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INTRODUCCIÓN COMUNICACIÓN COMO ÍNDICE DE HUMANIDAD

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Cualquier persona debe preguntarse «¿Quién soy?», «¿Cómo soy?».

La respuesta es que eres lo que comunicas. Ni más, ni menos.

Hay carreras profesionales aparentemente grises o poco relevantes en las que, a pesar de merecerlo, no se hace la luz porque el dominio de la comunicación no asiste a su protagonista. Le falta casi siempre la palabra exacta, el silencio oportuno, la emoción sensible, el liderazgo sereno. La intervención precisa en el momento adecuado.

Se equivoca quien conceda poca importancia a esta cuestión. Termina confundido y sin ser capaz de explicarse la razón por la que siempre le falta un empujón final a su carrera profesional y a su proyección social. No comprende por qué algunos competidores en esa carrera sí alcanzan el objetivo que él se había propuesto, ve cómo otros le adelantan en su recorrido y siente que en su caso es como si su motor no tuviera fuerza para seguirlos.

Miremos a nuestro alrededor y observemos: descubriremos a tantos personajes que encajan en esta descripción... Dedicaron años a formarse, se esforzaron en dominar complejas materias técnicas, científicas, económicas o del campo del Derecho, la Medicina o las Humanidades. Pero en sus escuelas y universidades se olvidaron de enseñarles cómo comunicar bien lo que sabían. O, tal vez, fueron ellos quienes no repararon en la importancia de contar brillantemente lo que hacían, y de este modo nosotros perdimos ocasión de conocer lo que son capaces de hacer y ellos dejaron escapar la oportunidad de un mayor reconocimiento.

Millones de personas en el planeta padecen ese mal, más extendido quizás en el mundo latino debido a que los sistemas educativos, salvo excepciones, no incluyeron la enseñanza de las habilidades comunicativas. No es una carencia letal, por supuesto, y además tiene remedio, pero se asemeja a una suerte de minusvalía profesional que con frecuencia hace perder a quien la padece oportunidades laborales, o de liderazgo público, o de promoción interna en sus organizaciones, ante sus jefes, compañeros y colaboradores. Y, por supuesto, ante sus clientes.

Lo advertía Bill Clinton y lo recoge Tony Blair en sus Memorias: «En la sociedad de la información en la que vivimos el 50% es comunicación y el otro 50% todo lo demás».1 Bajando a la arena de la empresa, un alto ejecutivo español, Ángel Simón, presidente de la multinacional Aguas de Barcelona (AGBAR), corregía al alza el porcentaje: «La comunicación es el 80%, todo lo demás solo el 20%».

El profesor italiano Cesare Sansavini, por su parte, relacionaba esta habilidad con el valor de las empresas: «El valor percibido de una organización está en relación directa con la capacidad de comunicación de su máximo directivo». Y, añadimos nosotros, el valor de un país está a su vez en relación con lo bien que comunican sus dirigentes.2

Y es que, tal y como asegura Paul Volcker, jefe de la Reserva Federal estadounidense de 1979 a 1987: «La realidad es la percepción de la realidad», algo que afirmó en relación con la economía, pero que también sirve respecto a la comunicación: tu empresa y tú podéis ser los mejores, pero si no se percibe así porque no sabéis contarlo bien, no se os concederá esa consideración.

«Eres lo que comunicas» es, pues, una afirmación aplicable con rotundidad al valor reconocido de cualquier persona elegida al azar, ya que, en el ámbito profesional, y seguramente también en la esfera personal, una palabra de más puede originar un conflicto, así como una palabra de menos impedir su posible reparación inmediata. Porque la bala y la palabra, cuando se disparan, nunca vuelven atrás. Atención al poder de la palabra: es herramienta, pero también arma.

Y si desde la antigüedad los griegos y los romanos ya sabían que la palabra era una de las dos vías para alcanzar el poder —la otra era el arte militar—, es legítimo preguntarse por qué en el mundo latino, que desciende directamente de Roma (España, Italia, Portugal y, por extensión, Latinoamérica), ha retrocedido tanto la palabra, su influencia y su estudio.

Es posible que en las facultades de Lenguas y de Historia se hayan conservado de forma irregular la oratoria, la retórica y la comunicación eficaz, pero, salvo excepciones, están al margen del sistema educativo, lejos de gobiernos y empresas, fuera de la Iglesia y de las órdenes católicas también, con la excepción de jesuitas y dominicos, la orden de los predicadores.

Sostiene la profesora María del Carmen Ruiz de la Sierva que «el sermón es la más clara representación de la retórica religiosa», ¡pero qué sermones tan pobres y tan previsibles escuchamos hasta que llegó el papa Francisco! Baste con entrar en una iglesia o con hojear el diario de sesiones de cualquier parlamento, especialmente del mundo latino, para comprobar la pobreza de las intervenciones en la actualidad. En cambio, si releemos la Historia del siglo XIX en España encontraremos noticia de políticos que alcanzaron la presidencia del Gobierno o de la República, como Joaquín María López o Emilio Castelar, proyectados por su capacidad de comunicación. Del mismo modo, en el Congreso de los Diputados de España, en el primer tercio del siglo XX, Azaña, Ortega y Gasset, Largo Caballero o Joaquín Costa deslumbraron por la calidad de sus intervenciones. Todos ellos sabían dónde colocar la frase; eran dirigentes que podemos tomar como ejemplo de elocuencia, como es el caso de François Mitterrand en Francia o de Winston Churchill en el Reino Unido y, más tarde, de Tony Blair y, ya en el siglo XXI y en Estados Unidos, del presidente Barack Obama. Todos ellos son solo algunos ejemplos de grandes oradores contemporáneos.

La comunicación excelente se construye combinando acertadamente poderes y contrapoderes. La palabra tiene poder, pero el silencio también comunica. El poder de la emoción es imprescindible, aunque en la vida abundan los casos de líderes que acabaron perdiendo esa condición porque no tuvieron en cuenta la escucha y no supieron emocionar. Hoy día existen numerosos ejemplos de líderes sin comunicación adecuada: líderes políticos, empresariales, profesionales, sociales o universitarios que, pese a ello, han conseguido llegar bien alto. Sin embargo, es imposible no imaginar dónde estarían hoy, mucho más arriba, sin duda, de haber podido disponer de una excelente capacidad de comunicación.

Al mismo tiempo nos encontramos también a menudo con relevantes profesionales en cualquier materia que no salieron del anonimato, que no lograron destacar porque acudieron sin armamento dialéctico eficaz a la crucial batalla de la comunicación en la que se juega la partida de los éxitos y de los fracasos en el mundo en el que nos ha tocado vivir, un mundo en el que la comunicación puede incluso hasta relacionarse con un índice de humanidad, tal y como sostiene el profesor Manuel Castells: «Si la comunicación es consciente y significativa, y si somos humanos porque comunicamos con consciencia y porque hay sentido en lo que comunicamos, cuanta menos comunicación menos humanos parecemos. En cierto modo, es como un índice de humanidad».3

Algo que desde la antropología certifica José María Bermúdez de Castro: «Cada vez que se ha logrado un avance en la forma, o en los medios, para comunicarse, la Humanidad ha dado un nuevo salto».4

Por tanto, como nos ha enseñado Paul Watzlawick en su Pragmática de la comunicación humana,5 «ya que es imposible no comunicarse, porque todo comportamiento es una forma de comunicación», hagamos todo lo posible por comunicar bien, seamos humanos plenamente. Entendamos que nuestro objetivo irrenunciable debe ser convertirnos en intérpretes entre la complejidad creciente del mundo actual y la sencillez y eficacia expositiva que se requiere para saber entenderlo y explicarlo.

Para lograr este objetivo, en el presente libro se identifican, se describen y articulan las claves para conseguir la excelencia comunicativa: la palabra y su poder, el valor del silencio, la escucha imprescindible y el impacto de la emoción.

Quien desee convertirse en un comunicador de alto nivel ha de tener bien presente la observación de los Diez Mandamientos que aquí se proponen. Complementariamente, se ofrecen consejos prácticos para ganar eficacia en la propuesta comunicativa y en la solvencia personal en presentaciones e intervenciones públicas.

Junto a ello se exponen además pasajes y ejemplos brillantes de comunicación a través de cuatro pequeñas historias reveladoras y, sin embargo, apenas conocidas; nos aproximaremos también a cuatro personajes internacionales obligados por sus responsabilidades a programar y a medir cuidadosamente sus palabras y, finalmente, se analizarán cuatro discursos impactantes, dos de ellos inesperados, lo que prueba que con técnica, trabajo y ensayo se puede alcanzar la condición de buen comunicador sorprendiendo gratamente al auditorio.

Eres lo que comunicas

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