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Peregrina

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Una vez al año se abrían las puertas del Palacio del Sol para que peregrinos de todo el mundo se acercaran a pedir su deseo al más augusto de todos los reyes, al hechicero de las tierras más prósperas, el Dragón Blanco. Habían pasado siglos desde que la batalla con su hermano se convirtió en un mito que lo reafirmaba como la bestia mágica más poderosa. Desde entonces no se había sabido nada del Dragón Rojo, aprisionado en una celda de fuego en el centro mismo del mundo, en la profundidad compartida de todos los océanos.

Estas festividades del Deseo convocaban a multitudes de errantes, trotamundos y religiosos que se acercaban a la alta cumbre que debían ascender para llegar al Palacio del Sol, una caminata que podía llevarles días. En la cima de esta se encontraba el Puente Infinito, tan extenso que cruzarlo requería tres días más de peregrinación. Todos aquellos que se encontraran en el puente a la hora en que se abrían las Puertas podrían ver al Dragón Blanco y este les cumpliría el deseo ardiente en sus espíritus.

Sabía de esto la princesa Mirae nacida de aquella estrella melancólica, que desde el Norte más lejano aguardaba cumplir la edad para ser parte de esta peregrinación. No sería la primera de la Ciudadela en intentarlo, con la salvedad de que sería la primera en hacerlo, que tendría que descender del castillo colgante y cruzar medio mundo a pie. Era descabellado por donde sea que se mirara, como se lo recordaban también los ancianos del Consejo cuando se hablaba en la cena de su anhelo infantil. Pero la reina Doira estaba enferma desde hacía años y esa agonía se había visto reflejada en constelaciones pálidas, que no resplandecían con la gloria de otros tiempos. Las Boreales que eran las rutas que descendían de la Ciudadela a la tierra se apagaban en ocasiones, los vagabundos decían perder la ruta por culpa de su ausencia.

Era determinación de la princesa conseguir una cita con el Dragón Blanco para rogar por la salud de su madre, y cuando el Consejo impuso la prohibición de que abandonara el castillo, se escapó siendo guiada por una estrella tímida y corrió todo lo largo de las Boreales, cayendo en el último tramo cuando estas se desvanecieron. Rodó cuesta abajo, lastimándose gravemente el cuerpo. Se manchó las manos de su propia sangre al rozar los cortes que se había hecho. El dolor fue lo primero que conoció en la tierra, así comenzó su andar y la caridad de unos campesinos, que la creyeron herida por bandidos, la sanó. Escondió de ellos sus alas que la identificaban como una hija de las estrellas, bajo una pesada capa. Amarró su cabellera oscura en una trenza que dejó caer a su espalda y echó a andar por los caminos, confundiéndose entre los muchos peregrinos que emigraban hacia la cima del sol naciente donde brillaba el palacio del Dragón Blanco.

Los cuentos del conejo de la Luna

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