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RADIOGRAFÍA DE UNAS FRACTURAS SOCIALES

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El premio nobel, médico y filósofo Konrad Lorenz (1984) diagnosticaba así los males de la sociedad en Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada: 1. Superpoblación; 2. Asolamiento del espacio vital; 3. Competencia consigo mismo; 4. Muerte en vida del sentimiento; 5. Decadencia genética; 6. Quebrantamiento de la tradición; 7. Formación indoctrinada; 8. Las armas nucleares.

Ya han pasado algunos años, pero el análisis crítico de Lorenz no ha perdido lucidez y vigencia, incluso ha ampliado su dimensión. Numerosas voces han puesto de manifiesto la brecha actual entre ricos y pobres, el ocaso de las ideologías, la dictadura del poder y del dinero, el individualismo, el presentismo fácil, el consumismo, la esclavitud de las apariencias, la ausencia de valores compartidos, el desdén por la naturaleza… Zygmunt Bauman (2000) ha denominado este momento de la historia como modernidad líquida, caracterizado por la ruptura con las instituciones y estructuras del pasado, donde nada es permanente, sino cambiante y caduco, tanto en el trabajo como en las organizaciones sociales y en el amor; un contexto que deriva en miedo al compromiso, ansiedad, estrés, angustia y constante búsqueda de nuevas experiencias.

En el núcleo de este panorama, en mi opinión, hay una falla cada vez mayor, más profunda y peligrosa, un agujero negro entre la ignorancia y el conocimiento, entre las personas que piensan y las que no piensan.

Se ha abierto una brecha profunda entre la ignorancia y el conocimiento, entre los que piensan y los que obedecen

Fue llamativo percibir cómo en los primeros días de alarma en la reciente pandemia del coronavirus los grandes almacenes se quedaron sin papel higiénico y cómo en las primeras jornadas de la «desescalada» las puertas de estas mismas superficies se abarrotaron. Mi memoria me trae a colación esos grandes «comederos sociales» iluminados por rebajas, Navidades, Blackfri-days, Halloween, Sanvalentines… Es frecuente ver a masas que se disparan ante la penúltima moda o que siguen a los vocingleros políticos, que votan por tradición una y otra vez sin conocer los programas, que antes de que hable su líder ya les ha convencido, que aplauden al que simplemente les cae bien porque vocea más, insulta o miente mejor, porque tiene la palabra más políticamente correcta… Sheeple, que dirían los ingleses. Estas conductas compulsivas se ven acompañadas por un gran desencanto y despreocupación ante el compromiso social, lo cual tiene un coste alto: ser gobernados por la mediocridad.

Hace tiempo que no soporto los «telerraros», falsos noticieros de actualidad, compitiendo por la noticia más asquerosa pero llamativa. Me apena la «gente guapa» que vende sin pudor su vida. Mi amigo psicólogo tiene cada vez más demandas de los enganchados a las nuevas tecnologías, bombardeados por selfis y wasaps.

La urgencia, la anécdota, lo negativo, lo raro, lo efímero, lo aparente son las fuerzas que impulsan esta manera de ser y de estar. Hasta la literatura actual se ha enamorado de la sombra, de la oscuridad, del mal. Falta luz en el escenario de lo cotidiano. El sentido común, la verdad y la belleza son discretos; por esto no están de moda.

Este trazo rápido y sombrío de la sociedad parece real, pero también incompleto a todas luces. Necesita enriquecerse con otros colores luminosos. Desde una perspectiva histórica amplia, la humanidad nunca ha vivido mejor, con menos guerras, menos hambrunas y menos dictaduras; nunca los servicios sociales como la salud (a pesar de la COVID) y la educación han tenido tanta calidad y han sido accesibles para todos, nunca hemos tenido tanto tiempo para disfrutar de nuestras aficiones, nunca hemos estado tan a salvo de las duras inclemencias naturales, nunca nuestros paladares han podido degustar la variedad y sabor de los manjares, nunca hemos viajado tanto, nunca el amor ha volado tan libre, nunca hombres y mujeres han estado más cerca de ser ellos mismos.

Ante este bosquejo paradójico, me entra la duda de si no me estaré haciendo mayor. Evidentemente, no soy milenial, pero tampoco me resigno a aceptar estos indicadores como propios de una evolución social ascendente. Un hecho se me impone: el sistema capitalista que nos envuelve solo puede sostenerse con el consumo. Pero mi cerebro protesta en silencio. Sabe que cuando piensa, molesta y me molesta. Una vez más no le hago caso y voy a seguir poniendo nombre a lo que veo con una mirada crítica.

Pienso, luego molesto. Siento, luego existo

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