Читать книгу Foucault - Manuel Mauer - Страница 16

Entre arche y archivo

Оглавление

Pero, ciertamente, la historia a la que se referirá Foucault no será esa historia filosófica de la que podemos encontrar distintas versiones en autores como Kant, Hegel, Marx o Comte, y que piensa el devenir como un proceso continuo a través del cual la razón se va abriendo paso entre el error, la superstición, la censura, hasta dar finalmente con una verdad que la esperaba allí, oculta y agazapada, desde un inicio. Esta matriz supone que, a pesar de los contratiempos y breves desvíos, hay progreso, que avanzamos como especie en una dirección clara y definida de antemano que coincide, por otra parte, con la conquista de una mayor racionalidad y el encuentro cada vez más pleno con la verdad y la libertad.

Tres aspectos de este tipo de historicismo teleologizante (en el sentido de una historia orientada de antemano hacia un telos, hacia un fin que es dirección, culminación y sentido de esa historia) son problemáticos para Foucault. En primer lugar, su vocación fundacional. Queda claro que lo que se busca en última instancia a través de este tipo de enfoques es legitimar el curso general de la historia, el cual se contrapone a la inspiración crítica de la perspectiva foucaulteana. En segundo lugar, su matriz antropológica. Para Foucault, el pensamiento dialéctico lleva directo al humanismo:

Porque es una filosofía de la historia, porque es una filosofía de la práctica humana, porque es una filosofía de la alienación y de la reconciliación. Por todas estas razones y porque es siempre, en el fondo, una filosofía del retorno a uno mismo, la dialéctica promete de algún modo al ser humano que se volverá un hombre auténtico y verdadero. Ella promete el hombre al hombre y, en esa medida, no es disociable de una moral humanista. En este sentido, los grandes responsables del humanismo contemporáneo serían Hegel y Marx. (DE I: 569)

Para esta tradición, la historia solo se comprende a partir de un sujeto que se realizaría a través suyo (por ejemplo, la historia como advenimiento paulatino de la conciencia de sí de raíz hegeliana o, en su versión marxista, como proceso a través del cual el hombre vuelve a sí, se desaliena, se redescubre y se reconcilia consigo mismo, conquista su verdad y su autenticidad), cuando lo que busca Foucault es precisamente dar cuenta de las condiciones históricas de posibilidad de dicha matriz antropológica, como estratagema para intentar romper ese corsé. En tercer lugar, él objeta a este tipo de enfoques su doble obturación de la historia concreta: por un lado, porque en estas historias filosóficas se suelen privilegiar ciertos hechos considerados como signos del curso racional de la historia (como la entrada triunfal de Napoleón a Jena en 1806 para Hegel, o la Revolución francesa para Kant), mientras que lo que no va en la dirección correcta se menoscaba, so pretexto de que sería algo secundario. Por otro lado, estas concepciones de la historia suponen que, en algún punto, la suerte está echada. A eso se refería sin dudas Alexandre Kojève en su Introducción a la lectura de Hegel cuando sentenciaba que uno de los supuestos de la filosofía hegeliana (máximo exponente de las filosofías de la historia de corte teleologizante) es que la historia llegó a su fin. En otras palabras, que no cabe esperar nada sustancialmente novedoso bajo el sol.

En la medida en que el espíritu de Foucault es esencialmente crítico y no fundacional, en la medida en que buscará rastrear, a través de una vuelta al archivo, las condiciones históricas de posibilidad del humanismo moderno para intentar fisurar los rígidos marcos por él establecidos y abrir el juego del pensamiento a nuevos horizontes, se entiende por qué no podría recurrir a una historia teleológicamente orientada, clausurada de antemano y atravesada a su vez por un esquema antropológico, como la que encontramos en las filosofías de la historia de Kant, Hegel, Comte o Marx.

La apuesta metodológica por la arqueología primero (en sus trabajos de la década del 60, centrados esencialmente en un estudio de las condiciones históricas de posibilidad de los saberes) y por la genealogía después (en sus trabajos de los años 70, que complejizan el análisis histórico de los saberes con un análisis de las relaciones y los dispositivos de poder) responderán al desafío de pensar otra articulación posible entre filosofía e historia. Como señala Mathieu Potte-Bonneville, uno de los comentaristas más lúcidos y frescos de Foucault, la arqueología foucaulteana responde a una doble etimología: por un lado, a la búsqueda de un arche, de un principio de la experiencia anterior y más radical que las positividades y los objetos constituidos de los saberes positivos (se aprecia aquí la herencia fenomenológica de Foucault, esto es, la búsqueda de un principio trascendental que permita dar cuenta de una diversidad empírica en constante devenir); pero también, por otro, al hecho de que la búsqueda de ese principio se da en el plano inmanente del archivo y no en el plano de un sujeto trascendental, universal y suprahistórico (y es aquí donde se juega la principal ruptura de Foucault con el kantismo y la fenomenología). (11)

¿Cómo procede entonces el arqueólogo? Su punto de partida es un trabajo minucioso y titánico sobre la masa de documentos efectivamente producidos a lo largo de los últimos cuatro siglos. (12) Y a partir de ese trabajo sobre el archivo advierte esencialmente dos cosas. Por un lado, analizando el derrotero de diversos ámbitos del saber empírico (en Las palabras y las cosas por ejemplo se enfocará en los saberes que giran en torno al lenguaje, la vida y el intercambio de las riquezas), identifica la preeminencia de un sistema anónimo de reglas que rige la dispersión de los discursos en una determinada época histórica. Se trata de un sistema transversal a diversos campos disciplinarios que determina, para cada época histórica, el modo de ser de los objetos, del sujeto, de los conceptos, del lenguaje y del saber en general. No se trata de decir que la teoría organiza la experiencia de forma deliberada y voluntaria, como plantea la vulgata del método científico experimental. Foucault sugiere más bien que tanto la ciencia como la experiencia propiamente dicha se erigen sobre una superficie de emergencia que desborda ampliamente la voluntad y la conciencia del científico. Pero esa superficie de emergencia tampoco se confunde con las condiciones preconceptuales del pensamiento objetivo que buscaba, por ejemplo, la fenomenología de Merleau-Ponty. (13) Y ello porque el orden arqueológico no remite a un enraizamiento en un fondo común e inalterable de la experiencia, sino a una estructuración históricamente variable. El dar con ese orden no supone por ende un “retorno a las cosas mismas” como pregonaba la fenomenología. Se trata más bien de desplegar una “historia de los objetos discursivos que no los arraiga en la profundidad común de un suelo originario, sino que despliega el nexus de regularidades que rigen su dispersión” (AS: 65). Según la obra que tomemos como referencia, Foucault llamará a ese sistema de reglas “experiencia fundamental” (1961), “episteme” y “a priori histórico” (1966), o “formación discursiva” (1969). El aire de familia con trabajos de otros pensadores asociados al estructuralismo, como Claude Lévi-Strauss, Georges Dumézil o Jacques Lacan, es en este sentido innegable.

El segundo gran hallazgo es la discontinuidad radical que advierte el arqueólogo entre las distintas épocas que su análisis de los saberes empíricos le permite delimitar (ya comentamos algo de esto más arriba). Así, en Las palabras y las cosas Foucault encuentra que durante el Renacimiento (hasta fines del siglo XVI) la determinación teórica de los objetos se da en el orden de la semejanza: conocer es descubrir esas similitudes entre, por ejemplo, la nuez y el cerebro, partiendo de la idea de que lo que se parece se interrelaciona. En la época clásica (a lo largo de los siglos XVII y XVIII), en cambio, la semejanza cae del lado del error, de la confusión; y el saber, sostiene Foucault, pasa jugarse en el plano de la representación: saber equivale ahora a poder representar, a través del discurso y mediante un trabajo analítico, el orden del mundo en un gran cuadro taxonómico de identidades y diferencias que todo lo clasifica y al que nada escapa. Para la modernidad, por último, la determinación teórica de los objetos se jugará, según Foucault, en el elemento de la historia. Ahora las cosas encuentran su verdad en un núcleo oculto y oscuro de procesos internos que escapan en rigor al ámbito de lo representable, y cuya representación es apenas el reflejo pálido y superficial que lo real surte en la conciencia de un sujeto: la vida y su historia detrás de los seres vivos; estratos caóticos de significaciones sedimentadas detrás de las palabras; gestos laboriosos detrás de cada intercambio. La vida, el lenguaje, el trabajo exigen ahora que desentrañemos sus condiciones históricas de posibilidad, irreductibles a una representación clara y bien articulada.

Así, en Las palabras y las cosas, el arqueólogo mostrará las correspondencias que existen entre saberes y prácticas contemporáneos entre sí, aunque pertenecientes a disciplinas sin relación aparente (como la filología de Franz Bopp, la biología de Georges Cuvier, la economía política de David Ricardo y la filosofía de Kant); pero también su discontinuidad respecto de saberes de épocas anteriores o posteriores, pertenecientes incluso, supuestamente, al mismo campo disciplinario: mostrará por ejemplo que la biología de Cuvier tiene menos que ver con la historia natural de Carlos Linneo que la precede que con la economía política de Ricardo que le es contemporánea. La arqueología sería, por lo tanto, una ciencia de los sistemas entre aquello que es contemporáneo y de las discontinuidades entre lo sucesivo.

Foucault

Подняться наверх