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CAPÍTULO SIETE

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Wen­do­li­ne y el res­to de asis­ten­tes de Ca­ye­ta­na te­nían dis­pues­to un sin­fín de co­lo­ri­dos man­ja­res en una in­men­sa te­rra­za con vis­tas al mar. El ver­de del gua­ca­mo­le, el rojo pa­sión del agua de Ja­mai­ca [4] o el mos­ta­za de esa sal­sa que iba con ma­nual de ins­truc­cio­nes: «Doc­to­res, ten­gan cui­da­do por­que se pue­den en­chi­lar»…[5] Todo com­po­nía una or­gía cro­má­ti­ca en una mesa en la que no fal­ta­ba de­ta­lle, más bien so­bra­ban unas cuan­tas co­sas como, por ejem­plo, lujo, os­ten­ta­ción y un cu­bier­to.

—¿Es­pe­ra­mos a al­guien más? —pre­gun­tó Juan.

Al pa­re­cer, tam­bién so­bra­ban las pa­la­bras. Wen­do­li­ne apa­re­ció en la te­rra­za con la urna de la­pis­lá­zu­li y la co­lo­có con so­lem­ni­dad en la mesa, fren­te al si­tio va­cío. La mala suer­te qui­so que tam­bién, en ese mo­men­to, apa­re­cie­ra Ma­ría con un mon­tón de tor­ti­llas de maíz en­vuel­tas en una ser­vi­lle­ta.

El olor a maíz ca­lien­te y un si­len­cio di­fí­cil de asi­mi­lar se apo­de­ra­ron de todo. Has­ta el mar pa­re­cía ha­ber de­te­ni­do su in­fi­ni­to su­su­rro en se­ñal de res­pe­to.

—Wen­do­li­ne, ¿pue­de traer­me una agüi­ta es­pe­cial, de esas que us­ted me pre­pa­ra, por fa­vor? —su­pli­có Ca­ye­ta­na, con la voz tem­blo­ro­sa y sin de­jar de mi­rar la urna.

Kin le­van­tó la vis­ta y ob­ser­vó a su ma­dre ner­vio­so. Algo lo ator­men­ta­ba y Juan pen­só que res­ca­tar­lo de sus pen­sa­mien­tos se­ría una bue­na tác­ti­ca para ga­nar­se su con­fian­za y, de paso, la de su ma­dre:

—Kin, ¿cuán­to mi­des? Eres muy alto para te­ner tre­ce años, ¿no?

—Casi un me­tro ochen­ta.

—Está en el equi­po de bás­quet del club —dijo Ca­ye­ta­na, or­gu­llo­sa.

—Sí, pero no me gus­ta.

Kin no pro­nun­ció ni una pa­la­bra más en lo que duró la co­mi­da. En par­te por cul­pa de su ma­dre, que se en­car­gó de que la con­ver­sa­ción ver­sa­ra so­bre te­mas tan apa­sio­nan­tes como los hu­ra­ca­nes (que para com­ba­tir­los, Ál­va­ro ha­bía man­dan­do ins­ta­lar en toda la casa unos cris­ta­les an­ti­ci­clón que cos­ta­ron una for­tu­na), la edu­ca­ción de los hi­jos (que para Ál­va­ro era lo me­jor en lo que se po­día in­ver­tir se­sen­ta mil dó­la­res al año) o los bar­cos (que a Ál­va­ro le gus­ta­ban tan­to, que se com­pró uno y le cons­tru­yó su pro­pio em­bar­ca­de­ro).

Hizo tal alar­de de po­de­río eco­nó­mi­co que Sara te­mió la reac­ción de Juan. Su ase­so­ría no ter­mi­na­ba de arran­car y no sa­ber en qué se es­ta­ba equi­vo­can­do lo te­nía amar­ga­do. Oír ha­blar de mi­llo­nes como si el di­ne­ro ca­ye­ra del cie­lo, po­día ter­mi­nar de hun­dir­lo. Sin em­bar­go, Juan no dejó de mos­trar un sano asom­bro du­ran­te toda la con­ver­sa­ción, has­ta que me­tió la pata:

—Pues tie­nes suer­te de que tu ma­ri­do fue­ra tan es­plén­di­do, Ca­ye­ta­na. Se gas­ta­ría mu­cho di­ne­ro en con­tra­tar un se­gu­ro de vida para que pue­das man­te­ner todo esto, ¿no?

Ca­ye­ta­na se puso pá­li­da y Sara se apre­su­ró a to­mar la mano de Juan y a apre­tar­la con fuer­za a modo de ad­ver­ten­cia.

—Juan… —dijo en tono mu­si­cal.

—¿Qué pasa, Sara? —pre­gun­tó él, son­rien­do.

—Que po­drías ser un poco más dis­cre­to, ¿no te pa­re­ce, ca­ri­ño?

—No sé por qué lo di­ces, ca­ri­ño.

—Por­que no se pre­gun­tan esas co­sas, Juan.

—Solo mos­tra­ba in­te­rés por la si­tua­ción de Ca­ye­ta­na y de Kin, Sara. Creía que es­tá­ba­mos en fa­mi­lia.

—Y lo es­ta­mos, pero una cosa es te­ner con­fian­za y otra ha­cer pre­gun­tas in­dis­cre­tas, mi amo.

El cru­ce de re­pro­ches al­mi­ba­ra­dos, do­lo­ro­sos apre­to­nes de mano y son­ri­sas fal­sas fue in cres­cen­do has­ta el pun­to en que Kin se apar­tó el fle­qui­llo de la cara para con­tem­plar bien a sus tíos y, cuan­do ya se mas­ca­ba la tra­ge­dia, Car­men y Wen­do­li­ne apa­re­cie­ron en la te­rra­za con la pe­que­ña Lo­re­to.

—Dis­cul­pen. Doc­to­ra, la niña ya co­mió y se por­tó muy bien —dijo la nana. —¿Quie­re que la ayu­de a dor­mir la sies­ta?

—¡¡¡No!!! —gri­ta­ron Sara y Juan al mis­mo tiem­po.

To­dos, has­ta Ál­va­ro en su urna, die­ron un brin­co del sus­to.

—Lo sien­to —se dis­cul­pó Sara—. Es que si duer­me la sies­ta se pasa la no­che en vela. No duer­me muy bien. Por cier­to, ¿dón­de está Po?

—¿No lo te­nías tú? —pre­gun­tó Juan, ner­vio­so.

—No, yo no lo ten­go —dijo Sara.

—¿Lo traía en el co­che?

—Sí, pero cuan­do se bajó lo lle­va­ba en la mano.

—¿Es­tás se­gu­ra?

—Creo que sí.

Cuan­do ya pa­re­cía que Sara y Juan es­ta­ban a pun­to de su­frir un ata­que de an­sie­dad con­yu­gal, Car­men sacó el pe­rri­to de pe­lu­che del bol­si­llo de su de­lan­tal y pre­gun­tó:

—¿Este es Po?

Sara y Juan res­pi­ra­ron ali­via­dos.

—Sí, me­nos mal —bufó Juan.

—Car­men, Po es el mu­ñe­co de ape­go de Lo­re­to. Sin él, es in­ca­paz de dor­mir­se, por eso es tan im­por­tan­te que no lo pier­da. Se­ría una tra­ge­dia —ex­pli­có Sara.

—Juan… Sa­ri­ta… Sois tan exa­ge­ra­dos… —dijo Ca­ye­ta­na—. Os ase­gu­ro que en tres días Lo­re­to dor­mi­rá toda la no­che de un ti­rón. Con­fiad en Car­men, es la me­jor nana del mun­do.

—Fa­vor que us­ted me hace, se­ño­ra, gra­cias.

—Doña Ca­ye­ta­na —dijo Wen­do­li­ne—, don Di­mi­tri no deja lla­mar­la al ce­lu­lar. ¿Quie­re que le diga algo?

—No, Wen­do­li­ne. Ya lo lla­ma­ré cuan­do todo haya pa­sa­do.

—¿No lo avi­sas­te del fu­ne­ral? —pre­gun­tó Kin, ex­tra­ña­do.

Ca­ye­ta­na negó con la ca­be­za y, para po­ner fin a la con­ver­sa­ción, se di­ri­gió a Sara y a Juan:

—Bueno, me ima­gino que es­ta­réis ago­ta­dos. ¿Por qué no vais a des­can­sar?

—A mí me ven­dría muy bien —dijo Juan—. Es­toy muer­to.

—Wen­do­li­ne, acom­pa­ñe a los doc­to­res a su cuar­to para que des­can­sen y pí­da­le a Ma­ría que les lle­ve un agua de pe­pino —dijo Ca­ye­ta­na.

—Sí, se­ño­ra, cómo no. ¿Y para us­ted?

—A mí trái­ga­me otra agüi­ta es­pe­cial. Ten­go que ha­cer unas lla­ma­das para ter­mi­nar de or­ga­ni­zar el fu­ne­ral.

—Cla­ro, se­ño­ra. Doc­to­res, por fa­vor… —Wen­do­li­ne les in­di­có con un ges­to de la mano ha­cia cual de los dis­tin­tos pa­si­llos que sa­lían del sa­lón te­nían que di­ri­gir­se.

—Ve tú, Juan. Yo me que­do con Lo­re­to acom­pa­ñan­do a Ca­ye­ta­na —pro­pu­so Sara.

—Sa­ri­ta, ve con tu es­po­so. Lo me­jor es que dur­máis aho­ra y que des­pués os acos­téis tem­prano. Así, ma­ña­na, para el fu­ne­ral de Ál­va­ro, ya es­ta­réis acos­tum­bra­dos al cam­bio de hora. Será una ce­re­mo­nia sen­ci­lla, pero ha­brá mu­cha gen­te im­por­tan­te que quie­ro que co­noz­cáis —dijo Ca­ye­ta­na.

Sara y Juan se mi­ra­ron sin sa­ber qué ha­cer. Es­ta­ban can­sa­dos y ne­ce­si­ta­ban ha­blar a so­las pero, sin Lo­re­to de por me­dio, todo re­sul­ta­ba muy ex­tra­ño.

—Está bien, pero si pasa cual­quier cosa aví­sa­me, por fa­vor —su­pli­có Sara.

—Tran­qui­la, ¡no pa­sa­rá nada!

Aho­ra sí, Wen­do­li­ne los guio por un lar­go pa­si­llo has­ta la que se­ría su ha­bi­ta­ción, una es­tan­cia enor­me don­de Ma­ría, la otra em­plea­da, ter­mi­na­ba de des­ha­cer el equi­pa­je.

—¿Va­mos a dor­mir aquí? —pre­gun­tó Juan, asom­bra­do.

La ha­bi­ta­ción te­nía una cama king size, baño y, cómo no, vis­tas al mar. Y no le fal­ta­ba de­ta­lle, has­ta ha­bía una ca­mi­ta pre­pa­ra­da para la pe­que­ña Lo­re­to.

—Ma­ría, trái­ga­les a los doc­to­res un agua de pe­pino —le pi­dió Wen­do­li­ne.

—Aho­ri­ta mis­mo. Per­mi­so.

—Wen­do­li­ne, esto no es ne­ce­sa­rio, de ver­dad —dijo Sara, al ver su ropa, la de la niña y la de Juan per­fec­ta­men­te co­lo­ca­da en el ar­ma­rio.

—Son ór­de­nes de doña Ca­ye­ta­na, doc­to­ra.

Sara en­tor­nó los ojos. Con un ges­to de com­pli­ci­dad, le dio un co­da­zo a Wen­do­li­ne con pi­car­día y le pre­gun­tó:

—Es una jefa in­su­fri­ble, ¿ver­dad?

Wen­do­li­ne negó con la ca­be­za y tra­tó de son­reír, pero su ex­pre­sión se tor­nó tris­te.

—No, doc­to­ra, cómo cree. Doña Ca­ye­ta­na es muy bue­na con no­so­tros y la que­re­mos mu­cho. No más que… —Como si se hu­bie­ra dado cuen­ta de que es­ta­ba a pun­to de ha­blar de­ma­sia­do, Wen­do­li­ne cor­tó la fra­se, mur­mu­ró un «per­mi­so» casi inau­di­ble y des­apa­re­ció.

Sara se giró ha­cia su ma­ri­do:

—¿Has vis­to eso?

—Sí, todo es muy raro —dijo Juan.

—Ni te ima­gi­nas. Te juro que no re­co­noz­co a mi her­ma­na.

—No es solo tu her­ma­na, es todo. Los em­plea­dos, la ac­ti­tud de Kin, no di­ga­mos el pier­cing ge­ni­tal… Ade­más, ¿tú crees que un di­rec­tor de ho­tel pue­de man­te­ner este tren de vida?

—Bueno, es un ho­tel de lujo y ya es­cu­chas­te lo que dijo Caye. Ál­va­ro no solo di­ri­gía el ho­tel, tam­bién era la mano de­re­cha de su jefe.

—Que no, Sara, que no es po­si­ble. Aquí hay algo raro y no me gus­ta —in­sis­tió Juan, tor­cien­do el ges­to.

—¿Qué quie­res de­cir?

—Que ten­go la sen­sa­ción de que tu cu­ña­do no era tri­go lim­pio. Mira…

Juan sacó su mó­vil del bol­si­llo, des­blo­queó la pan­ta­lla y se lo mos­tró. Al ver­lo, Sara se lo arre­ba­tó y se sen­tó en la cama con la boca abier­ta y el ceño frun­ci­do.

—¿Esto es ver­dad? —pre­gun­tó, ató­ni­ta.

—Sí, Sara. El co­che en el que nos han traí­do del ae­ro­puer­to cues­ta un mi­llón y me­dio de eu­ros. Y no ten­go ni idea de cómo se co­ti­za el me­tro cua­dra­do en Can­cún, pero esta casa tie­ne que cos­tar un di­ne­ral, con cris­ta­les an­ti­ci­clón o sin ellos. Ade­más, tie­nen a tres mu­je­res, dos guar­dias de se­gu­ri­dad y un chó­fer con­tra­ta­dos para aten­der a una fa­mi­lia de solo tres per­so­nas. ¿De ver­dad crees que todo eso pue­de sa­lir de un suel­do?

Sara le de­vol­vió el mó­vil y con­tes­tó:

—No. Está cla­ro que no. Tie­ne que ha­ber algo más.

—Sí, y la cla­ve está en ese Di­mi­tri al que tu her­ma­na no quie­re aten­der por te­lé­fono.

—¿Quién crees que pue­de ser?

—No se tra­ta de «quién», Sara, sino de «qué» —dijo Juan—. Es­toy con­ven­ci­do de que es un ma­fio­so ruso.

[4]. In­fu­sión que se pre­pa­ra con el cá­liz de la flor del hi­bis­co. Se acon­se­ja to­mar­la muy fría y, a ser po­si­ble, ro­dea­do de per­so­nas con bue­na vi­bra. (N. de la A.)

[5]. Cuan­do una per­so­na toma algo tan pi­can­te que le arde la boca y le llo­ran los ojos, se «en­chi­la». Pero el mé­ri­to de en­chi­lar no es ex­clu­si­vo de los chi­les, tam­bién exis­ten per­so­nas con la in­na­ta ca­pa­ci­dad de en­chi­lar a cual­quie­ra. (N. de la A.)

Amor y tequila

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