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Mientras regresaba a pie por Vanadislunden, Kollberg sudaba con profusión. Y no debido a la cuesta, ni al calor húmedo, ni tampoco a su relativa obesidad. O mejor dicho, no solo por eso.

Como casi todos los que habrían de ocuparse del caso, se sentía abrumado por él ya desde el primer momento. Pensaba en lo abominable del propio crimen y en la gente que se había visto afectada por su ciega sinrazón. Ya con anterioridad había pasado por todo ello. Tantas veces que ni siquiera recordaba cuántas. Y sabía perfectamente lo espantoso que podía llegar a ser. Y lo difícil.

También pensaba en la criminalización creciente de la sociedad, esa comunidad que, a fin de cuentas, no era sino producto de él mismo y de las demás personas que vivían y participaban en ella. Durante el último año, la policía se había dotado de nuevos recursos técnicos y humanos, pero el crimen parecía llevarles siempre la delantera. Pensaba en las nuevas técnicas de investigación y en los ordenadores que quizá lograran arrestar al criminal en apenas unas horas, pero también en el escaso consuelo que tan extraordinarios logros tecnológicos podían ofrecer, por ejemplo, a la mujer de la que acababa de despedirse. O a él mismo. O a los hombres que, con gesto serio, se congregaban en esos momentos en torno al pequeño cuerpo tendido bajo los arbustos, entre la colina y la valla de madera roja.

Solo había visto el cadáver durante unos instantes, de lejos, y si hubiese alguna manera de evitarlo, prefería no volver a verlo jamás. Pero ya sabía que esto sería imposible. El recuerdo de la niña con la falda roja y el jersey a rayas se había grabado en su mente para siempre, junto a todos los demás, de los que era imposible librarse. Pensaba en los zuecos, en la cuesta y en su propio hijo, que aún no había nacido. En el aspecto que tendría dentro de nueve años. En el horror y la repugnancia que suscitaría este crimen. En la portada de los periódicos vespertinos.

Ya estaba acordonada toda el área en torno al sombrío depósito de agua, semejante a una fortificación, y también la empinada cuesta posterior, hacia las escaleras de Ingemarsgatan. Kollberg pasó por delante de los coches, se detuvo junto al cordón policial y recorrió con la mirada el parque infantil vacío, con sus cajones de arena, columpios y torres para trepar.

La certeza de que todo esto había sucedido ya y de que, con toda seguridad, volvería a suceder, resultaba una carga casi insoportable. Desde la última vez, habían recibido más ordenadores, más agentes y más coches. La iluminación de los parques había mejorado, los matorrales se habían ido desbrozando. La próxima habría incluso más coches y ordenadores, menos matorrales. Kollberg pensaba en todo esto mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo ya empapado.

Reporteros y fotógrafos habían tomado posiciones, pero por suerte aún no se habían dejado caer muchos curiosos. Por raro que pudiera parecer, los periodistas y fotógrafos iban mejorando con el paso del tiempo, en parte gracias a la policía. Los curiosos, en cambio, nunca lo harían.

Pese al gran número de personas presentes en la zona, en torno al depósito de agua reinaba un extraño silencio. De lejos, tal vez desde la piscina municipal, o desde el parque infantil de Sveavägen, llegaban gritos alegres y risas infantiles.

Kollberg se quedó junto al cordón policial, sin decir nada y sin que nadie se dirigiera a él.

Era consciente de que habían llamado a la Brigada Nacional de Homicidios y a la brigada antiviolencia. Sabía también que la situación estaba en proceso de estabilizarse, por decirlo de alguna manera: los técnicos forenses se habían puesto manos a la obra y, asimismo, intervenía la brigada antivicio, se estaba organizando un teléfono centralizado para recoger información ciudadana, habían montado una operación puerta a puerta por todo el vecindario, el médico forense se hallaba preparado y todos los coches radiopatrulla habían sido alertados; nadie iba a escatimar recursos, incluido él mismo.

Aun así, quiso concederse un momento de reflexión. Era verano. La gente se bañaba. Los turistas vagaban por las calles, plano en mano. Y en medio de todo, entre los arbustos del matorral, entre la colina y la valla roja de madera, yacía una niña muerta. Era repulsivo. Y lo más grave: podía llegar a ser peor.

Un nuevo coche patrulla, tal vez el noveno o el décimo, ascendía la cuesta desde la iglesia de Stefan. Se detuvo. Sin apenas volver la cabeza, vio a Gunvald Larsson bajar del coche y acercarse hacia él.

—Hola. ¿Cómo va?

—No sé.

—La lluvia. Llovió a cántaros toda la noche. Probablemente... —dijo Gunvald Larsson y, por una vez, se interrumpió. Pasado un rato, añadió—: Si encuentran huellas, serán mías. Estuve aquí anoche. A eso de las diez y pico.

—¿Ah, sí?

—El atracador. Asaltó a golpes a una vieja. A menos de cincuenta metros de aquí.

—Ya me he enterado.

—Acababa de cerrar su frutería y volvía a casa. Llevaba toda la caja encima.

—No me digas.

—Toda la caja. La gente está loca —dijo Gunvald Larsson.

Guardó silencio otro instante más, luego señaló con un movimiento de cabeza la colina, los arbustos y la valla de madera roja y añadió:

—Para entonces, la niña debía de estar ya ahí, ¿no?

—Eso parece.

—Cuando llegamos, había empezado a llover. Además, la patrulla civil del noveno distrito pasó por aquí tres cuartos de hora antes del atraco. Tampoco vio nada. La niña debía de estar también entonces.

—¿Buscaban al atracador? —preguntó Kollberg.

—Así es. Y cuando se presentó, estaban en el bosque de Lill-Jan. Es la novena vez que ocurre.

—¿Qué pasó con la mujer?

—Una ambulancia la llevó directamente al hospital. Estado de shock, fractura de mandíbula, cuatro dientes menos y el hueso de la nariz roto. Solo vio que se trataba de un hombre que se cubría la cara con un pañuelo rojo. ¡Vaya una descripción de mierda!

Gunvald Larsson volvió a callarse, luego añadió:

—Si hubiera tenido los perros...

—¿Qué?

—Cuando lo vi la semana pasada, tu maravilloso amigo Beck me sugirió que debíamos enviar a los perros. Un perro tal vez habría descubierto...

Volvió a mover la cabeza señalando la colina, como si tuviera reparos en enunciar con palabras lo que quería decir.

Kollberg no sentía mucha simpatía por Gunvald Larsson, pero esta vez lo entendía.

—Sí, es posible —dijo Kollberg.

Gunvald Larsson hizo una pregunta, en un tono muy dubitativo:

—¿Es sexual?

—Probablemente.

—En tal caso, no creo que haya relación.

—No, seguramente no.

Rönn se acercó a ellos, junto al cordón. Gunvald Larsson le preguntó inmediatamente:

—¿El móvil es sexual?

—Sí —respondió Rönn—. Eso parece. Casi seguro.

—Entonces no hay relación.

—¿Con qué?

—Con el atracador.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Kollberg.

—Mal —dijo Rönn—. La lluvia debió borrarlo todo. La niña está empapada, como una gata ahogada.

—¡Joder! —exclamó Gunvald Larsson—. ¡Joder, qué asco! ¡Dos locos sueltos al mismo tiempo en el mismo sitio; el uno, malo y el otro, peor!

Viró en redondo y regresó al coche. Lo último que le oyeron decir fue:

—¡Qué mierda de oficio!

Rönn siguió con la mirada a Gunvald Larsson. Luego le dijo a Kollberg, con voz apagada:

—¿Me haces el favor de venir un momento?

Kollberg suspiró pesadamente y pasó por encima del acordonamiento de una sola zancada.

Martin Beck no regresó a Estocolmo hasta el sábado por la tarde, el día previo a su vuelta al trabajo. Ahlberg lo acompañó a la estación.

Hizo transbordo en Hallsberg y compró los periódicos vespertinos en el quiosco de la estación. Los metió doblados en el bolsillo de la gabardina y no los abrió hasta después de haberse acomodado en su asiento, en el expreso procedente de Gotemburgo.

Echó un vistazo a los titulares de la primera página y se estremeció. La pesadilla había empezado.

Para él, unas horas más tarde que para los demás. Pero solo eso.

El hombre del balcón

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