Читать книгу Amor y tequila - María José Vela - Страница 5

CAPÍTULO DOS

Оглавление

Juan cru­zó la puer­ta de la T4 con to­dos los bár­tu­los en un ca­rro que se tor­cía a la de­re­cha.

—Te­nía que to­car­me a mí el ca­rro roto —mur­mu­ró.

—Eso pasa por­que has car­ga­do todo el peso en el mis­mo lado. Es­pe­ra… —dijo Lo­re­to, sol­tan­do por un mo­men­to la si­lla don­de lle­va­ba a su pe­que­ña to­ca­ya.

—Dé­ja­lo, Lore, da igual. Con todo lo que te­ne­mos por de­lan­te el ca­rro es lo de me­nos.

—Oye, ¿es­tás bien?

—No. Es­toy muy preo­cu­pa­do por este via­je. Pien­so en todo lo que Sara su­frió por cul­pa de Ca­ye­ta­na y no en­tien­do por qué te­ne­mos que ir a ver­la.

—Pues no sé, Juan, yo no ten­go her­ma­nos, pero su­pon­go que Sara que­rrá re­con­ci­liar­se con ella. An­tes es­ta­ban muy uni­das.

—Sí, pero cuan­do Sara la ne­ce­si­tó de ver­dad, Ca­ye­ta­na la dejó sola. No ha dado se­ña­les de vida en tre­ce años y me preo­cu­pa que, des­pués de todo eso, con una sim­ple lla­ma­da, con­si­ga que cru­ce­mos me­dio mun­do para ir a ver­la. Y ten­go mie­do, Lore, por­que no quie­ro ver su­frir a mi mu­jer.

Lo­re­to lo miró pen­sa­ti­va, bus­can­do con de­ses­pe­ra­ción un ar­gu­men­to que pu­die­ra con­so­lar­lo, pero no lo en­con­tró.

—Va­mos, ahí está la co­mi­sa­ría.

—Esa es otra. Tú co­no­ces a Sara des­de que erais ni­ñas y sa­bes lo or­ga­ni­za­da que es. ¿Al­gu­na vez la has vis­to co­me­ter un error tan gran­de como de­jar­se el pa­sa­por­te en casa?

—La ver­dad es que no pero, Juan, pue­de pa­sar­le a cual­quie­ra.

—Ya lo sé, Lo­re­to, pero la cues­tión es que le ha pa­sa­do a ella por­que, des­de que ha­bló con su her­ma­na, está como au­sen­te. Te juro que no en­tien­do qué le pasa.

—Le pasa que está can­sa­da, Juan —dijo Lo­re­to.

—No es solo eso, Lore. Yo tam­bién es­toy can­sa­do, por­que no duer­mo y tra­ba­jo como un ani­mal, pero aun así me he acor­da­do de traer el puto pa­sa­por­te —dijo Juan, ajeno al he­cho de que, den­tro de ese fo­to­ma­tón jun­to al que pa­sa­ban, es­ta­ba su mu­jer es­cu­chán­do­lo todo.

Juan y las dos Lo­re­tos die­ron un res­pin­go al oír el chas­qui­do me­tá­li­co de la cor­ti­na cuan­do se abrió con vio­len­cia. Sara apa­re­ció tras ella, dio unos pa­sos al fren­te y se en­ca­ró a su ma­ri­do. La ten­sión del mo­men­to era tan gran­de que Lo­re­to de­ci­dió ale­jar­se a la voz de:

—Vá­mo­nos, Mini Yo. Se ave­ci­na tor­men­ta y tu pa­dre tie­ne cara de pa­ra­rra­yos.

Al ver­se solo ante el pe­li­gro, Juan sos­tu­vo la mi­ra­da de Sara y le­van­tó el men­tón, pero no pudo evi­tar el mo­vi­mien­to de la nuez, que subía y ba­ja­ba por la gar­gan­ta como si fue­ra un yoyó.

—No sa­bía que esto fue­ra una com­pe­ti­ción, Juan, pero está bien, ju­gue­mos —dijo Sara—. Tú has traí­do tu pa­sa­por­te y a mí se me ol­vi­dó el mío. OK. Se­gui­mos. ¿Quién com­pró los bi­lle­tes?

—Tú —dijo él, con voz tré­mu­la.

—¿Quién hizo la ma­le­ta de Lo­re­to?

—Tú.

—¿Quién la lle­vó a sa­car­se su pri­mer pa­sa­por­te?

—Tú, pero…

—¿Quién fue al ban­co a por pe­sos me­xi­ca­nos?

—Sara…

—¿Quién se en­car­gó de ha­blar con los del se­gu­ro mé­di­co por si nos pasa algo?

—Sara, si me de­jas ha­blar….

—No, Juan, ya has ha­bla­do bas­tan­te, pero ¿por qué en lu­gar de echar­me en cara el úni­co fa­llo que he co­me­ti­do, no te pre­gun­tas por qué el pa­sa­por­te se me ol­vi­dó a mí y no a ti?

—Sara, te es­tás pa­san­do. ¿Quién se que­da con Lo­re­to vein­ti­cua­tro ho­ras se­gui­das cuan­do tú es­tás de guar­dia?

Sara se cru­zó de bra­zos, alzó una ceja y con­tes­tó:

—Tu ma­dre.

—Mi ma­dre solo vie­ne un rato para que yo pue­da tra­ba­jar. Te re­cuer­do que soy au­tó­no­mo, que no ten­go va­ca­cio­nes y que sigo sin en­ten­der por qué te­ne­mos que ha­cer este via­je.

—Chi­cos… —los in­te­rrum­pió Abi, apa­re­cien­do de la nada.

—Pues si tan­to te cues­ta en­ten­der­lo, no ha­ber ve­ni­do, Juan. Yo no te lo pedí —dijo Sara.

—¿Es que que­rías irte sola?

—Chi­cos…

—No, pero ha­bría sido todo tan sen­ci­llo que no se me ha­bría ol­vi­da­do el pa­sa­por­te.

—Chi­cos, pa­rad…

—Abi, ¡cá­lla­te! —gri­ta­ron los dos a la vez.

—Es que el po­li­cía os está lla­man­do.

Sara giró la ca­be­za y vio al agen­te Go­liat ha­cién­do­le se­ñas. Con la san­gre hir­vien­do en sus ve­nas, tomó las ins­tan­tá­neas que el fo­to­ma­tón ha­bía es­cu­pi­do ha­cía un buen rato y se acer­có al agen­te.

—Hoy está de suer­te. Mi com­pa­ñe­ro ha ve­ni­do tem­prano y ha ac­ce­di­do a aten­der­la. Pase al pri­mer des­pa­cho, la está es­pe­ran­do —dijo Go­liat.

—Ge­nial, gra­cias.

Sara se aso­mó a la puer­ta. Un po­li­cía muy atrac­ti­vo, de los que pro­vo­can ga­nas de co­me­ter un de­li­to para que te de­ten­ga, la es­pe­ra­ba en una mesa. A pe­sar de su es­ta­do de ner­vios, Sara in­ten­tó son­reír. Cuan­do tu des­tino está en ma­nos de otra per­so­na, es me­jor ser sim­pá­ti­ca. Sin em­bar­go, el agen­te la miró con cara de no ha­ber­se to­ma­do aún su pri­mer café del día.

—Sién­te­se —re­fun­fu­ñó.

—Bue­nos días —dijo Sara.

—¿Qué ha ocu­rri­do?

—Ten­go un vue­lo a Can­cún. Em­bar­co a las nue­ve y me he de­ja­do el pa­sa­por­te en casa —dijo. El ros­tro del po­li­cía per­ma­ne­ció im­pa­si­ble. Era como si es­pe­ra­ra oír algo más, por eso Sara aña­dió todo lo que se le fue ocu­rrien­do—: Por fa­vor… Gra­cias… Lo sien­to…

—¿Tam­bién ha ol­vi­da­do su DNI?

—No, eso no.

—En­ton­ces mués­tre­me­lo —dijo el agen­te de ma­los mo­dos.

Sara bus­có en su car­te­ra y le en­tre­gó el DNI. El po­li­cía le puso de­lan­te un for­mu­la­rio y le in­di­có con una mue­ca que lo re­lle­na­ra. Sara obe­de­ció. Es­ta­ba tan al­te­ra­da que le tem­bla­ba el pul­so, algo que no le ha­bía ocu­rri­do nun­ca, ni si­quie­ra el día que abrió su pri­mer crá­neo en un qui­ró­fano.

—Lis­to —mur­mu­ró con ti­mi­dez—. Ah, y aquí es­tán las fo­tos. Me las he he­cho mien­tras lo es­pe­ra­ba.

—No le ha­rán fal­ta —anun­ció el po­li­cía con ru­de­za—. Hace me­nos de un año que re­no­vó su DNI, de modo que uti­li­za­re­mos la foto que te­ne­mos en nues­tro ar­chi­vo. Suer­te para us­ted, está muy des­me­jo­ra­da.

Sara lo miró unos ins­tan­tes sin sa­ber cómo reac­cio­nar a tan cruel ob­ser­va­ción.

—Ten­go poco tiem­po y duer­mo mal —dijo, des­con­cer­ta­da.

—¿Me en­se­ña el bi­lle­te, por fa­vor?

Sara se lan­zó a bus­car en su bol­so los pa­pe­les con todo lo re­la­ti­vo al via­je. Con el re­vol­ti­jo de co­sas que lle­va­ba y la his­te­ria con la que Juan ha­bía bus­ca­do su pa­sa­por­te, sa­lie­ron hú­me­dos y más arru­ga­dos que el codo de una mo­mia. Le dio tan­ta ver­güen­za mos­trár­se­los, que sin­tió la ne­ce­si­dad de ex­pli­car­se:

—Lo sien­to, voy a Can­cún con mi fa­mi­lia por un pro­ble­ma per­so­nal y solo he te­ni­do unos días para pre­pa­rar­lo todo. Han sido tan­tas co­sas que…

—¿No van de va­ca­cio­nes? —la cor­tó el po­li­cía.

—No.

—¿Ne­go­cios?

—Tam­po­co.

—En­ton­ces, ¿cuál es la ur­gen­cia?

—Mi cu­ña­do ha muer­to.

—Vaya, lo sien­to —la­men­tó el agen­te, cam­bian­do de pron­to su ac­ti­tud.

—Gra­cias.

—Via­jan para re­pa­triar el ca­dá­ver, ¿ver­dad?

—No, no, él vive allí.

—Vi­vía —la co­rri­gió el po­li­cía.

—Sí, bueno, él vi­vía allí. Tra­ba­ja­ba en Can­cún para una ca­de­na de ho­te­les ame­ri­ca­na.

—O sea, que van al en­tie­rro.

—No, ya lo in­ci­ne­ra­ron —ex­pli­có Sara.

—En­ton­ces, ¿para qué van?

—Mi her­ma­na tie­ne que cum­plir una pro­me­sa y nos ha pe­di­do que la acom­pa­ñe­mos. Al pa­re­cer, tie­ne que ti­rar la urna de mi cu­ña­do en un ce­no­te. Es una es­pe­cie de lago sub­te­rrá­neo que… —Sara se de­tu­vo sor­pren­di­da al dar­se cuen­ta de que el po­li­cía la mi­ra­ba como si es­tu­vie­ra fren­te al úl­ti­mo ca­pí­tu­lo de Jue­go de Tro­nos.

—Con­ti­núe, por fa­vor —dijo, con sumo in­te­rés.

—Es un lu­gar muy es­pe­cial para la cul­tu­ra maya y, al pa­re­cer, para mi her­ma­na y su di­fun­to es­po­so tam­bién, aun­que no sé muy bien el mo­ti­vo. El caso es que no­so­tros so­mos la úni­ca fa­mi­lia que tie­ne y de­be­mos es­tar con ella por mu­cho que mi ma­ri­do in­sis­ta en lo con­tra­rio.

—¿No tie­nen más fa­mi­lia? —pre­gun­tó el agen­te, mi­rán­do­la de sos­la­yo, como si de pron­to des­con­fia­ra.

—Bueno, ella tie­ne un hijo, pero nada más.

—¿No tie­nen más her­ma­nos?

—No. Solo so­mos no­so­tras dos.

—¿Y sus pa­dres?

—Mu­rie­ron en un ac­ci­den­te de trá­fi­co.

—Vaya, lo sien­to.

—Gra­cias.

—Eso de­bió unir­las mu­cho.

—En reali­dad ter­mi­nó de se­pa­rar­nos. Hace tre­ce años que no la veo y, fran­ca­men­te, por eso este via­je es to­da­vía más di­fí­cil —re­co­no­ció Sara.

El po­li­cía la miró con lás­ti­ma unos ins­tan­tes. Des­pués dio una pal­ma­da en la mesa que re­tum­bó por todo el des­pa­cho y afir­mó con ro­tun­di­dad:

—Va­mos, tie­ne que to­mar ese vue­lo y re­cu­pe­rar a su her­ma­na. La fa­mi­lia pro­vo­ca los peo­res que­bra­de­ros de ca­be­za, pero hay que apo­yar­la siem­pre.

Ter­mi­nó de te­clear en su or­de­na­dor, le pi­dió a Sara que pu­sie­ra sus de­dos en un cris­tal del que sa­lía una luz roja y, trein­ta eu­ros más tar­de, un fla­man­te pa­sa­por­te sa­lió de la im­pre­so­ra que te­nía a su lado.

—Ten­ga. Es un pa­sa­por­te pro­vi­sio­nal que ca­du­ca en un año. Re­cuer­de re­no­var­lo cuan­do re­gre­se —le ad­vir­tió a Sara.

—Gra­cias, de ver­dad.

—Buen via­je, y dí­ga­le a su her­ma­na que la acom­pa­ño en el sen­ti­mien­to.

—Sí, se lo diré.

Sara aga­rró su bol­so y sa­lió del des­pa­cho a toda pri­sa. Abi, Juan y las dos Lo­re­tos la es­pe­ra­ban im­pa­cien­tes a unos me­tros. En cuan­to Sara alzó la mano para mos­trar­les su pa­sa­por­te, to­dos echa­ron a co­rrer ha­cia el con­trol de se­gu­ri­dad.

Amor y tequila

Подняться наверх