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EL CONTRAPODER DEL SILENCIO

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El primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo es hablar poco y moderarse en el discurso.

ABATE DINOUART,

El arte de callar (siglo XVIII)12


—¿Se peleaban a menudo? —preguntó el comisario Maigret a la mujer que vivió con el asesinado.

—Casi nunca, aunque, cuando se le decía algo, William tenía una manera insultante de callar.13

Hay ríos de palabras que no dicen nada y silencios que lo explican todo.,Sin duda el comisario Maigret, o mejor, su creador literario, Georges Simenon, conocía a la perfección los distintos usos que se pueden dar al silencio y, entre ellos, el de censurar las palabras creando tensión. «Tenía una manera insultante de callar» es un elocuente ejemplo en el catálogo de usos del silencio en la comunicación.

Quizá pueda llamar la atención que destaquemos tanto en nuestro diseño de comunicación eficaz el valor del silencio. Es poco frecuente encontrar referencias a este en cualquier libro de comunicación, del mismo modo que apenas se hallarán textos en los que se considere la escucha como un elemento imprescindible de la excelencia comunicativa.

«Agradezco los silencios, porque son los silencios los que permiten la conquista de la voz», atronaba el profesor José Antonio Fernández Bravo, de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, en una de sus conferencias.14

Pero no solo eso: vivimos en una sociedad desbordada por la intensidad de mensajes que se emiten simultáneamente. El silencio es necesario para recapacitar y para meditar.

En un discurso la palabra que nos da información, que nos genera emoción, debe convivir con el silencio. «Es fundamental esta convivencia, porque el cerebro está sobreestimulado, hay que serenarlo», advierte el profesor y pedagogo Gregorio Luri.15

En el sistema educativo apenas se hizo hincapié en la necesidad de hacer pausas, de respetar los puntos, de saber distinguir la función de una coma, de un punto y coma; de la diferencia en el tempo comunicador entre los dos puntos, el punto y seguido y el punto y aparte.

La lectura eficaz o la alocución impactante han de respetar esas indicaciones, como si se estuviera leyendo una partitura de música, para que «las frases que la componen sean respiratorias, para que puedan leerse sin perder el aliento».16

El silencio, la pausa, debe preceder a cualquier mensaje importante, destacando así su comprensión y facilitando el impacto positivo en la huella de la memoria de quien escucha.

Las pausas (es decir, silencios) son, además de los tonos, los recursos que el orador tiene para que la palabra brille, estalle e ilumine; para que los mensajes penetren en la mente del auditorio.

A lo largo de tantos cursos de Comunicación en Europa y América hemos encontrado buenos oradores que, con frecuencia, se tenían a sí mismos por excelentes sin serlo, ya que apenas hacían pausas y confundían la buena comunicación con una exhibición de elocuencia. Hablaban bien, o muy bien, pero rápido o muy rápido. Podían hasta generar admiración entre muchos de quienes les escuchaban por su fluidez, pero no eran eficaces. Costaba retener una frase suya, un mensaje fundamental en aquel río caudaloso de palabras. Estos son los alumnos más difíciles de tratar en un curso, porque esa elocuencia desbocada suele ir asociada a otra enfermedad de difícil cura: la arrogancia.

¿Cómo decirle a un candidato cabeza de cartel, catedrático de universidad, inteligente, ágil orador, que su comunicación es escasamente eficaz? Por suerte, en uno de los casos, en su hoja de vida destacaba su afición a la música, a la guitarra en concreto. El segundo día comenzamos nuestra sesión hablando de música y nos permitimos escuchar juntos el inicio de la canción de Maná «El muelle de San Blas».

En la felicidad musical de la conversación que manteníamos, elogiando la pieza, le invitamos a escuchar una versión que no era más que una manipulación nuestra de la misma canción a la que habíamos recortado cualquier pausa, pegando literalmente unas a otras las palabras de Fernando Olvera, cantante del grupo mexicano, sin ninguna interrupción.

No hizo falta insistir porque, como hombre inteligente que es, el alumno entendió el mensaje enseguida. «¿Así hablo yo?», preguntó, y se lo confirmamos: «Así suenas». Y comprendió que la belleza y eficacia del discurso hablado o cantado estaba en la primera versión, mientras que la segunda era una ruina, una malversación expositiva.

Desde ese momento su eficacia comunicativa se disparó. Supo unir su elocuencia admirable y sus conocimientos innegables a un hábil manejo de la pausa. La observación del silencio con la que introdujo diques a su río verbal le permitió dejar algunos mensajes en la memoria de aquellos cerebros hasta entonces tan sobreestimulados que no podían retener una sola frase, salvo llevarse una impresión general de que aquel hombre sabía mucho y hablaba muy bien, aunque por el contrario no sabía comunicar de forma eficaz.

PALABRAS DESBORDADAS

Mención aparte merece, al hablar del silencio, la incontinencia verbal, no solo la referida al número de palabras pronunciadas por minuto, sin respiro alguno, sino al contenido descontrolado.

Los ejemplos abundan en todos los países. En España, José Ignacio Wert, el que fuera ministro de Educación y Cultura, justificándose por la cantidad de titulares negativos que era capaz de facilitar a sus adversarios, y a los alarmados cuerpos de profesores, reconoció: «A veces me sorprendo de las frases que llego a pronunciar». Y en un comentario privado nos confesó: «Es que yo tengo más instinto de conversación que de conservación». Desde luego, porque acabó presentando su dimisión al no poder permanecer más tiempo en el puesto, víctima de sus políticas, pero también de sus palabras.17

En América, uno de los casos más conocidos a este respecto es el del expresidente de la República Dominicana, Hipólito Mejía, quien gobernó el país entre 2000 y 2004 y volvió a intentarlo en 2012, ya con una edad avanzada. «Llegó papá» era su lema ocurrente, y competía con el candidato del Partido de la Liberación Dominicana, Danilo Medina. Periodistas, analistas, partidarios o detractores de Hipólito Mejía concuerdan en que su incontinencia verbal le venció, y que, de haberse mantenido callado, o prudente al menos, hubiera conservado sus opciones de ganar. Casi podría decirse que perdió los votos que le faltaron a golpe de palabras innecesarias, desconocedor, como era, del valor fundamental del silencio en la comunicación. Algo sabíamos ya, porque en esa campaña electoral recaló en Madrid y cenamos con él, lo que nos permitió asistir a una explicación tan divertida como imprudente sobre chismes varios, que igual hacían referencia a políticos latinoamericanos como a intimidades de cardenales de la Iglesia católica. Don Hipólito sobrevivió aquella noche escoltado por la prudencia ajena, que no por la propia.

Posteriormente, en un programa de radio, hasta sus partidarios se alarmaron al oírle anunciar que «si soy presidente meteré a este y al otro en la cárcel», frase que pulverizaba la separación de poderes de Montesquieu.

A tal punto llegaba su incontinencia verbal que, tal y como nos narraron, llegó a darse varias veces en los últimos días de la campaña la escena genial de su equipo rodeándolo físicamente para que no tuviera contacto directo con los micrófonos de los periodistas, una medida por la que habían optado desde la más pura desesperación. Los periodistas, por su parte, acabaron preguntándole a gritos desde las afueras del cordón, y Mejía respondía desde su encierro, incorregible, aunque francamente divertido.

Finalmente, no ganó porque no observó el sabio silencio. ¡Cuánto bien le habría hecho el regalo de un libro que le hubiera resultado imprescindible: El arte de la prudencia, de Baltasar Gracián!18

Sin embargo, ningún político ha cruzado tantas líneas rojas en su comunicación oral o escrita —vía Twitter— como Donald Trump. Convencido de sus altas expectativas electorales, llegó a decir en la campaña para la presidencia de los Estados Unidos que «podría disparar a gente en la Quinta Avenida de Nueva York y no perdería votos»; después puso a los latinos en su diana, especialmente a los mexicanos, a los que ofendió reiteradamente: «México nos envía a la gente que tiene muchos problemas, que trae drogas, crimen, que son violadores»; desnaturalizó con su agresividad los debates electorales: «Hillary, eres una asquerosa»; y se superó a sí mismo al deslizar a un periodista que casualmente tenía su grabadora encendida que «Cuando eres una estrella puedes hacer cualquier cosa con las mujeres, agarrarlas incluso por el coño, lo que quieras...».

Resulta increíble que Trump haya salido indemne de todos estos tropiezos dialécticos que le hubieran costado la carrera a cualquier otro candidato de haber pronunciado aunque solo fuera una de estas frases.

Eres lo que comunicas

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