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Sublevación en la Guadalajara de Tlacotán

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Uno de los levantamientos indígenas del occidente de México en contra de los españoles tuvo lugar en la villa de Guadalajara, cuando se asentaba cerca del pueblo de Tlacotán. Los naturales de varios pueblos se unieron para sorprender a los iberos, quienes causaban muchos estragos en los lugares adonde llegaban.

Los más valientes guerreros eran los tochos y caxcanes que habitaban al norte del río Santiago, quienes dieron muerte a Pedro de Alvarado y treinta personas más. Alvarado, a quien llamaban el Sol, era uno de los capitanes a quienes más temían los indígenas. Luego de su muerte, ocurrida en 1541, el gobernador Cristóbal de Oñate se encontraba en grandes aprietos porque los setenta españoles que quedaban y acompañaban a Alvarado querían irse y él tan sólo contaba en Guadalajara con veinticinco de a caballo y de a pie; de los setenta decidieron quedarse doce,11 que tenían deudos y hermanos en la ciudad. De esta manera, ya contaba con treinta y cinco soldados (Tello, 1973: 206).

Cristóbal de Oñate envió un mensaje al virrey para enterarlo de la situación en que se encontraba Guadalajara. En julio de 1541 entró Diego Vázquez a la ciudad con cincuenta hombres y el capitán Juan de Muncibay, un español muy distinguido; con ellos sumaban ochenta y cinco hombres, suficientes para defenderse (Tello, 1973: 207-209). Los enemigos de los españoles eran principalmente los del:

Río y Valle de Xuchipila hasta Jalpa, y los del Valle de Tlaltenango de cabo a rabo, y el Valle de Tlacotlán y Barrancas, y que todos confederados trataron para que no se les fuesen los españoles, con los casiques de Matatlán, [...] [el cacique de Matatlán fue] a Tonalán y les dixo se alzasen [...] porque [...] acometerían los caxcanes a la ciudad (Tello, 1973: 200-211).

Pero no cedieron porque dijeron que los españoles eran sus amigos. Los indígenas fueron con el cacique de Atemajac a Tequizistlán y Copala, pueblos con población insuficiente para enfrentar a los españoles en el río. También acudieron a «…Yschcatlán a tratar con el cacique pero un indígena tartamudo llamado Francisco Gang[u]illas, le dijo al cacique que él y los demás del pueblo no querían alzarse contra los españoles» (Tello, 1973: 209-211), que era mejor que prendieran a los enviados de Matatlán.

En septiembre de 1541, el gobernador Cristóbal de Oñate empezó a averiguar cuáles caciques de los alrededores habían conspirado contra los españoles. Los indígenas dijeron en sus confesiones que «…el día que habían de yr a la ciudad los enemigos, que eran los de Atemaxac Zaavedra, de Copala, de Yschcatlán y el de Tequizistlán, todos ellos del valle de Tonallán, para el día seis del mismo mes los mandó ahorcar» (Tello, 1973: 213).

Los naturales habían dicho que se levantarían en octubre, y los españoles no decidían irse a Tonalá porque, decían:

...tan grandes perros son los unos como los otros, y estando entre nuestros enemigos, no tenemos de quien fiarnos. Decidieron quedarse y construir una Casa Fuerte, [...] dos torres con sus troneras, que cada una guardaba dos calles y cogían toda la cassa (Tello, 1973: 214).

Los españoles hacían muchas plegarias a Dios de noche y de día. Tenían soldados y gente de a caballo para vigilar la villa y los caminos, e indígenas a su servicio. Estos eran los que llevaban leña y comida para los caballos, «…pero los yndios del pueblo de Tlacotlán [que estaba a una legua de la ciudad] que eran de tres mil, se los impedían y les amenazaban con matarlos si seguían abasteciendo a los españoles» (Tello, 1973: 215).

Cuando los soldados fueron a Tlacotán a conseguir lo necesario para comer se encontraron con la sorpresa de que no había nadie en el mercado ni en ninguna parte porque sus amigos, en quienes confiaban, se habían alzado contra ellos (Tello, 1973: 215-216).

En 1541, en la víspera del día de San Miguel, los pueblos levantados se dirigían a la ciudad. Pedro Plasencia, que había salido con los indígenas a recoger leña y yerba, se dio cuenta de que iba hacia ella una multitud como nunca la había visto. Eran las nueve de la mañana cuando llegó a avisarle al gobernador; encontró a todos los españoles reunidos en la iglesia y les informó de la sublevación; las mujeres y los niños «comenzaron a llorar y a desmayarse». Entonces se levantó Beatriz Hernández, mujer de Juan Sánchez de Olea, y le dijo tajantemente al gobernador que pidiera que pronto terminaran con la misa porque tenían que prepararse para el conflicto (Tello, 1973: 218-219).

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