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CAPÍTULO SEIS
ОглавлениеCuando ya estaban todos acomodados y la pequeña Loreto atada en su sillita nueva, el Karlmann se puso en marcha y salió del aeropuerto para tomar la carretera de Cancún-Chetumal, que los llevaría casi directos al Boulevard Kukulkán, la gran avenida que cruza la zona hotelera de Cancún. Cayetana tocó con cariño la rodilla de Kin y le quitó uno de sus auriculares.
—Kin, basta de música, por favor. Sarita y Juan son tus tíos, habla con ellos —le dijo.
El joven alargó la mano para que le devolviera su auricular, se lo colocó de nuevo y bajó un poco la música, al menos lo suficiente como para que no se escuchara desde la otra punta de Cancún.
Sara esperó en vano que su hermana hiciera caso de sus propias palabras y que dejara de comportarse como una pija estirada para volver a ser ella misma. Pero no lo hizo. Se acomodó en su asiento con la espalda muy recta, cruzó las piernas en una pose sofisticada y se quitó sus oscuras gafas de sol. Fue entonces cuando Juan empezó a sospechar. Los ojos de Cayetana eran verdes, como los de Sara, pero de un tono mucho más intenso, y estaban enmarcados por unas pestañas infinitas y una piel tersa en la que no había ni una imperfección. Costaba creer que esa mujer tuviera solo un año menos que Sara, pero también que acabara de quedarse viuda. Si bien estaba claro que Cayetana no era feliz, su mirada no reflejaba tristeza, sino un misterioso recelo cuyo motivo Juan tendría que descubrir para proteger a Sara.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Cayetana.
—Bien, pero casi perdemos el vuelo. Sara se dejó el pasaporte en casa y tuvimos que ir a la comisaría del aeropuerto para que le hicieran otro. Por suerte, todo quedó en un susto, ¿verdad, cariño? —dijo Juan, enlazando sus dedos con los de su mujer. Mostrarse encantador era lo primero que tenía que hacer para ganarse la confianza de su cuñada.
Sara se giró hacia él con la duda en la cara. No entendió el motivo de esa nueva y edulcorada actitud hasta que vio la enorme sonrisa que Juan le dedicó a su hermana. ¿Quería impresionarla? Bueno, al fin y al cabo, Cayetana estaba tremenda y tenía un coche alucinante, de modo que decidió seguirle la corriente.
—Sí, fue increíble. Gracias a la actitud positiva de Juan, salimos de ese infierno. No sé qué habría hecho sin su apoyo —dijo Sara y, después, apachurró los dedos de Juan entre los suyos hasta que le arrancó un lamento en forma de «¡Ay!».
—Oh, Sarita, ¡lo siento de verdad! Siento tanto que tuvieras que pasar un mal rato por mi culpa… —dijo Cayetana, realmente afligida.
Sara la miró preocupada. Definitivamente su hermana se había convertido en otra persona y semejante giro no podía ser sino el resultado de un gran sufrimiento.
—Caye, ¿cómo estás? —le preguntó, mirándola directamente a los ojos.
Cayetana volvió a esconderse tras sus oscuras gafas de sol y, pañuelito de tela en mano, murmuró:
—Fue todo tan horrible, Sarita… Mr. Thomas organizó una excursión en su yate para ir a la isla de Cozumel. A varios de sus invitados se les antojó bucear, y como Álvaro era un experto buceador, le pidieron que los acompañara. Nadie se explica por qué se separó del grupo ni tampoco qué pudo pasar si el mar estaba tranquilo, pero…
Cayetana interrumpió su discurso, momento que Sara y Juan aprovecharon para, discretamente, admirar la belleza que los rodeaba. Parecía extraño que, en un lugar así, tuviera cabida un desconsuelo tan grande como el que apenas dejaba hablar a Cayetana.
—Lo siento, Caye —dijo Sara, aun sabiendo que sus palabras serían inútiles.
—Tardaron cinco días en encontrar su cuerpo, Sarita —continuó Cayetana— y eso que en el yate de Mr. Thomas iba gente del gobierno que respaldó la búsqueda.
—Caye, ¿quién es Mr. Thomas? —preguntó Sara.
—Percival Thomas, el propietario de los Percival Resorts, la cadena de hoteles de lujo más grande de todo el Caribe y una de las más importantes del mundo. ¿No habéis oído hablar de él? Es una persona muy conocida.
—¿Algo así como un Hilton? —preguntó Juan.
—Sí, pero con mucha más clase.
—¿Has dicho clase? —preguntó Sara, sorprendida por que una expresión así pudiera salir de boca de su hermana.
—Sí, Sarita. Él y su esposa, Linda, tienen una de las mayores fortunas del mundo y, sin embargo, son encantadores. No os imagináis lo bien que se están portando con nosotros, ¿verdad, Kin?
—Sí —balbuceó el muchacho, sin levantar la vista.
—La verdad es que no es de extrañar —continuó Cayetana, que parecía más animada por poder utilizar un cierto deje de pretencioso orgullo—. Álvaro le salvó la vida a Mr. Thomas. Fue hace mucho tiempo, cuando todavía andaba con la camioneta cargando turistas por los resorts. Mr. Thomas se quedó sin chófer de la noche a la mañana y necesitaba ir a supervisar las obras de un hotel que estaba construyendo en Playa del Carmen. Cuando venían de regreso, los asaltaron dos hombres armados. Álvaro se enfrentó a ellos y evitó que secuestraran a Mr. Thomas o algo peor. Como premio, lo nombró su chófer personal, pero Mr. Thomas enseguida se dio cuenta de que Álvaro era muy inteligente y terminó siendo su mano derecha y el director del Grand Percival Cancún Resort, el hotel más importante de todo el Caribe.
—Entonces consiguió su sueño —dijo Sara.
—¿Qué sueño?
—El de conseguir un trabajo mejor para convertirte en una reina.
Kin se revolvió nervioso en su asiento y subió el volumen de sus auriculares al máximo, como si quisiera acallar su conciencia. Al percibirlo, Cayetana se apresuró a buscar por la ventanilla algo que le permitiera correr una cortina de humo sobre su actitud. Y lo encontró:
—Ya llegamos. Bienvenidos a nuestra casa.
A través de los cristales del Karlmann, Sara y Juan vieron cómo se abría ante ellos una descomunal puerta de hierro que bien podría guardar todos los secretos del Área 54. Un gran letrero dorado con letras de trazo elegante anunciaba: Villa Cayetana.
—¡Alucino! —exclamó Juan.
Rodeada de palmeras y plantas tropicales, Villa Cayetana resultó ser una increíble mansión que se alzaba ostentosa y moderna sobre una pequeña loma a orillas del mar, a las afueras de la zona hotelera. Celso dirigió el Karlmann por un camino que parecía recién asfaltado y que llegaba hasta el pie de unas escaleras donde tres mujeres, ataviadas con vestido negro, delantal y cofia blancas, esperaban órdenes con las manos recogidas a la espalda. Junto a ellas, un hombre con pantalón y guayabera blancos no parecía tener intención de separarse de su walkie-talkie.
Una de las mujeres, la que parecía llevar la voz cantante, se apresuró a abrir la puerta de coche:
—Buenas tardes, doña Cayetana —saludó.
—Buenas tardes, Wendoline. ¿Está todo listo?
—Sí, señora, cómo no. Todo listo.
Cayetana se quedó de pie junto al coche hasta que bajaron los demás.
—Queridos —dijo en tono firme, refiriéndose a las tres mujeres y al hombre—. Aunque nos falta Marcial, nuestro vigilante del turno de noche, quiero presentarles a todos a mi hermana, la doctora Sara Arcaute, a su hija Loreto y a su esposo, el doctor Juan González García.
—Y dale con el doctor… —murmuró Juan. México no era uno de esos países en los que te cuelgan el «doctor» de premio en cuanto sales de la universidad. Si su cuñada insistía en llamarlo así era porque, claramente, consideraba que no estaba a la altura de Sara.
—Vienen desde España para acompañarnos en estos días. Confío en que todos ustedes los atenderán como se merecen, ¿verdad? —concluyó la gran dictadora ante su pequeño ejército, marcando al máximo un nuevo y sofisticado acento mexicano.
—Sí, doña Cayetana —contestaron todos al unísono.
—Gracias.
Acto seguido, el ejército rompió filas. El hombre del walkie-talkie y una de las mujeres se apresuraron a ayudar a Celso con el equipaje, mientras la mujer más joven se acercó a la pequeña Loreto:
—Yo me encargo de la niña, doctora. Soy Carmen, la nana —se presentó.
—Gracias, pero no hace fal… ta —balbuceó Sara, al ver que Loreto soltaba su mano para irse con la sonriente Carmen así, sin mirar atrás.
Sara y Juan se quedaron desconcertados, como si les acabaran de quitar el único nexo que los mantenía unidos. Si al menos hubieran tenido algo que hacer podrían haber disimulado su desazón, pero el ejército de Cayetana estaba programado para quitarles de encima hasta la tarea más simple, y todos subían las escaleras cargados con sus bártulos, incluida la mochila de la niña y el inmenso bolso de Sara.
—Wendoline, le dije que no me pusiera más ofrendas en el jardín —dijo Cayetana con severidad, mientras señalaba con el dedo un rincón en el que alguien había escondido, sin mucho éxito, una suerte de cruz sobre la que parecían haber volcado un montón de basura.
—Sí, señora, perdóneme, pero es que… Es por los aluxes… —aseguró Wendoline, frotándose las manos nerviosa.
Cayetana la miró enfadada.
—¿Cuántas veces hemos hablado de este tema, Wendoline?
—Muchas, señora, pero es que… Ahora sí le aseguro que andan por aquí. ¡Puedo sentirlos!
El rostro de Cayetana pasó del enfado a la preocupación. Levantó un momento sus gafas de sol y dejó que su mirada se perdiera unos instantes en el mar. Después, sentenció:
—Está bien, deje su ofrenda, pero me la esconde mejor.
—Gracias, doña Cayetana. Ya verá que los aluxes se lo van a agradecer con su protección.
—¿Qué es eso de los aluxes? —preguntó Sara.
—Son duendes mayas —dijo Cayetana.
—Más bien son seres del inframundo, doctora, y hay que cuidarlos porque son bien traviesos —explicó Wendoline—. Fíjese que uno de los puentes por los que pasaron ahorita viniendo del aeropuerto, el puente de Nizuc, se cayó hasta tres veces cuando lo estaban construyendo. Los ingenieros no entendían por qué se les caía a cada rato, hasta que alguien vio que lo estaban haciendo junto a las ruinas de un poblado maya que podía estar protegido por los aluxes. Tuvieron que hacerles una ceremonia y pedirles permiso para construir el puente y ya no se volvió a caer nunca. Hasta les colocaron una casita como ofrenda.
—Es una leyenda muy bonita, Wendoline —dijo Sara.
—No, si no es leyenda, doctora, es cierto —aseguró Wendoline, con tal desconcierto por la incredulidad de Sara, que Cayetana tuvo que intervenir:
—En Cancún viven muchos descendientes directos de los mayas, como Wendoline. Son muy fieles a sus creencias.
—¿Eso de ahí es un sujetador? —preguntó Juan, que se había agachado junto a la ofrenda.
—Disculpe, doctor, no lo entendí.
—Se refiere al brasier, Wendoline —aclaró Cayetana.
—Ah, sí, es un brasier para las niñas alux, que son muy presumidas. Y a los niños les puse su tabaco y un vasito de tequila —explicó Wendoline.
—¿Tabaco y tequila? Estos aluxes sí que saben montárselo bien —dijo Juan en un tono guasón que no le hizo gracia a nadie, y menos, a su cuñada.
—Vamos, me imagino que tendréis hambre —dijo Cayetana.
Cuando Sara y Juan entraron en la mansión, se quedaron tan impresionados que no supieron qué decir. Una pared de cristal les dio la bienvenida con una maravillosa vista al Caribe, un mar de colores imposibles que hacía juego con cada uno de los objetos que adornaban el inmenso salón de Cayetana, como la alfombra color turquesa, un cuadro abstracto pintado en tonos celestes y una urna azul marino colocada en una especie de pedestal en el centro de la estancia.
Cayetana fue directa hacia allí, se colocó junto a la urna y anunció con voz temblorosa:
—Aquí está Álvaro.
Sara y Juan se miraron sin saber muy bien qué hacer. ¿Deberían saludarlo? ¿Hablarle? ¿Decirle que lo sentían?
Kin, que había ido a cambiarse de ropa y ahora llevaba un bañador y una camiseta desgastada, pasó junto a ellos en ese momento. Se quedó un instante mirando la urna con los puños apretados y fue a sentarse con los brazos cruzados en el sofá de cuero blanco y al menos diez plazas que llenaba el salón. Su madre lo miró apenada, pero también con ese recelo que Juan había detectado y que parecía acompañarla siempre.
—Es una urna preciosa, Caye. Estoy segura de que a Álvaro le habría gustado mucho —dijo Sara.
—Lo sé. Es de lapislázuli, su piedra favorita. Me costó una fortuna —dijo Cayetana, con el pañuelito en la nariz y un elegante giro de cabeza que no trataba sino de esconder lo que sentía.
A Sara se le arrugó el estómago al verla así. Por eso buscó con desesperación algo que alabar para distraerla, algo como, por ejemplo, esa barrita de oro rematada a ambos lados con dos bolitas de cristal que descansaba al pie de la urna.
—Y este adorno tan bonito, ¿qué es? —preguntó.
Al oír la pregunta, Kin subió el volumen de sus auriculares hasta tal punto, que todos pudieron escuchar a Drake con la misma claridad que si lo tuvieran cantando en directo en el salón. Cayetana lo miró disgustada y Sara decidió distraerla instando a su marido a acercarse a la urna:
—Mira, Juan. Mira qué preciosidad.
Juan se acercó al pedestal. Observó el adorno entornando los ojos y giró la cabeza a un lado y a otro.
—Es muy bonito, sí.
—¿Qué es? —preguntó Sara.
Cayetana cerró los ojos y, tras un largo suspiro, les explicó:
—Es el apadravya de Álvaro. Es una pieza de oro hecha a mano y los botones son diamantes puros.
—Perdona, Caye, ¿qué dices que es? Un apa… ¿qué?
—apadravya.
—¿Es un amuleto maya o algo así? —preguntó Sara.
Juan tomó la pequeña joya entre sus dedos y, con la arrogancia que otorga el desconocimiento más profundo, la esgrimió ante su mujer y dijo:
—Un amuleto… Sara, no seas tonta. Es un pisacorbatas.
Cayetana dejó que Juan contemplara, admirara y acariciara la joya a placer. Después, sin ningún pudor y con toda malicia, lo sacó de su error:
—No es un pisacorbatas, Juan, es el piercing genital de mi difunto esposo.
El rostro de Juan pasó de la arrogancia al repelús en un nanosegundo, el mismo tiempo que tardó en lanzar la joya de nuevo a su sitio y en limpiarse los dedos disimuladamente contra su pantalón.
—¡¿Qué?! —gritó Sara, con los ojos abiertos como platos y cara de haber mordido un limón.
—Sara, por favor, eres doctora. Seguro que no es el primer piercing genital que ves —dijo Cayetana.
—Sí, pero… Caye, ¡por Dios! Todo tan elegante y… Un piercing genital… ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿¿Para qué??
Cayetana observó a su atónita hermana sin inmutarse y, tras otro largo suspiro, explicó con una sensualidad fuera de lo común:
—Sarita… No tienes ni idea de los momentos de placer que he vivido con esta joya dentro de mí.
Un gruñido de rabia llenó el salón. Era Kin, que se puso en pie con violencia y se marchó enfadado. Había tenido la mala suerte de que su madre dijera aquello justo en el momento en que su lista de Spotify saltaba de una canción a otra.
Cayetana observó pensativa la marcha de Kin, ajena al estupor de su hermana y a la mirada que Juan alternaba entre el apadravya y el cuerpo escultural de su cuñada. Era tan evidente lo que se estaba imaginando, que Sara tuvo que darle un golpe en el hombro para que cerrara la maldita boca.
—¿Comemos? —preguntó Cayetana, despreocupada.