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¿Foucault filósofo?

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¿Fue Michel Foucault un filósofo? Como lo anticipamos más arriba, la pregunta no es sencilla ni admite una sola respuesta posible. Si bien su formación fue primordialmente filosófica –estudió en la prestigiosa Escuela Normal Superior en el París de fines de los años 40 con filósofos de renombre, como el fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, el hegeliano Jean Hyppolite o el marxista Louis Althusser–, el joven Paul-Michel, nacido en 1926 en el seno de una familia de cirujanos de Poitiers, Francia, se interesó también por la medicina y las ciencias humanas, obtuvo una licenciatura en Psicología y llegó a realizar prácticas en el célebre hospital parisino de Sainte-Anne.

Por otra parte, basta pasar revista de los títulos de sus principales obras (Historia de la locura en la época clásica, Historia de la clínica, Historia de la sexualidad, etc.) y ojear su contenido, sus referencias bibliográficas o su estilo para constatar que sus trabajos se parecen más a libros de historia que a tratados de filosofía. No encontramos en Foucault un sistema teórico, sino una serie de historias locales y dispersas, sin demasiada conexión aparente entre sí, sobre temas marginales, como las condiciones de surgimiento de las ciencias humanas, el advenimiento de la prisión como sistema de castigo o el sentido de la sexualidad en las sociedades occidentales modernas. Sin embargo, hacia el final de su vida, se advierte un giro. En varias entrevistas (recopiladas luego de su muerte por la editorial Gallimard en los cuatro tomos de sus Dits et écrits [Dichos y escritos], que reproducen todo el material publicado en vida pero de forma dispersa, bajo la forma de artículos, resúmenes de cursos, prefacios o entrevistas), Foucault pareciera reconciliarse con la idea de que tal vez su obra sí pueda inscribirse en el campo de la filosofía. Eso sí, a condición de entender esta disciplina no en su acepción más tradicional de intento por fundar una verdad válida universalmente, sino como un trabajo de diagnóstico de la actualidad.

Es sabido que en los grandes clásicos de la tradición filosófica –en la República de Platón, en las Meditaciones metafísicas de Descartes, en la Ética de Spinoza o en la Crítica de la razón pura de Kant–, la pregunta por la especificidad del hoy carece por completo de relevancia. Sin embargo, desde que el propio Kant se pregunta qué es la Ilustración en el artículo homónimo publicado en 1784, surge según Foucault otro sentido posible para el quehacer filosófico. A partir de ese momento, la filosofía sería, también, aquella disciplina que se interroga acerca de la singularidad de su presente. Afirma, incluso, que en esa misma corriente se inscriben pensadores tan diversos como Hegel o Nietzsche, y, claro está, el propio Foucault.

Dicho esto, ¿qué tiene que ver este trabajo de diagnóstico de la actualidad con la filosofía propiamente dicha? Ciertamente, no basta con la cita de autoridad del artículo de Kant –ínfimo, por otra parte, en relación con una obra monumental en la que la pregunta por el hoy resulta totalmente inconducente– para zanjar la cuestión de la pertenencia o no de Foucault al campo de la filosofía, aplicando una regla de tres simple. Lo que hay que preguntarse es más bien en qué medida esa pregunta por la actualidad puede ser considerada como propiamente filosófica. ¿Por qué filosofía y no, por ejemplo, sociología, historia a secas o periodismo? Después de todo, el opúsculo kantiano fue publicado por un periódico, Berlinische Monatsschrift, es decir, un medio periodístico en el que la pregunta por el hoy es, por definición, protagonista. Maurice Clavel, intelectual parisino y amigo de Foucault en plena década del 60, solía describir a su colega como “periodista trascendental”, es decir, un intelectual cuya obsesión por el presente lo hacía mantener un pie en el periodismo. La etiqueta tampoco sorprende si tenemos en cuenta que el propio Foucault, que colaboró durante un buen tiempo como corresponsal para el prestigioso periódico italiano Corriere della Sera, llegó a definirse a sí mismo como un “periodista radical” (DE I: 1302). (1)

Pero si Foucault era para Clavel un periodista trascendental y no un periodista a secas; en otras palabras, si cabe pensar que su obra se inscribe, a pesar de todo, en el campo de la filosofía, es, en primer lugar, porque a pesar de enfocarse en el presente y no, por así decirlo, en la eternidad, el tema que lo obsesiona es el problema, filosófico por excelencia, de la verdad o, más precisamente, la pregunta por las condiciones de posibilidad –y los efectos– de un discurso verdadero. Esta es una pregunta que atraviesa tanto las obras de Platón, Descartes, Kant o Husserl como todas y cada una de las intervenciones de Foucault: “Puedo seguir coqueteando al infinito con esto de que no me considero un filósofo, lo cierto es que si me ocupo del problema de la verdad, entonces soy un filósofo” (DE II: 30).

Ahora bien, ¿cómo conviven, en un mismo autor, la obsesión por el presente en su singularidad y la obsesión por la verdad (usualmente entendida como conjunto de enunciados universalmente válidos, es decir, como aquello que es ajeno a los cambios de época, ajeno al tiempo, y que no tiene, en sentido estricto, un presente)? Lo primero a tener en cuenta, para entender cómo se conjugan en Foucault esos dos elementos o cómo, en rigor, son dos caras de una misma moneda–, es que el abordaje que hace tanto del problema de la actualidad como de la cuestión de la verdad es esencialmente crítico. En otras palabras, así como Foucault no se propone fundar una verdad válida universalmente, tampoco busca ofrecer un diagnóstico imparcial e inocuo de nuestro presente. Antes bien, inspirado ciertamente en Nietzsche y su “filosofía con martillo” (cuya lectura, a fines de los años 50, marcó un punto de inflexión en su formación intelectual), buscará llevar adelante una crítica radical del presunto fundamento de determinados discursos de verdad que le son contemporáneos (en particular el discurso de la medicina, la psiquiatría y el de cierta filosofía), a los que considera especialmente problemáticos por sus efectos en diversos ámbitos.

Lo segundo, ligado a lo anterior, es una triple hipótesis más o menos implícita en todos los análisis foucaulteanos en relación con la verdad: 1) por contradictorio que resulte, la verdad tiene una historia (no habría algo así como una verdad universal cuya historia sería la de su paulatino develamiento, sino que la historia de la verdad es la de su permanente redefinición o, más aún, de su permanente reinvención); 2) pero al mismo tiempo, contra la crítica tan frecuentemente formulada a Foucault según la cual este sería un escéptico para quien la verdad no es nada, él afirmará, una y otra vez, que la verdad es un elemento medular de nuestra civilización, cuyos efectos irradian en todas las direcciones (desbordando ampliamente el campo estrictamente epistemológico); en otras palabras, no se puede entender una época histórica, un determinado presente, ni mucho menos intervenir en él, sin entender cómo operan, en su interior, los discursos de verdad; 3) esos discursos de verdad –que impactan en todos los niveles y no solo en el ámbito teórico– tienen, a su vez, condiciones históricas no estrictamente epistémicas de posibilidad. No porque Foucault considere, como sugieren ciertas caricaturas de su obra, que el saber se reduce al poder –él rechaza de hecho explícitamente la idea marxista del saber como mera ideología, como modo de encubrimiento engañoso de una relación de dominación–, sino más bien porque, como sostiene y demuestra, el surgimiento de determinados saberes se explica a partir de la implementación de determinados dispositivos de poder. En otras palabras, para entender una determinada época histórica hay que analizar sus discursos de verdad; pero para llevar a cabo este análisis, es preciso ir a la historia, sin que haya anterioridad lógica, cronológica u ontológica de un plano sobre el otro.

Por ende, no podemos entender quiénes somos ni cuestionar ese statu quo sin antes comprender cuáles son los discursos de verdad que nos atraviesan, lo cual a su vez implica entender cómo se gestaron esos discursos, cuáles son sus condiciones históricas de posibilidad. En otras palabras, no es posible realizar una “ontología crítica de nosotros mismos” –ontología crítica que tendrá, como veremos más adelante, sus propios efectos de verdad– sin plantear el problema de las condiciones históricas de posibilidad de los discursos de verdad que nos constituyen –como el de la psiquiatría, la medicina, la economía política, la lingüística o la propia filosofía–. El problema de la verdad, central en Foucault, está, por lo tanto, supeditado al proyecto de un diagnóstico crítico de nuestro presente. Crítica, presente y verdad son, por ende, tres elementos estrechamente entrelazados en su pensamiento. Más precisamente, es a partir de la idea de crítica que se esclarece la articulación de su doble obsesión por el presente y por la verdad. Y se entiende mejor también por qué, si cabe inscribir a Foucault en el campo de la filosofía, su forma de ejercerla, su estilo y su método resultarán tan heterodoxos.

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