brigada antivicio. Tenía cuarenta y cinco años y se llamaba Sylvia Granberg. De alguna manera, la elección resultó muy afortunada. Sentada a la mesa, frente a la mujer de la bata marrón de algodón, parecía igual de impasible que el magnetófono que acababa de poner en funcionamiento.

Cuarenta minutos más tarde, en el momento de apagar el aparato, no había experimentado ningún cambio notable, ni había vacilado en ningún momento a la hora de formular sus preguntas. Martin Beck reparó en ello un poco más tarde, cuando escuchó la grabación en compañía de Kollberg y un par de personas más.

GRANBERG: Sé que esto le resulta difícil, señora Carlsson, pero desgraciadamente nos vemos en la obligación de hacerle algunas preguntas.

TESTIGO: Sí.

G.: Usted se llama, pues, Karin Elisabet Carlsson.

T.: Sí.

G.: ¿Cuándo nació?

T.: El sie... mil novecien...

G.: Por favor, al responder, ¿le importaría dirigir la cabeza al magnetófono?

T.: El 7 de abril de 1937.

G.: ¿Y su estado civil?

T.: Qué... yo...

G.: Me refiero a si es soltera, está casada o divorciada.

T.: Divorciada.

G.: ¿Desde cuándo?

T.: Desde hace seis... casi siete años.

G.: ¿Y cómo se llama su exmarido?

T.: Sigvard Erik Bertil Carlsson.

G.: ¿Dónde vive?

T.: En Malmö... es decir, está empadronado allí... creo.

G.: ¿Lo cree? ¿No lo sabe?

MARTIN BECK: Es marinero. Aún no hemos podido localizarle.

G.: ¿No tenía su exmarido la obligación de pagar la manutención de la niña?

M. B.: Sí, por supuesto, pero parece que llevaba años sin hacerlo.

T.: Él, en realidad... Nunca se preocupaba mucho por Eva.

G.: ¿Y su hija se llamaba Eva Carlsson? ¿No tiene más nombres?

T.: No.

G.: ¿Y nació el 5 de febrero de 1959?

T.: Sí.

G.: ¿Quiere hacer el favor de contar con toda la exactitud de que sea capaz lo sucedido el viernes por la tarde?

T.: ¿Lo sucedido?... No sucedió nada. Eva... salió.

G.: ¿A qué hora?

T.: Sobre las siete. Estuvo viendo la tele, luego cenamos y...

G.: ¿A qué hora cenaron?

T.: A las seis. Siempre cenábamos a las seis, cuando yo llegaba a casa. Trabajo en una fábrica que hace pantallas para lámparas. De vuelta a casa, paso a recoger a Eva por el centro infantil. Va allí sola, después del colegio... Luego hacemos la compra juntas por el camino.

G.: ¿Qué cenó?

T.: Albóndigas... ¿Me puede dar un poco de agua?

G.: Claro. Tenga.

T.: Gracias. Albóndigas y puré de patata. Y de postre, tomamos helado.

G.: ¿Y qué bebió?

T.: Leche.

G.: ¿Qué hicieron después?

T.: Vimos un poco la tele... ponían un programa infantil.

G.: Y a las siete, por tanto, o un poco después, ¿salió?

T.: Sí, para entonces había dejado de llover. Y empezaron las noticias en la tele. No le interesan mucho.

G.: Salió sola...

T.: Sí. Todavía había mucha luz y las vacaciones acababan de empezar. Yo la dejaba estar fuera, jugando, hasta las ocho. ¿Le parece un... descuido por mi parte?

G.: Claro que no. En absoluto. Luego, ¿no la volvió a ver?

T.: No... No hasta... no, no puedo...

G.: ¿La identificación? No hablemos de eso. ¿A qué hora empezó a preocuparse?

T.: No lo sé. Estaba preocupada todo el tiempo. Siempre me preocupo si no está en casa. Ella es todo cuanto...

G: ¿Pero a qué hora empezó a buscarla?

T.: No antes de las ocho y media. A veces, se distrae. Se queda con alguna amiga y se le olvida mirar el reloj. Ya sabe, los niños, cuando juegan...

G.: Sí, claro. Entiendo. ¿Cuándo empezó a buscarla?

T.: Sobre las nueve menos cuarto. Conozco a dos amigas de la misma edad con las que solía estar. Llamé a casa de los padres de una de ellas, pero nadie cogió el teléfono.

M. B.: Están de viaje. Se han ido a pasar el fin de semana a su casa de campo.

T.: No lo sabía. Eva tampoco, no creo.

G.: ¿Y qué hizo luego?

T.: Los padres de la otra niña no tienen teléfono, así que fui a su casa.

G.: ¿A qué hora?

T.: Debió de ser pasadas las nueve, porque el portal estaba cerrado con llave y tuve que esperar un rato hasta que vino alguien. Me dijeron que Eva había estado allí poco después de las siete, pero que no dejaron a su hija salir a jugar con ella. El padre dijo que no eran horas para que las niñas pequeñas estuviesen en la calle. (Pausa.) ¡Dios mío! ¡Si yo también hubiera...! Pero había tanta luz y gente por todas partes. Si solo...

G.: ¿Su hija salió de esa casa enseguida?

T.: Sí, dijo que se iba al parque infantil.

G.: ¿A qué parque infantil cree usted que se refería?

T.: Al de Vanadislunden, al lado de Sveavägen. Siempre iba allí.

G.: ¿No puede haberse referido al otro, al de arriba, junto al depósito de agua?

T.: No creo. Allí no iba nunca. Y, desde luego, no sola.

G.: ¿Pudo haberse encontrado con otros amigos?

T.: No conozco a nadie más. Siempre solía jugar con esas dos niñas.

G.: Cuando no la encontró en casa de la segunda amiga, ¿qué hizo?

T.: Me... me fui al parque infantil de Sveavägen. No había nadie.

G.: ¿Y luego?

T.: No sabía qué hacer. Volví a casa a esperar. Me puse en la ventana, a ver si la veía.

G.: ¿Cuándo llamó a la policía?

T.: Más tarde. A las diez y cinco, o a y diez, vi un coche patrulla, que paró delante del parque. Luego, llegó una ambulancia. Para entonces, ya se había puesto a llover otra vez. Me puse el abrigo y me acerqué corriendo. Yo... hablé con un policía que estaba allí, pero me dijo que se trataba de una mujer mayor.

G.: Luego, ¿regresó a casa?

T.: Sí... y entonces vi que había luz. ¡Me alegré tanto! ¡Pensé que había vuelto! Pero fui yo misma, que me la había dejado encendida.

G.: ¿A qué hora llamó a la policía?

T.: A las diez y media ya no aguantaba más. Llamé a una amiga, una compañera de trabajo. Vive en Hökarängen. Me dijo que llamara a la policía enseguida.

G.: Según la información de que disponemos, usted llamó a las once menos diez.

T.: Sí. Y luego me fui a la comisaría. La que hay en Surbrunnsgatan. Todos fueron muy amables conmigo. Les conté el aspecto que tiene... que tenía Eva y la ropa que llevaba. Y les enseñé una foto para que vieran cómo era. Fueron muy amables. El policía que redactó el informe me dijo que muchos niños se pierden o se quedan más tiempo en casa de algún amigo, pero que todos suelen aparecer pasadas unas horas. Y...

G.: ¿Sí?

T.: Y me dijo que, de haber ocurrido algún accidente, o lo que fuera, ellos ya lo habrían sabido.

G.: ¿A qué hora volvió a casa?

T.: Pasadas las doce. Estuve levantada esperando... toda la noche. Confiaba en que me llamara alguien. La policía. Tenían mi número de teléfono, pero nadie llamó. De todos modos, yo les volví a llamar. Pero el que se puso dijo que tenía apuntado mi número y me aseguró que telefonearía enseguida si... (Pausa.) Pero no lo hizo nadie. Nadie. Por la mañana, tampoco. Y luego, llegó un policía de paisano y... dijo... dijo que...

G.: No creo que haga falta que sigamos con esto.

T.: ¿No? Vale.

M. B.: Su hija había sido acosada en alguna otra ocasión por individuos, digámoslo así, poco recomendables, ¿no?

T.: Sí, el otoño pasado. Dos veces. Ella creía saber quién era. Uno que vive en la misma casa que Eivor, la amiga que no tiene teléfono.

M. B.: ¿La que vive en Hagagatan?

T.: Sí. Lo denuncié a la policía. Estuvimos aquí arriba, en este edificio, y Eva se lo contó a una señora. Además, estuvo mirando fotografías en un montón de álbumes.

G.: Está fichado. Ya hemos sacado el expediente.

M. B.: Ya lo sé. Pero lo que quería preguntar es si Eva volvió a ser acosada por aquel individuo en algún otro momento, tras la denuncia.

T.: No. Que yo sepa, no. No me ha dicho nada... y siempre suele contármelo todo...

G.: Bueno, señora Carlsson, eso es todo.

T.: ¿Sí? Vale.

G.: Perdone que le pregunte, pero ¿adónde piensa ir ahora?

T.: No lo sé. A casa, no...

G.: La acompaño a la salida, así podemos hablar de ello por el camino. Ya se nos ocurrirá algo.

T.: Gracias. Es muy amable.

Kollberg apagó el magnetófono, clavó una mirada sombría a Martin Beck y dijo:

—Ese cabrón que la molestó el otoño pasado...

—¿Sí?

—Rönn se está ocupando de él abajo. Fuimos a buscarlo enseguida. Ayer, al mediodía.

—¿Y bien?

—De momento, se trata solo de un triunfo de la técnica informática. El tío no hace más que lloriquear, insistiendo en que no ha sido él.

—Y eso, ¿qué prueba?

—Nada, claro. Tampoco tiene coartada. Dice que estaba en casa durmiendo, en su apartamento de Hagagatan. No se acuerda muy bien, dice.

—¿No se acuerda?

—Está totalmente alcoholizado —siguió Kollberg—. Lo que sí sabemos es que estuvo en Röda Berget empinando el codo hasta que lo echaron, a eso de las seis. El asunto no se le presenta demasiado favorable.

—¿Qué hizo la última vez?

—Según tengo entendido, es un exhibicionista normal y corriente. Tengo la cinta de la declaración que hizo aquí la niña. Otro triunfo de la tecnología.

Se abrió la puerta y entró Rönn.

—¿Qué hay? —preguntó Kollberg.

—Nada, de momento. Hay que dejarle descansar un poco. Parece completamente agotado.

—Tú, también —dijo Kollberg.

Estaba en lo cierto, pues Rönn tenía la frente y las mejillas muy pálidas, los ojos hinchados y los bordes de los párpados rojos.

—¿Qué impresión te da? —preguntó Martin Beck.

—Ninguna —replicó Rönn—. No sé. Oye, creo que he debido de pillar algo.

—Luego —dijo Kollberg—. Ahora no. ¿Escuchamos la cinta?

Martin Beck asintió con la cabeza. La bobina del magnetófono volvió a dar vueltas. Se oyó una voz agradable de mujer:

—Interrogatorio con Eva Carlsson, nacida el 5 de febrero de 1959. Interrogadora: la subinspectora Sonja Hansson.

Tanto Martin Beck como Kollberg fruncieron el ceño y perdieron el hilo de las primeras palabras.

Reconocieron de sobra tanto el nombre como la voz. A Sonja Hansson habían estado a punto de matarla dos años y medio atrás, mientras ellos la empleaban como cebo en una trampa policial.

—Es un milagro que se haya quedado en el cuerpo —dijo Kollberg.

—Sí —asintió Martin Beck.

—Calla, no oigo nada —se quejó Rönn.

Rönn no había participado en aquella investigación.

—¿... y entonces ese señor se acercó a ti?

—Sí, Eivor y yo estábamos en la parada del autobús.

—¿Y qué hizo?

—Olía mal y andaba raro, y luego dijo... una cosa muy extraña.

—¿Te acuerdas de lo que dijo?

—Sí, dijo: «¡Hola, chavalas! ¿Me hacéis una pajita por un billete de cinco?».

—Oye, Eva, ¿tú sabes lo que quería decir con eso?

—No, era realmente muy extraño. Yo sí sé lo que es una pajita, como en las heladerías. Pero nosotras no sabemos hacer eso. Es que no teníamos nada para hacer una pajita.

—Entonces ¿qué hicisteis? Después de que os dijera eso...

—Es que lo dijo muchas veces. Y luego se iba y nosotras íbamos detrás, sin que se diera cuenta.

—¿Le perseguíais?

—Sí, íbamos detrás de él. Como en el cine o en la tele.

—¿Cómo os atrevisteis?

—¡Bah! ¡No nos daba miedo!

—Pues yo creo que deberíais tener mucho cuidado con ese tipo de señores.

—¡Bah!, él no nos da miedo.

—¿Visteis adónde iba, entonces?

—Sí, se metió en la casa donde vive Eivor y, dos escaleras más arriba de la casa de Eivor, sacó una llave y entró.

—¿Volvisteis a casa luego?

—Qué va. Subimos detrás de él, a escondidas, para ver su puerta. Porque allí ponía cómo se llamaba.

—Entiendo. ¿Y qué ponía?

—«Eriksson», creo. También escuchamos por el buzón. Oímos que hablaba como murmurando.

—¿Se lo contaste todo a tu madre?

—¡Bah! ¡Si no fue nada! Aunque era muy raro, la verdad.

—Pero lo de ayer sí se lo contaste, ¿no?

—Sí, lo de las vacas, sí.

—¿Se trataba del mismo señor?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Casi.

—¿Cuántos años crees que tiene ese hombre?

—Pues, por lo menos, veinte años o más.

—¿Cuántos años crees que tengo yo?

—Bueno, tú unos cuarenta. O cincuenta.

—¿Tú crees que ese señor es mayor que yo o más joven que yo?

—¡Uy, mucho mayor! ¡Pero mucho mayor! ¿Cuántos años tienes?

—Veintiocho. Bueno, Eva, ¿me quieres contar lo que pasó ayer?

—Sí, Eivor y yo estábamos jugando a la rayuela delante del portal y entonces él vino, se puso en medio de las dos y dijo que si queríamos subir a su casa a ver cómo ordeñaba sus vacas.

—Vale, de acuerdo. Y luego, ¿qué hizo?

—¡Bah!, yo no me creo que tenga vacas en casa. ¡Vacas de verdad!

—¿Y qué le contestasteis, tú y Eivor?

—No le dijimos nada, pero después Eivor dijo que se le había soltado la cinta del pelo y que no quería ir a casa de nadie, porque le daba mucha vergüenza.

—Y entonces ¿el señor se fue a su casa?

—No, dijo que, en ese caso, iba a ordeñar sus vacas allí mismo. Y luego, se desabrochó los pantalones y...

—¿Y?

—Oye, si a Eivor no se le hubiese deshecho la cinta del pelo, ¿nos habría matado? ¡Qué emocionante!

—Pues no, no creo. Pero decías que el señor se desabrochó los pantalones...

—Sí, y luego se sacó eso... la cosa que tienen los señores para hacer pipí...

La clara voz infantil se interrumpió en el momento en que Kollberg estiró la mano y apagó el magnetófono.

Martin Beck lo observó. Tenía la cabeza apoyada en la mano izquierda y se frotaba el puente de la nariz con los nudillos.

—Lo curioso de todo esto... —empezó Rönn.

—¡Qué coño estás diciendo! —le espetó Kollberg.

—Pues que ahora confiesa. La última vez, lo negó todo rotundamente. Las niñas se mostraron cada vez más inseguras a la hora de identificarlo y el asunto quedó en nada. Pero ahora, en cambio, lo confiesa. Dice que estaba borracho en las dos ocasiones, que, si no, no lo habría hecho.

—Así que ahora lo confiesa —dijo Kollberg.

—Sí.

Martin Beck echó una mirada inquisitiva a Kollberg. Luego, se dirigió a Rönn y le preguntó:

—¿No has dormido esta noche, ¿verdad?

—No.

—Pues creo que deberías irte a casa a descansar.

—¿Vamos a soltarlo?

—No, hombre, no —replicó Kollberg—. No lo vamos a soltar.

El hombre del balcón

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