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2. ROBÓTICA Y EMPLEO: ¿CREACIÓN O DESTRUCCIÓN?

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El principal efecto derivado de la aplicación de la robótica y la inteligencia artificial en la producción es el incremento de la productividad y el desplazamiento del trabajo humano, con todo lo que ello conlleva en términos de empleo (la sustitución tecnológica), así como de las relaciones sociales y sindicales en la empresa. La inversión en robots obviamente que abarata los costes de personal, agiliza la gestión laboral de la plantilla, pues esta ve minorada y también puede reducir la conflictividad laboral en la empresa.

La introducción de nueva tecnología es precisamente una de las causas que permiten realizar ajustes de tipo laboral en la empresa, desde modificaciones de las condiciones de trabajo hasta el despido por necesidades de la empresa, cuando se genere un excedente laboral. Se trata de una decisión que pertenece a la dirección empresarial, pero, en la medida en que está en juego también el derecho al trabajo y el interés en el mantenimiento del empleo, ya algún pronunciamiento judicial, cierto que bastante controvertido, ha declarado improcedente el despido basado en la introducción de robótica en una empresa del sector servicios. En este sentido, resulta de interés la interesante y polémica SJS núm. 10 Gran Canaria, de 23 de septiembre de 2019, donde se ponen perfectamente de relieve y en contraposición el conjunto de derechos a ponderar en este tipo de litigios.

Aunque no sea muy adecuado hablar de capacidades laborales de un robot (porque el trabajo es algo característico de los seres humanos, quizá sería más adecuado hablar directamente de rendimiento de la máquina o del programa), lo cierto es que los robots cometen menos errores y no están sujetos a los ritmos circadianos de las personas, por lo que pueden desempeñar mejor los ciclos productivos continuos que se requieren en la nuevo contexto de on demand economy (y los requerimientos de la producción just in time apoyada en las NTICs). Los flujos de información sobre las necesidades productivas pueden integrarse de manera automática en su programación sin procesos previos y sin necesidad de aprendizaje, pero incluso sabemos que la investigación científica se está orientando hacia robots (algoritmos) que son capaces de aprender de sus propios errores. Por lo tanto, es innegable reconocer estas ventajas de la introducción de la robótica en los procesos productivos, pero al mismo tiempo hemos de replantearnos las políticas de empleo más adecuadas para atender a sus efectos sobre la estructura del empleo y los excedentes de mano de obra que generan.

Cuando comparamos las capacidades productivas de los robots y las personas la verdad es que los términos de comparación no son iguales, aunque al hombre siempre le ha fascinado la idea de “jugar a ser un Dios creador”. En cuanto a tratamiento de datos, cálculo, precisión, etc., las máquinas actuales hace tiempo son más eficientes que el cerebro humano y por ello hay un desplazamiento del trabajo humano por la robótica (en sus diversas formas).

Pero la racionalidad programada de una máquina-robot nunca podrá reemplazar la genialidad de muchas obras o creaciones artísticas, literarias, arquitectónicas, etc., pues también se nutren de componentes creativos, culturales, etc. Estos elementos son muy difícilmente programables. De momento, lo que podríamos llamar potencial creativo siempre será inferior al humano. Conviene recordar que las propias máquinas son una obra humana y los robots actúan –de momento– bajo las coordenadas de una programación realizada por la ingeniería humana. No obstante, ya se ensayan con éxito las creaciones literarias o artísticas enteramente realizadas con inteligencia artificial.

El binomio hombre-tecnología y sus efectos sobre las tasas de empleo ha sido un debate clásico de las relaciones industriales y de la economía del trabajo. Incluso algunos ya se atrevieron a vaticinar el fin del trabajo y la necesidad de un nuevo contrato social para redistribuir el bienestar y permitir la viabilidad de las sociedades en términos de paz social cuando el trabajo haya perdido su peso con medio de integración social y de acceso a una ciudadanía industrial plena (Rifkin, 2014: 155).

De ahí también el debate abierto sobre la imposición fiscal sobre las máquinas que permita financiar servicios públicos, incluidos los sistemas de pensiones. Entiendo que hablar de “robots que coticen” no es una expresión demasiado afortunada. Aunque haya calado en el debate político y sindical, se trataría simplemente de una fórmula más propiamente tributaria –pues la cotización es una noción técnico-jurídica diseñada básicamente para ser una contribución que permita a un trabajador beneficiarse en un futuro de prestaciones de seguridad social–para amortiguar los costes que el excedente de mano de obra genera para los sistemas de protección social (al igual que ya hacemos con las regulaciones de empleo que se producen en empresas que tienen beneficios).

También es cierto que la inicial destrucción de empleo derivada del uso de una nueva tecnología, en cierta medida, se ve compensada por el empleo generado en el diseño, producción, instalación, mantenimiento, etc., de esa nueva tecnología. ¿En qué medida? Parece que es muy difícil de prever, los estudios prospectivos sobre la automatización del trabajo difieren entre sí, pero seguramente se saldará en términos negativos para el empleo humano. Ello seguramente hará aflorar capas de población improductivas para el sistema económico y esto ya se traducirá en una nueva cuestión social a resolver en clave de política social.

Para no caer en una visión en exceso catastrofista, cabe pensar que al menos en parte se tratará –tomando prestada una expresión de Shumpeter– de un proceso de destrucción creativa propio de la evolución del propio capitalismo (mientras la lógica capitalista sea viable tal como la entendemos en la actualidad).

En este sentido, el Informe del Word Economic Forum, The Future of Jobs. Report 2020, octubre 2020, advierte que, aunque el número de puestos de trabajo destruidos será superado por el número de puestos de trabajo que se crearán mañana, pero que, a diferencia de años anteriores, la creación de empleo se desacelera mientras se acelera la destrucción de empleo, estimándose que para 2025, 85 millones de empleos pueden ser desplazados por un cambio en la división del trabajo entre humanos y máquinas, mientras que 97 millones de nuevos perfiles pueden emerger como más adaptados a la nueva división del trabajo entre humanos, máquinas y algoritmos.

Se requerirán más intensamente profesionales del mundo de la informática, la programación, la ingeniería informática y la electrónica y además, hoy día nos sigue sorprendiendo el surgimiento de nuevas profesiones derivadas del cambio tecnológico (como v. gr., desde los analistas de datos hasta los probadores de video-juegos o los profesionales de los e-sports). Ello demuestra que, si bien la robotización/digitalización destruye empleo “tradicional”, no lo es menos que genera otro tipo de empleos, la mayoría de los cuales quizá todavía ni siquiera tenemos en nuestra imaginación.

Ahora bien, estos nuevos empleos no siempre son de calidad, pues las nuevas tecnologías facilitan formas precarias de empleo como el trabajo en plataformas digitales, el teletrabajo “a llamada” (smartworking). También ponen contra las cuerdas las propias delimitaciones normativas de lo que se considera trabajo asalariado y los regímenes jurídicos subsiguientes a la calificación jurídica. Los trabajadores que trabajan en industrias o entornos de utilización intensiva de las nuevas tecnologías no han sido inmunes a los procesos de precarización laboral y se habla –en términos sociológicos– de los precarios de la nueva economía digital. Por ejemplo, el fenómeno del crowdworking, en su definición más aceptada (Wikipedia) consiste en el “empleo de personas para tareas repetitivas poco cualificadas en una página web, investigación, etc. por ejemplo, para entradas de datos…”. Se trata de trabajadores de micro tarea poco cualificada, lo que nos recuerda demasiado –salvado el contexto tecnológico– a los obreros industriales del taylorismo, solo que desprovistos del paquete de derechos socio-laborales que caracterizaba dicho modelo productivo (y su correlativo estatus de ciudadanía laboral).

Hace tiempo que aparecieron estudios que vaticinan una gradual destrucción de puestos de trabajo como fruto de los procesos de robotización y digitalización de la economía, pero lo cierto es que la realidad del cambio tecnológico, además de acelerada, se presta a pocas previsiones a medio y largo plazo, así que no disponemos de datos demasiado fiables para el futuro. Por otra parte, si bien el cambio tecnológico es inexorable, el trabajo, como fenómeno que también se construye socialmente, no se encuentra sujeto a inmutables reglas económicas o tecnológicas. Tales reglas no están escritas en ninguna parte y el trabajo también debe ser objeto de una construcción socio-política. En el mundo del trabajo también influyen –y confluyen– muchos factores políticos y sociales, vinculados con la tutela de los derechos sociales fundamentales y con las políticas de redistribución del bienestar. El futuro del trabajo humano también será, en buena medida, lo que las sociedades decidan, no hay leyes inexorables que lo predeterminen, ni tampoco podemos admitir –de forma acrítica– que sea predeterminado exclusivamente por el cambio de los paradigmas tecnológicos que se introduzcan en el mundo de la producción.

En todo caso, en lo que vienen a coincidir los estudios disponibles es que los empleos menos cualificados de los sectores primario y secundario podrían ser los más afectados por la destrucción de empleo y progresivamente irá afectando a trabajadores de cualificaciones medias. Aunque no todo es tan previsible, pues v. gr. los trabajos de cualificación media en el sector bancario (terciario) han sido de los más impactados por las nuevas tecnologías. Resulta obvio que todas las cualificaciones relacionadas con las nuevas tecnologías no sólo serán las menos afectadas, sino que también se incrementará su demanda en los mercados de trabajo (análisis de datos, programación, especialistas en inteligencia artificial, ingenierías relacionadas con las nuevas tecnologías, etc.). Por otra parte, hay trabajos y sectores que –en principio– se van a ver menos afectados por esa destrucción o desplazamiento del trabajo humano, como los trabajos de cuidado, educativos, de consultoría y asesoramiento jurídico, etc., donde la dimensión humana es más difícilmente reemplazable.

Sobre los trabajos de cuidado conviene advertir sobre el desarrollo de los cuidadores robóticos, que ya se están experimentando en Japón, y que también promueve la Unión Europea debido al envejecimiento poblacional y la escasez de personal de cuidados. De manera que, aquello que se vaticina que podría ser un gran nicho de mercado, quizá se vea neutralizado por el propio desarrollo tecnológico.

Según el estudio internacional de PricewaterhouseCoopers (PwC), en 2030 una tercera parte de los empleos estará totalmente automatizado y no lo realizará un trabajador. Las previsiones sobre la implantación de esta automatización se desarrollarán en tres fases: a) una primera fase algorítmica (consistente en labores sencillas y análisis estructurado de datos) que ya están en curso (hasta principios de la década de 2020) y que afecta 1-4% del empleo (aunque ha transformado completamente el panorama laboral de sectores como v. gr. el trabajo en la banca); una segunda fase de automatización aumentada (con intercambio de información y análisis de datos desestructurados) que afectará al 29% del empleo (y que ya afectará a cualificaciones medias); y una tercera fase que será autónoma (inteligencia artificial) que reemplazará a un 34% del empleo y que perjudicará especialmente a los empleos menos cualificados y a las cualificaciones medias, afectará especialmente al transporte y la logística y al empleo industrial, mientras que los menos afectados serán los sectores de la educación y los puestos de dirección.

Conforme a un estudio del BBVA Research, la probabilidad de automatización (de que el trabajador sea sustituido en el empleo) disminuye con el grado de responsabilidad, el nivel educativo, la disposición a entrar en acciones formativas y la adopción de nuevas formas de trabajo (teletrabajo); o es reducida en sectores como la educación, sanidad, servicios sociales, TIC, energía y actividades científico-técnicas.

Lo que ya sabemos es que la automatización –incluso en la fase más avanzada de la IA– tendrá menor impacto en los países con mayor peso de la economía del conocimiento (como es el caso de Finlandia, Suecia y Noruega). Así que estamos obligados a anticiparnos al cambio y tener más presente la inserción de las competencias relacionadas con las nuevas tecnologías en nuestros sistemas educativos y de formación continua antes de que sea demasiado tarde.

También estamos obligados al desarrollo de políticas sociales que amortigüen los efectos menos deseables del cambio tecnológico, en términos de precarización o exclusión social, apoyando a las personas en las transiciones laborales que deban afrontar como consecuencia de dichos cambios, así como atendiendo a los excluidos por tales procesos. Habrá que diseñar mecanismos que compensen a los damnificados por la revolución digital, reformular los sistemas de protección por desempleo, etc. Quizá la única buena noticia que tuvieron los trabajadores en materia de despido –con la última gran reforma laboral de 2012– es el derecho a un curso de cualificación antes de que se adopte una medida extintiva por falta de adaptación del trabajador a las modificaciones técnicas operadas en su puesto de trabajo [cfr. art. 52 b) LET].

Los efectos de la digitalización sobre el empleo tampoco afectan por igual a todos los estratos sociales, por ejemplo, la noción brecha digital tiene también directamente que ver con el grado de resiliencia de las diversas clases sociales en relación al cambio tecnológico. Los países más avanzados tecnológicamente –como son los países nórdicos– y los grupos sociales mejor formados y habituados al uso de nuevas tecnologías estarán –a su vez– en mejores condiciones de afrontar el cambio y mantener niveles diferenciales y crecientes de mayor competitividad en los mercados (incluidos los mercados de trabajo). Por otra parte, en mercados cada vez más globalizados, el avance tecnológico permite a los ciudadanos de estos países afrontar de manera más exitosa la competencia profesional. El género y la edad son también los dos grandes factores relacionados con la brecha digital y hay aspectos culturales también influyen en cuanto a la apertura hacia las nuevas tecnologías que, en ningún caso deben dejarse de lado en las políticas destinadas a combatir la brecha digital.

El reto es conformar los currículos formativos –a todos los niveles– en esta dirección, incluyendo todas las competencias necesarias para afrontar este acelerado cambio tecnológico. Esta cuestión nos enfrenta también con un debate clásico sobre la adaptación curricular de la formación escolar, profesional y universitaria a los requerimientos del sistema productivo. Todos los esfuerzos por integrar las nuevas tecnologías en los procesos de aprendizaje –a todos los niveles– son especialmente necesarios en el nuevo contexto socio-económico que surge de la sociedad de la información y la competencia –ya globalizada– que habrán de afrontar las nuevas generaciones.

Se requerirá una mayor flexibilidad de las universidades, en la implantación y diseño de las titulaciones universitarias (especialmente de posgrado), pero también una mayor implicación de las empresas en el desarrollo de modelos formativos duales que garanticen la adecuación de la mano de obra a unos procesos productivos cada vez más necesitados de la robótica y de la IA para mantener la competitividad.

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