Читать книгу Foucault - Manuel Mauer - Страница 14

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De manera retrospectiva, en sus últimos cursos y entrevistas, Foucault dirá que ese hoy que hay que diagnosticar, esa experiencia de la que busca dar cuenta, intentó analizarla a partir de tres polos distintos, aunque siempre estrechamente entrelazados entre sí: 1) el polo de la verdad (de los saberes), 2) el polo de la gubernamentalidad (de los poderes), y 3) el polo de la subjetivación (de las éticas). Su obra se estructura en buena medida en función de ese triángulo: en sus trabajos de los años 60, el énfasis estará puesto en el primer vértice (los saberes en su relación con el hombre como sujeto y objeto de dichos saberes); durante los años 70, se centrará en el segundo polo (las relaciones de poder en su interacción con los saberes y con el sujeto entendido como efecto de sus dispositivos); y durante la primera mitad de los años 80, se enfocará en el tercer polo (las prácticas de subjetivación, como polo siempre presente, pero obturado en buena medida por los dispositivos modernos de saber-poder).

Los primeros trabajos de Foucault giran, entonces, en torno al problema de la relación entre verdad y sujeto. La pregunta no será, sin embargo, aquella a la que nos tiene acostumbrados la tradición filosófica del quid iuris, a saber, qué legitima la relación entre sujeto y verdad, cómo justificar, de derecho, nuestro conocimiento; sino más bien el quid facti: ¿cómo es que, a partir de determinados discursos de verdad, surge en la modernidad esto que llamamos sujeto y que opera como presunto fundamento del saber? ¿Y cómo y bajo qué condiciones ese sujeto se convierte, a partir de un determinado momento, en el objeto por antonomasia del saber occidental? La pregunta por las condiciones históricas del surgimiento de esa figura bifronte que es el hombre moderno –a un tiempo sujeto y objeto predilecto de nuestro saber– (3) es el punto en el que confluyen todos los trabajos publicados por Foucault durante la década del 60, aunque partan de puntos en apariencia muy lejanos entre sí. Allí convergen, en efecto, su tesis doctoral Historia de la locura en la época clásica, publicada por primera vez en 1961; El nacimiento de la clínica, publicado dos años más tarde; su obra cumbre de 1966, Las palabras y las cosas (subtitulada de modo sugerente Una arqueología de las ciencias humanas); y el tratado metodológico con el que cierra su período arqueológico, antes de pasar al estudio de los dispositivos de poder durante la década siguiente, La arqueología del saber (1969).

Ese esfuerzo de reconstrucción histórico-crítica de la relación entre verdad y sujeto (ya no desde la interioridad de una necesidad, sino desde la exterioridad de la historia) lo llevará, a su vez, a entablar una doble discusión: por un lado, con las ciencias humanas y su supuesto positivismo (en particular, la psiquiatría y la medicina, a partir de las cuales se erige, por primera vez, al hombre como objeto positivo de un discurso de verdad); pero también, por otro, con las filosofías poskantianas y su pretensión de fundar ese supuesto conocimiento positivo del hombre (en particular, con la fenomenología existencialista, a partir de la cual el hombre irrumpe como sujeto de la experiencia en el sentido de sub-jectum, de lo que infunde sentido a esa experiencia y en esa medida la hace posible).

En la medida en que presumen de haber contribuido a conocer más y mejor al hombre, y, en base a ese conocimiento, a volverlo más libre, las ciencias humanas son sin dudas uno de los pilares de ese humanismo moderno que Foucault identifica como eminentemente problemático. En los dos primeros libros mencionados, (4) Foucault se empeñará en cuestionar la pretensión autofundacional y el presunto positivismo de la psiquiatría y la medicina modernas, es decir, la idea de que estas disciplinas, en su versión contemporánea, describirían los mismos fenómenos que los tematizados por el saber clásico o renacentista, solo que de forma cada vez más objetiva, precisa y, por ende, más verdadera. La estrategia argumentativa de Foucault en estos primeros trabajos tiene esencialmente dos pilares.

Por un lado, en la estela de la escuela francesa de la historia de las ciencias cuyas figuras tutelares fueron Gaston Bachelard, Alexandre Koyré y Georges Canguilhem, buscará socavar el continuismo reivindicado por una historia positivista de los saberes mostrando, por ejemplo, que la concepción de la locura como enfermedad mental, predominante desde el siglo XIX hasta nuestros días, poco y nada tiene que ver con lo que la época clásica, renacentista o medieval entendían por locura, y que los desplazamientos que se dan de una época a la otra no pueden reducirse a un mayor esclarecimiento de un objeto preexistente e inalterable. Por el contrario, mostrará Foucault, con cada época histórica no cambia solo el instrumental que nos damos para conocer un objeto sempiterno, sino que cambia la idea misma que nos hacemos del saber, del sujeto de dicho saber, de lo que es un objeto y, por ende, también, de todos los objetos particulares.

Así, Historia de la locura en la época clásica muestra cómo, durante la época medieval, los locos eran seres errantes que, lejos de ser considerados como enfermos mentales –como lo serán del siglo XIX a esta parte–, encarnan más bien el anuncio de una suerte de tragedia cósmica. El Renacimiento, en cambio, sí encerrará a los locos, pero no por considerarlos enfermos, sino por considerados seres inmorales, a la par de los depravados, los pobres, los desempleados o los mendigos. Durante la época clásica, la locura aparecerá ya no como mera inmoralidad, sino como la traducción verbal de una experiencia ontológica de la Nada, como experiencia de la Sinrazón. Y será recién durante la época moderna –cuando, con la Revolución, se libere de su encierro a pobres, mendigos, libertinos…, es decir, a todos menos a los locos, rompiendo así ese gran magma indiferenciado de la Sinrazón clásica– que la locura aparecerá, por primera vez, como la alteración de facultades propiamente humanas, como enfermedad mental, es decir como alienación de una verdad antropológica a la que solo accede el médico.

A través de esta historia de la locura, no se trata solo de poner de manifiesto la inconmensurabilidad de las concepciones de la locura que se suceden a lo largo de cada época histórica para cuestionar así la idea de una historia del saber entendida como paulatino e inexorable advenimiento de la verdad frente a una razón que se abriría paso descartando trabajosamente errores, supersticiones y falsas creencias. Se trata también de poner en evidencia la fragilidad constitutiva de nuestro Occidente racional que se erige sobre la exclusión de ese otro que es la locura, a la que, sin embargo, no logra terminar de conjurar, como lo prueba la sucesión de dispositivos pergeñados para mantenerla a raya. De hecho, la idea de que la concepción moderna de la locura como enfermedad mental no sea una naturaleza preexistente, sino producto de determinados dispositivos de saber y poder, no implica que aquello que la idea de locura como enfermedad mental intenta nombrar –y normar– sea un mero constructo cultural, un puro efecto, y que no hay un afuera de los saberes y de los poderes. Ello implica, más bien, que esos dispositivos modernos son un nuevo intento por estabilizar, controlar, domesticar algo que constantemente escapa al sistema y que, al decir de Foucault en su obra de 1961, retumba en sordina en el silencio de los locos y de forma más estridente en la obra de ciertos artistas. (5)

Esa idea de que el proyecto de un conocimiento científico de la locura esconde una suerte de “lado oscuro de la luna” entronca con la segunda tesis fuerte a partir de la cual Foucault, en sus primeros trabajos, impugna la presunta positividad de las ciencias humanas, al mostrar que tanto la psiquiatría como la medicina clínica se construyen sobre la base de una experiencia esencialmente negativa. Así, en su tesis de 1961, Foucault muestra que es la locura lo que, tal vez por primera vez, permite al hombre captarse como objeto científico, como depositario de una verdad. Es, en efecto, a partir de una experiencia antropológica de la locura que una ciencia del hombre puede empezar a edificarse: “Del hombre al hombre verdadero el camino pasa por el hombre loco” (HF: 544). En el mismo sentido, un par de años más tarde, en El nacimiento de la clínica, a partir de un análisis minucioso de la obra del anatomista francés François Xavier Bichat, Foucault mostrará cómo la medicina clínica, tal vez la primera ciencia del individuo en sentido estricto, solo fue posible sobre la base de la negatividad de la muerte: “Abrid los cadáveres, exclamaba Bichat: veréis cómo desaparece la oscuridad que la mera observación no era capaz de disipar” (NC: 149). Lo que pone en evidencia Foucault allí es que las verdades positivas de las ciencias humanas emergen, tanto desde un punto de vista histórico como epistemológico, sobre experiencias negativas en las que el sujeto de dicha experiencia sucumbe y se pierde toda claridad:

Cuando hacemos del positivismo una lectura vertical vemos aparecer, al mismo tiempo ocultada por él pero indispensable para su nacimiento, toda una serie de figuras que serán luego utilizadas en su contra. En particular [...] la importancia de la finitud en la relación del hombre a la verdad y en el fundamento de esa relación, todo eso está en juego en la génesis del positivismo. En juego pero olvidado a su provecho. (NC: 200) (6)

Foucault dará incluso un paso más al identificar esa estructura, según la cual se intenta fundar un saber positivo del hombre en la experiencia que este hace de su propia finitud (a través de la muerte o de la locura), como la matriz del saber propiamente moderno y, en particular, como el gesto propio de la filosofía de Kant a esta parte.

Foucault

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