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La batalla de los dragones

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La muchacha perdió de vista a su compañero cuando la multitud se agitó y se vio arrastrada hacia las Puertas en medio de la algarabía. Se encontraba en los escalones principales cuando la figura resplandeciente del Dragón Blanco se elevó sobre la cúpula del Palacio del Sol, desde allí saludó a los peregrinos con un rugido. Abrió sus alas y una luz recorrió el puente de una punta a la otra cuando todos los deseos se alzaron a viva voz, la felicidad de los presentes explotó como fuegos artificiales en el día. Ella también lo sintió, percibió el latido de su madre en su propio pecho, como el fantasma de la tristeza se retiraba de su cuerpo y en sus oídos escuchó esa risa que provenía del lejano Norte. Su llanto emocionado se unió a los muchos llantos de los peregrinos con pies cansados, que emprendieron el descenso para festejar en las ferias que los esperaban en la ladera, donde habría música, teatro y danzas. Siguió la muchacha a la multitud hasta detenerse ante el rostro de su amigo que estaba parado en medio del puente, con sus ojos puestos en el Palacio del Sol.

Sucedió entonces la traición que la princesa recordaría de por vida, porque había sido su corazón ingenuo de niña el que recibió la herida y el primer dolor es siempre recordado con más intensidad que cualquier otro que se sobrevive después. Ante su mirada vio mutar al chico que conoció en un impresionante dragón de escamas escarlatas que parecían llamaradas vivas y se echó hacia atrás para escapar del daño del fuego. Cayó contra la dureza del suelo y alzó su rostro para ver cómo los dragones se encontraban en el cielo, en una batalla que rememoraba a la de siglos atrás. El Dragón Rojo seguía siendo más joven, pero había aprendido del libro robado de la biblioteca los hechizos que usó para debilitar a su hermano mayor, destruyó parte del palacio con su incendio y rompió el puente en dos al golpear al Dragón Blanco contra este.

Del borde resquebrajado resbaló la muchacha, que en su desesperación buscó de donde prenderse, porque era incapaz de volar con sus alas rotas y el abismo bajo sus pies era demasiado profundo, no veía el final. El Dragón Rojo hizo el amago de ir por ella al verla en peligro, pero su hermano se recuperaba de la caída y era el momento único que tenía de asesinarlo. Eligió su venganza por sobre la lealtad, decisión equivocada que lo lanzó herido de gravedad a la profundidad del abismo porque la garra de su hermano había atravesado su garganta y con su fuerza lo expulsó a una nueva prisión oscura.

Pero la princesa también cayó, cerró los ojos a su muerte inminente, a la caída infinita y se vio recogida en el aire por el mismo Dragón Blanco que la devolvió a la estabilidad del puente para que pudiera sentarse.

El dragón dio un par de vueltas sobre ella hasta descender en la forma transformada de un rey de rasgos más maduros si los comparaba con el chico del mar, y sobre su cabello rubio resplandecía una corona con rayos de sol. Iba impecablemente vestido de blanco, el oro en los hilos de su atuendo también brillaba. La admiración en los ojos de la muchacha era la misma que podía verse en la mirada del dragón Altair, que se acercó a ella para rozar las puntas de sus alas extendidas, eran de niebla y poseían su propia luz. Fue entonces que Mirae notó que sus alas estaban restauradas y antes de caer en el error de agradecérselo, el Dragón Blanco la interrumpió:

—Lo hizo mi hermano.

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