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La muerte del hombre

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Lo central para Foucault es que, respecto de este sistema anónimo, el hombre entendido como finitud fundamental aparecerá, ya no como condición primera de la experiencia y del saber (lo que es en buena medida para la filosofía poskantiana), sino como efecto secundario (“un centelleo en la superficie”) cuyo surgimiento, relativamente reciente, coincidiría con la conformación de la episteme moderna, hacia finales del siglo XVIII, y cuya desaparición bien podría producirse de un momento a otro. A esto se refiere Foucault con esta idea –disparatada en apariencia, deliberadamente provocadora– de un nacimiento reciente y una muerte inminente del hombre. No se trata, claro está, de la existencia del hombre como especie biológica, ni tampoco de la reflexión moral o jurídica sobre la existencia humana, sus valores o sus derechos (muy anterior, por cierto, al siglo XIX), sino del rol que ocupa la figura del hombre en el entramado del saber occidental. La tesis postula, esencialmente, que en el saber renacentista o en el saber clásico el hombre no ocupaba ninguna función relevante desde el punto de vista epistemológico. Sin embargo, desde finales del siglo XVIII, cuando se rompe –por motivos insondables– la transparencia del discurso clásico (para el cual, según muestra Foucault en Las palabras y las cosas, el ser y la representación coincidían sin resto), el hombre irrumpe como finitud fundamental, es decir, como aquel que es capaz de representarse, aunque sea de forma parcial e imperfecta, aquello que, por sí mismo, escapa ahora al ámbito de lo representable:

En la representación los seres ya no manifiestan su identidad, sino la relación exterior que mantienen con el ser humano. Este, con su propio ser, con su poder de darse representaciones, surge en el hueco que dejan los seres vivos, los objetos del intercambio y las palabras cuando, abandonando la representación que había sido hasta ese momento su lugar natural, se retiran en la profundidad de las cosas y se enroscan sobre sí mismos, según las leyes de la vida, de la producción y del lenguaje. En medio de todos, encerrado por el círculo que forman, el hombre es designado o más bien requerido por ellos. (MC: 323)

En otras palabras, el hombre pasa ahora a ocupar un lugar central al convertirse a un tiempo en sujeto (es decir sub-jectum, fundamento) de todo saber y, por ello mismo, en el objeto predilecto del conocimiento positivo. Kant es quien, desde la filosofía, conceptualizó este desplazamiento de forma más acabada: como bien demuestra en la Crítica de la razón pura (1781), en la medida en que lo real ya no cabe en la representación, la única forma de salvar el conocimiento objetivo es renunciar a la pretensión de alcanzar un conocimiento de lo real en sí mismo y hacer del sujeto la condición universal de toda experiencia y de todo saber. El hombre se convierte así en el protagonista de la episteme moderna, en su doble condición de sujeto del conocimiento y de objeto por antonomasia, y en ese sentido sería una invención relativamente reciente.

A su vez, Foucault advierte que ese mismo entramado epistémico que se conforma hacia finales del siglo XVIII está comenzando a dar señales de agotamiento. Hay indicios, sugiere, de que un nuevo orden comienza a articularse bajo nuestros pies (sin que quede demasiado claro por qué se produce ese movimiento ni hacia dónde nos conduce). Ese nuevo orden, en el que el hombre ya no ocupa el lugar central que supo tener en el saber occidental de los últimos doscientos años, se vislumbra en parte, según Foucault, en la experiencia literaria a la que invitan autores como Antonin Artaud, Maurice Blanchot o Raymond Roussel (a quien Foucault dedica, en 1963, un libro homónimo). En la pluma de estos escritores resuena –como en la filosofía kantiana y poskantiana– el desmoronamiento de esa “metafísica del infinito” sobre la que se edificaba el saber en la era clásica de la representación. (14) Tanto la literatura como la filosofía modernas serían tributarias de un mismo acontecimiento en la historia del saber occidental: la muerte de Dios, del “fin de lo infinito sobre la tierra” (NC: 201). Solo que, en el caso de la experiencia literaria, esa finitud, en lugar de replegarse sobre sí misma para volverse una finitud fundamental (a un tiempo límite y fundamento de todo conocimiento), da lugar a un lenguaje que asume esa nada de la que proviene, ese silencio originario, y que, en la medida en que no “repite ninguna palabra ni ninguna promesa” (DE I: 288), prolifera al infinito hasta disolver, en ese discurrir sin término ni destino, al sujeto mismo de esa enunciación (toda la temática de la “muerte del autor” y la “ausencia de obra” que Foucault desarrolla en los años 60 parte de una reflexión sobre estas literaturas). Al mismo tiempo, al decir de Foucault, la muerte del hombre también se anunciaría a través de una nueva etapa en la historia de las ciencias humanas en la que, paradójicamente, lejos de descubrir el núcleo concreto, positivo, individual del hombre, lo que emerge (cuando, por ejemplo, Lévi-Strauss estudia las estructuras de la familia; cuando Dumézil analiza las correspondencias formales entre los mitos indoeuropeos; cuando Lacan describe el inconsciente como lenguaje) no es el hombre verdadero, sino más bien una serie de sistemas de pensamiento, grandes organizaciones formales, estructuras anónimas, impersonales, que son como el suelo sobre el cual las individualidades históricas aparecen. El propio trabajo arqueológico de Foucault –en el que se piensa el saber por fuera de la tutela de una razón en progreso constante, por fuera de un sujeto trascendental o de una conciencia que conoce; en el que se narra una historia impersonal de los discursos; en el que se busca desantropologizar nuestro saber– sería sintomático de ese mismo desplazamiento tectónico de los cimientos de nuestra experiencia.

Foucault

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