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El chico del mar

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Se cruzó en su camino un chico cuyo cabello era rojo como el fuego más furioso, pero con los ojos azules de quien ha atrapado el mar en la mirada. Conocía el lenguaje de las sirenas, pues venía de las ciudades sumergidas en los océanos gobernadas por el dragón Tierel. Se mostró al principio un poco hosco con la muchacha, la trató como una campesina más, despreció su compañía hasta que la recurrencia de sus encuentros los obligó a ser compañeros de viaje. Tardaron días de conversaciones banales en sentarse frente a un atardecer en uno de los puertos que los sinceró, la misma intensidad azul se reflejaba del cielo al mar.

—¿Cuál es tu deseo? —preguntó Kobe.

—Deseo que mi madre se sane de su angustia —contestó ella.

Y él no entendió este deseo, frunció su ceño por la incomprensión.

—¿Por qué no pides un deseo para ti? Eres quien peregrina, el Deseo debe ser para ti.

Mirae no contestó, en cambio, preguntó por el suyo.

—Deseo que el Dragón Blanco me devuelva la herencia y el lugar que me corresponde por nacimiento, que me arrebataron.

Se enteró así la princesa que viajaba con quien había sufrido la injusticia del destrono siendo tan joven, y para devolverle la sinceridad que había recibido de él, le confesó su propio pesar. Mostró sus alas rotas ocultas bajo la capa y la incomprensión del chico fue mayor.

—Podrías pedirle al Dragón Blanco que te sane a ti —opinó.

Y ella no le respondió, porque la razón de su peregrinación seguía siendo la misma desde que tenía memoria.

El chico no perdía oportunidad durante su viaje de insistirle en que usara el Deseo para ella cuando llegara el momento. Lo hacía cada vez más seguido a medida que veían más claro en el horizonte ese punto de luz que reconocían como el Palacio del Sol. En un tramo del viaje se desviaron de la ruta principal para acercarse a una de las ciudades más antiguas bajo los dominios de la dragona Lena y el chico la convenció de ir a la biblioteca que reunía los escritos que no se encontraban ni en el mar, ni en las estrellas. Después de horas en las que vagaron por los estantes a rebosar de libros, decidieron pasar la noche a la vera del camino y fue entonces cuando el chico le enseñó los libros que había robado de la biblioteca.

Uno de estos manuales era una colección de mapas de constelaciones que regaló a la muchacha, quien se encontraba molesta por su atrevimiento, y el otro era un libro de hechizos, casi olvidados, con el cual prometió devolverle la fuerza a sus alas. Pese a lo reprobable del acto, la muchacha no pudo más que conmoverse por el gesto de solidaridad y accedió a que probara la magia del libro en ella. Pero tras días de lectura del manual seguían sin obtener resultados, la desilusión de la muchacha no era nada comparada con la frustración del chico, y con esta desazón llegaron al gran arco de piedra que marcaba el inicio del ascenso al Palacio del Sol. Este camino lo hicieron con sus manos entrelazadas, así llegaron hasta el puente mismo y el día que se anunció que las Puertas serían abiertas recién se soltaron.

Los cuentos del conejo de la Luna

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