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EL PODER DE LA EMOCIÓN

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Yo digo en voz alta a quien quiera creerme: que no haya palabras en tu boca que no estén en tu corazón.

KABIR,

poeta místico, músico y filósofo venerado en la India (1440-1518)


El cerebro solo aprende si hay emoción, sostiene Francisco Mora, doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford y catedrático de Fisiología Humana en la Complutense. Para este estudioso de la pedagogía y el cerebro «la clave está en enseñar con emoción haciendo curioso lo que se enseña, porque nada se puede aprender sin atención despierta, sostenida y consciente».

Y añade que un profesor excelente «es capaz de convertir cualquier concepto, incluso de apariencia sosa, en algo siempre interesante».19

Estas afirmaciones son válidas para cualquier comunicación y las compartimos todos porque nos recuerdan a los buenos profesores y también a los otros, es decir, a los que lograban emocionar y a los que no sabían hacerlo.

En un aula, en un auditorio, en una asociación de barrio, en una reunión empresarial e incluso en el ámbito personal, a un comunicador excelente no le basta con manejar el poder de la palabra, incluso complementado con el poder del silencio, porque también necesita emocionar: hablar sin tener en cuenta la emoción no es comunicar plenamente.

El poder de la palabra se adquiere aprendiendo tres de las cuatro habilidades básicas (leer, escribir, hablar), pero se proyecta con mayor solvencia si se aplica la cuarta habilidad, escuchar, para representarla con mayor eficacia si se combina con el contrapoder del silencio. Sin embargo, falta dotar a esa palabra, a ese discurso, de la emoción.

«El taller del pensamiento está en el cerebro del hombre; pero la fuente de los afectos se halla solo en el manantial de su sensibilidad», escribió en su libro Lecciones20 Joaquín María López, quien fuera abogado, ministro y brevemente presidente del Consejo de Ministros de España en 1843. En esas lecciones de oratoria escribió lo máximo que se podía decir en el año 1850, porque las emociones y la neurociencia eran solo intuitivas, ya que no habían nacido todavía Freud, ni Santiago Ramón y Cajal y tampoco, por supuesto, Antonio Damasio.

Y la emoción en el discurso es fundamental, como relató brillantemente en una conferencia pronunciada en el Club Faro de Vigo la profesora Inmaculada Anaya. La conferencia se titulaba «Claves para emocionar con un discurso», y trataba de eso, de que al recibir un mensaje nos sintamos «identificados con esas palabras y nos muevan a actuar o a cambiar, en cierto modo, nuestra forma de ver la realidad. Emocionar significa despertar un interés en el expectante, de tal manera que el que escucha participa de lo que tú estás contando».21

Esto hace, además, que recordemos las siguientes palabras del neurólogo Karl Deisseroth: «Sin emoción no hay memoria».

Ahora bien, la clave para la profesora Anaya es ser nosotros mismos: «Para emocionar con un discurso hacen falta autenticidad y pasión. Nos emociona lo que nos llega y nos llega porque sentimos que es real... Autenticidad significa que la persona que habla es fiel a sus convicciones». Por tanto, como ella aclara, sin emplear términos que nunca han formado parte del vocabulario del orador, nada distancia más al que escucha que intuir que el orador no conoce o no usa habitualmente los términos en los que habla.

Y entre esos niveles de emociones entendemos que el grado supremo es la pasión. En un interesante libro titulado El poder de la pasión, el ingeniero Belarmino García, fundador de la compañía telefónica Amena, describe cómo el impulso emocional de una plantilla de personas de edad bastante inferior a treinta años fue fundamental para hacer crecer una empresa que en España ya era la tercera en su segmento y, por tanto, llegaba tarde a tratar de ocupar el mercado. Lo hacía con menos presupuesto, cierto, pero con la fuerza imparable de las emociones.

Celebraron los 100.000 primeros clientes y, poco después, tras alcanzar los 500.000, en medio de un gran fervor de los empleados, que se expresaban con alegría, entusiasmo y orgullo por la noticia, se desplegó en la sala en la que se encontraban de fiesta un cartel inmenso que rezaba: «Vamos a por el millón».

Una persona relevante de la dirección de Amena le había comentado previamente a Belarmino sus dudas acerca de si debían anunciar o no ese objetivo que perseguían, ir al por el millón. Pero el anuncio de «Vamos a por el millón» provocó una mezcla de desconcierto, locura y excitación. La respuesta de todos los allí presentes, después de terminar la reunión de trabajo, fue: «Vamos a por el millón». Y el milagro se hizo, se consiguió la fuerza y voluntad de aquel equipo joven, aguerrido, enérgico, comprometido y con ansias de hacer algo grande. Y lo hicieron. Y después llegaron los dos millones de clientes, y más tarde los tres...

La emoción que logró transmitir a sus valerosas tropas Belarmino García, hombre que maneja muy bien las palabras y los silencios, fue determinante.22

No le falta razón a Mónica Deza cuando asegura que la emoción es la asignatura pendiente en la empresa. Afirma que las empresas necesitan pasar de tener solamente calidad en el servicio a incorporar, además, la calidez en el servicio, porque los consumidores lo están reclamando, y eso se consigue con la utilización de la emoción, ya que todas las necesidades humanas están afectadas por las emociones.

Hablar sin emocionar y, desde luego, sin contenido, puede convertir a los oradores en una especie de fraseólogos, como los bautiza Joaquín María López: «Los fraseólogos son una casta de oradores aparte, en cuyos discursos se hallan muchas cláusulas dispuestas y ataviadas con gran esmero, pero sin ideas que le sirvan de base, cuyo vacío se deja desde luego conocer [...]. La obra de estos oradores no durará nunca más que el eco de sus palabras perdidas en el espacio».23

Y concluye con una metáfora sobre instrumentos musicales que nos servirá para distinguir las diferencias entre los discursos pronunciados por fraseólogos, o incluso por esmerados oradores, pero sin emoción alguna, de los que saben llegar al auditorio y seducir: «La palabra puede compararse con un instrumento musical. En el mismo piano el simple aficionado que no ha adquirido nociones fundamentales y que se ha dedicado por placer apenas toca algunos aires ligeros, en tanto que el profesor, que ha invertido su vida en el estudio de la música, que comprende sus delicados misterios, es el que toca armonías inexplicables, nos deleita, nos conmueve, nos entusiasma y nos transmite los tiernos o arrebatadores sentimientos que se han traducido en notas».

Efectivamente, con la emoción se puede seducir. Alex Grijelmo destaca que «las palabras tienen un poder de persuasión y un poder de disuasión, y tanto la capacidad de persuadir como la de disuadir por medio de las palabras nacen en un argumento inteligente que se dirige a otra inteligencia. En cambio, la seducción de las palabras sigue otro camino, la seducción parte de un intelecto, sí, pero no se dirige a la zona racional de quien recibe el enunciado, sino a sus emociones».24

Capítulo aparte merecen los discursos y los textos que nacen desde la emoción. Piezas de oratoria que escuchamos por ejemplo en bodas, despedidas, funerales o incluso en la política y en la empresa en escenarios dominados por un hecho o una circunstancia excepcional que impactan, que conmueven al auditorio. Como el testimonio escrito por el joven periodista francés Antoine Leiris en una breve crónica sobre la desaparición de su esposa Hélène, asesinada en el atentado terrorista de la sala de conciertos Bataclan en París el 13 de noviembre de 2015:

El viernes por la noche le robaste la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendréis mi odio. No sé quiénes sois, no quiero saberlo, sois almas muertas. Si ese Dios en cuyo nombre matáis ciegamente nos ha hecho a su imagen y semejanza, cada bala en el cuerpo de mi mujer habrá provocado una herida en su corazón. De manera que no, no os haré el regalo de odiaros.25

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