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Martin Beck llegó a la estación central diecinueve minutos antes de que saliese el tren, así que decidió emplear el tiempo de espera en realizar dos llamadas.

Primero a casa.

—¿No te has ido todavía? —dijo su mujer.

Ignoró la pregunta retórica y se contentó con decir:

—Me alojaré en un hotel que se llama Palace. Creí que debías saberlo.

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?

—Una semana.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Una buena pregunta. «Por lo menos, no era tonta», pensó Martin Beck.

—Besa a los niños de mi parte.

Meditó un momento y añadió:

—Y cuídate.

—Gracias —contestó ella fríamente.

Colgó y buscó otra moneda en el bolsillo. Había cola delante de las cabinas, y cuando introdujo la moneda en la ranura y marcó el número de la jefatura sur de policía, los primeros de la fila lo miraron de reojo, con fastidio y desconfianza. Pasó algún minuto antes de que se pusiera Kollberg.

—Hola. Solo quería asegurarme de que habías vuelto.

—Muy considerado —dijo Kollberg—. ¿Aún no te has ido?

—¿Cómo está Gun?

—Bien. Bueno, claro, ¡hecha una cabina telefónica!

Gun era la mujer de Kollberg y esperaba dar a luz hacia finales de agosto o principios de septiembre.

—Volveré dentro de una semana.

—Ya me lo han dicho. Por cierto, entonces ya no estaré de servicio por aquí.

Se produjo un silencio. Luego Kollberg añadió:

—¿Y qué se te ha perdido a ti en Motala?

—Ese viejo...

—¿Qué viejo?

—Un chatarrero que se abrasó ayer. ¿No has...?

—Lo he visto en los periódicos. ¿Y qué?

—Pues voy a echar un vistazo.

—¿Es que no pueden resolver solos un simple caso de incendio?

—La verdad es que han pedido...

—Un momento —dijo Kollberg—. Puede que tu mujer se lo trague, pero a mí no me engañas. Además, sé muy bien qué es lo que han pedido y quién lo ha hecho. Vamos a ver, ¿quién es el jefe de la sección de investigación en Motala?

—Ahlberg, pero...

—Exacto. Y también sé que has cogido cinco días de vacaciones la próxima semana. Así que vas a Motala para tomarte unas copas en el Stadshotellet con Ahlberg. ¿A que sí?

—Bueno, pero...

—Buena suerte —concluyó Kollberg cordialmente—. Cuídate.

—Gracias.

Martin Beck colgó. El primero de la cola pasó junto a él sin ningún miramiento, abriéndose paso a codazos. Martin Beck se encogió de hombros y se dirigió a la sala de la estación.

Kollberg tenía razón en parte. El hecho en sí no importaba, pero a pesar de ello le resultaba fastidioso que descubrieran sus intenciones con tanta facilidad. Kollberg y él habían conocido a Ahlberg tres veranos atrás, mientras investigaban un asesinato. La pesquisa fue larga y difícil, y durante ese tiempo llegaron a hacerse buenos amigos. De no haber sido así, con toda seguridad ni Ahlberg habría pedido asistencia a la Dirección General de Policía, ni él mismo hubiese dedicado una sola mañana al caso.

Según el reloj de la estación, las dos llamadas le habían llevado exactamente cuatro minutos, así que aún quedaban quince para la salida del tren. Como siempre, la estación era un hervidero de gente de todo tipo.

Se quedó parado maleta en mano, con una sensación de malestar general. Era un hombre alto, de rostro enjuto, frente ancha y mandíbula fuerte. La mayor parte de quienes lo vieran sin duda lo tomarían por un provinciano atribulado, recién llegado al hormiguero de la gran urbe.

—Oye, tío —le susurró alguien con voz ronca.

Se dio la vuelta y contempló a la persona que acababa de dirigirse a él. Una chica de unos catorce años, con el pelo rubio lacio y un vestido corto de tela estampada al estilo batik. Iba descalza y bastante desaseada. Era algo más joven que su hija y estaba más o menos igual de desarrollada. En su mano derecha, ahuecada, sostenía una tira con cuatro fotografías, que le permitió entrever.

Era fácil averiguar la procedencia de las fotos. La chica había entrado en uno de los fotomatones en la planta de arriba del metro y, tras ponerse de rodillas en el taburete con el vestido subido hasta las axilas, se puso a echar monedas por la ranura.

La orden de cortar las cortinas de los fotomatones a la altura de las rodillas, cursada hacía ya tiempo, no parecía haber resuelto el problema. Miró las fotos y pensó que ahora las crías se desarrollaban antes. Además, pasaban olímpicamente de llevar ropa interior. No obstante, el resultado no estaba muy logrado desde el punto de vista técnico.

—Veinticinco pavos —dijo la niña esperanzada.

Martin Beck miró irritado en torno y descubrió a dos agentes uniformados al otro lado del vestíbulo. Se acercó a ellos. Uno lo reconoció y lo saludó marcialmente.

—¿No podéis controlar a los críos de por aquí? —se quejó Martin Beck enfadado.

—Hacemos lo que podemos, señor comisario.

El policía que contestó era el mismo que lo había saludado, un hombre muy joven de ojos azules y barba rubia, muy cuidada.

Sin responder, Martin Beck se dirigió hacia las puertas acristaladas que daban acceso a los andenes. La chica del vestido de batik se había retirado al otro extremo del vestíbulo y miraba las fotos a hurtadillas, como si sospechara que algo en su aspecto no estaba del todo bien.

Sin duda, no pasaría mucho tiempo antes de que algún idiota le comprara las fotos.

Luego ella se iría a Humlegården o Mariatorget, a gastarse el dinero en pastillas o marihuana. Tal vez, LSD.

El policía que lo había reconocido llevaba barba. Veinticuatro años atrás, cuando Martin Beck ingresó en el cuerpo, los agentes no llevaban barba.

Por cierto, el otro agente, el que iba sin barba, ¿por qué no lo había saludado? ¿Acaso no lo reconocía?

Veinticuatro años atrás, los policías saludaban a la gente que se les acercaba, fueran o no comisarios. ¿No era cierto? Por aquel entonces, las chicas de catorce años no se hacían fotos desnudas en fotomatones para luego vendérselas a comisarios de policía y conseguir un dinero extra para comprar droga.

Por lo demás, estaba descontento con su nuevo título, recibido a principios de año, como también con su nuevo despacho en la jefatura sur, en la ruidosa zona industrial de Västberga. También le disgustaba la desconfianza de su mujer, y el hecho de que alguien como Gunvald Larsson pudiera llegar a ser subinspector primero de la policía criminal.

Martin Beck estaba sentado junto a la ventana, en su compartimento de primera clase, meditando sobre todo ello.

Antes de tomar el túnel en dirección al sur, el tren pasó por el Ayuntamiento y pudo ver el barco de vapor Mariefred, uno de los últimos que aún recorrían Gripsholm, y el edificio de la editorial Norstedt. De vuelta a la luz, contempló el agradable verdor de Tantolunden, un parque que pronto le iba a provocar pesadillas, y escuchó el eco de las ruedas mientras cruzaba el puente.

Cuando el tren se detuvo en Södertälje, Martin Beck se encontraba de mejor humor. Compró una botella de agua mineral y un sándwich de queso, algo pasado, en el cajón de hojalata sobre ruedas que, en la mayoría de los trenes, hacía ahora las veces de vagón restaurante.

El hombre del balcón

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