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APRENDIENDO DE LAS BUENAS Y LAS MALAS PRÁCTICAS

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Las semillas de la educación son ideas, sentimientos y comportamientos que se transmiten a través de modelos sociales, medios de comunicación, familias, cultura, gestos y, sobre todo, de la palabra amable, exigente y sabia del profesor. La memoria tiene una función privilegiada para que no caigan en tierra baldía.

Es de justicia arrojar una lanza en pro de los excelentes profesores. Transcribo las palabras de una maestra de educación primaria:

«Creo firmemente que somos nosotros los que nos encargamos de la urdimbre que luego sustentará (o no) el resto de vuestras contribuciones, pero que somos nosotros quienes ponemos las bases... En mi clase nunca hay una respuesta cerrada (ni siquiera en matemáticas). Si un niño me trae que 2 + 2 = 5 no le digo “mal”. Le digo que por qué es 5...

Este curso una nena intentaba sumar 23 + 45 en horizontal y no le salía. Yo le dije: “Ponlo como una torre, que te será más fácil”. Ella me dijo que no, que era más difícil. Le pregunté por qué y me respondió que por dibujar un castillo y sumarlo en la torre no era más fácil... Es más, no le iba a caber tanto número en la torre, porque ahí solo vivía una princesa.

Más allá de la gracia infantil, me hizo reflexionar sobre: Instrucciones mal formuladas por parte de los profes.

La necesidad de saber el porqué de sus razonamientos para poder ayudarlos.

Por qué la princesa era la que vivía en la torre.

Tras ese día, en lengua hicimos un cuento por equipos en el que tenían que salir varias palabras y estaban prohibidas otras (lo hacen mucho conmigo). Salieron cuentos muy chulos de castillos y torres en las que no vivían ni reyes ni princesas…».

Esta manera de proceder sí es educación transformadora en manos de una maestra que ha asumido con gusto, dedicación y competencia su profesión de «partera».

A continuación me permito referir una anécdota personal de estilo opuesto. En mis años de estudiante universitario suspendí una asignatura cuyos contenidos ya conocía y había aprobado en otra carrera previa. Pedí cita al profesor: «Por favor, me gustaría una revisión para conocer los fallos y aprender de los errores». El día convenido fui a su despacho, llamé, pero al no obtener contestación abrí la puerta y dije tímidamente: «Con permiso». El profe estaba sentado en su mesa; vestía de traje azul, camisa blanca y corbata azul, peinado hacia atrás. No levantó la mirada. Un tanto cortado, me acerqué:

—Buenos días.

—¿Qué deseas?

—Había quedado con usted para revisar el examen.

Le dije mi nombre y como no me invitaba a sentarme opté por hacerlo con cierta timidez. Cogió mi examen con parsimonia, pasó la primera hoja, luego la segunda. Yo miraba su cara inexpresiva, oteaba mi escrito de refilón con disimulo. No veía en él ninguna observación ni tachadura. El profesor seguía mudo, yo le miraba una y otra vez. Así hasta el final. Hasta que, después de un silencio que me pareció eterno, osé decirle:

—Por favor, ¿puede decirme en qué he fallado? Quiero aprender.

Por primera vez dirigió su vista hacia mí por encima de sus gafas de color negro, se las quitó y las puso encima de la mesa, hizo ademán de levantarse y, colocando sus manos sobre mi examen, el cuerpo medio curvado hacia adelante y la cara enrojecida, dijo:

—Yo dicté… Yo dicté diez folios, diez folios en clase, y usted me ha puesto seis.

Me quedé estupefacto sin saber qué contestar, reprimiendo mis impulsos y mi lengua. Al cabo de dos segundos me levanté raudo sin decir nada. Mi instinto de supervivencia me llevó resuelto hacia la puerta. La abrí y, volviendo la cabeza, le dije con una sonrisa irónica como jamás había asomado a mi cara:

—Muchas gracias, señor «dictador».

La entrevista fue improductiva a todas luces, pero yo me quedé más ancho que largo, contrariado pero satisfecho. Dos años más tarde, en un congreso, dicho profesor, ponente en una mesa redonda, expuso su discurso de manera efusiva, agotando con creces el tiempo dispuesto. El coordinador le llamó la atención dos veces antes de cortarle. En el turno de preguntas alcé la mano y, dirigiéndome al susodicho, le felicité primero por su intervención y luego le hice esta pregunta: «¿Qué le parece la congruencia entre su discurso y el caso que le voy a contar?». Y referí el caso aludido. Al parecer se dio por enterado, pues se puso rojo, rojo como un tomate, pero no contestó y dio paso a otra pregunta. Yo me di por bien pagado.

Pienso, luego molesto. Siento, luego existo

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