Читать книгу Amor y tequila - María José Vela - Страница 7

CAPÍTULO CUATRO

Оглавление

Todo co­men­zó con uno de tan­tos via­jes exó­ti­cos que Ca­ye­ta­na ha­cía cuan­do era jo­ven, ve­ge­ta­ria­na, ac­ti­vis­ta de cau­sas per­di­das y todo aque­llo que pu­die­ra mo­les­tar a su pa­dre. Lle­va­ba se­ma­nas re­co­rrien­do Cen­troa­mé­ri­ca cuan­do lle­gó a Tu­lum, en ple­na Ri­ve­ra Maya.

—Tu­lum es in­creí­ble, Sa­ri­ta. Es un lu­gar má­gi­co don­de te pue­de pa­sar de todo —le ex­pli­có a su her­ma­na en una de sus es­ca­sas lla­ma­das de te­lé­fono.

Sara son­rió al com­pro­bar que la ten­den­cia na­tu­ral de su her­ma­na a la exa­ge­ra­ción se man­te­nía in­tac­ta, aun­que aque­lla vez, no exa­ge­ra­ba. Tu­lum re­sul­tó ser un lu­gar má­gi­co de ver­dad don­de todo era po­si­ble, como que Ca­ye­ta­na en­con­tra­ra a su alma ge­me­la, un tal Ál­va­ro, y que de­ci­die­ran ca­sa­re a los tres días de co­no­cer­se. Te­nía ape­nas vein­te años.

El pa­dre de Sara mon­tó en có­le­ra cuan­do se en­te­ró de la no­ti­cia. Es­ta­ba tan en­fa­da­do que fue has­ta Mé­xi­co con el fir­me pro­pó­si­to de anu­lar la boda y traer a Ca­ye­ta­na de vuel­ta, pero ni él ni sus abo­ga­dos ni su de­ter­mi­na­ción pu­die­ron ha­cer nada con­tra de la ma­gia de Tu­lum.

No vol­vie­ron a te­ner no­ti­cias de Ca­ye­ta­na has­ta un año más tar­de, cuan­do lla­mó a casa para con­tar­les que aho­ra vi­vía en Can­cún y, así de pa­sa­da, al­gún de­ta­lli­to más sin im­por­tan­cia:

—Can­cún es un elo­gio al ca­pi­ta­lis­mo, pero el mar es in­creí­ble y aquí hay mu­cho tra­ba­jo para Ál­va­ro. De algo te­ne­mos que vi­vir, ¿no? Ade­más, en quin­ce días na­ce­rá mi bebé.

La no­ti­cia cayó como una bom­ba, so­bre todo por­que pre­ten­día dar a luz a su hijo en su pro­pia casa; y Sara de­ci­dió ir a ver­la, aun­que para ello tu­vie­ra que en­fren­tar­se, por pri­me­ra vez en su vida, a su pa­dre:

—Papá, so­mos su fa­mi­lia y te­ne­mos que apo­yar­la.

—Ese es el pro­ble­ma, Sara, que como siem­pre la he­mos apo­ya­do, nun­ca ha te­ni­do que asu­mir las con­se­cuen­cias de sus ac­tos —pro­tes­tó su pa­dre—. ¿Tie­nes idea de lo que tu ma­dre y yo he­mos gas­ta­do en mul­tas, fian­zas y abo­ga­dos cada vez que tu her­ma­na se ma­ni­fes­ta­ba des­nu­da en las pla­zas de to­ros, se en­ca­de­na­ba a los ár­bo­les o sa­bo­tea­ba el Con­gre­so de los Dipu­tados? De­ce­nas de mi­les de eu­ros, Sara. ¿Y cómo nos lo agra­de­ce? Lar­gán­do­se con el pri­mer can­ta­ma­ña­nas que en­cuen­tra dis­pues­to a se­guir­le la co­rrien­te.

—Pero dice que va a te­ner a su hijo en casa, papá. ¿Tie­nes idea del ries­go que co­rre?

—Es su de­ci­sión y, por tan­to, su pro­ble­ma.

—Papá, en­tién­de­lo. Yo soy mé­di­ca y pue­do ayu­dar­la.

—Aún no, Sara, te que­dan dos años de ca­rre­ra y el MIR.

—Sí, pero pue­do asis­tir un par­to. Así, si no con­si­go con­ven­cer­la de que vaya a un hos­pi­tal, al me­nos po­dré ayu­dar­la.

—Sara, te lo prohí­bo.

—¿Por qué?

—Por­que esto es pre­ci­sa­men­te lo que bus­ca tu her­ma­na, que va­ya­mos a sa­car­la del apu­ro.

—Te­ner un hijo es más que un apu­ro, papá. Lo sien­to, pero voy a ir ver­la.

—¿Con qué di­ne­ro, Sara? —la retó su pa­dre, har­to de dis­cu­tir.

—Con el que yo le voy a dar. —La voz de Sol, la ma­dre de Sara, sonó con­tun­den­te por todo el sa­lón y co­lap­só el aire con su tris­te­za.

El pa­dre de Sara se giró ha­cia ella sor­pren­di­do. Su ros­tro pasó de la sor­pre­sa al en­fa­do y, fi­nal­men­te, a la de­rro­ta. Fue en­ton­ces cuan­do Sara se dio cuen­ta de cuán­to ha­bía en­ve­je­ci­do en tan poco tiem­po.

—Está bien. Ha­ced lo que que­ráis, pero una cosa os pido: No os lla­méis a en­ga­ño. Ca­ye­ta­na solo pien­sa en sí mis­ma, y no­so­tros, su fa­mi­lia, no le im­por­ta­mos nada —sen­ten­ció.

Tres días más tar­de, Sara lle­gó al ae­ro­puer­to de Can­cún, don­de su cu­ña­do Ál­va­ro la es­pe­ra­ba con una enor­me son­ri­sa y su nom­bre di­bu­ja­do en un car­tel. Era uno de esos chi­cos tan en­can­ta­do­res y ama­bles que al fi­nal ter­mi­nan pro­vo­can­do des­con­fian­za. Guio a Sara por el ae­ro­puer­to has­ta una fur­go­ne­ta lle­na de tu­ris­tas que te­nía que re­par­tir por va­rios ho­te­les de la ca­de­na de re­sorts ame­ri­ca­na para la que tra­ba­ja­ba.

—Esto es algo pro­vi­sio­nal —le dijo a Sara—. Muy pron­to con­se­gui­ré algo me­jor. Así po­dré cui­dar a Ca­ye­ta­na como se me­re­ce. Como a una rei­na.

—Ál­va­ro, si hay al­guien en este mun­do que no quie­re ser una rei­na, esa es mi her­ma­na —le ad­vir­tió Sara.

—Sí, ¿ver­dad? Es tan au­tén­ti­ca… —sus­pi­ró Ál­va­ro con una son­ri­sa que hu­bie­ra en­co­gi­do el co­ra­zón de cual­quie­ra, pero que a Sara le pro­vo­có un es­ca­lo­frío.

Tras re­par­tir a to­dos los tu­ris­tas, Ál­va­ro lle­vó a Sara a su casa. Como era de es­pe­rar, vi­vían en una ca­su­cha de mala muer­te en Can­cún pue­blo, le­jos del lujo y el gla­mur de los ho­te­les, pero con­tra todo pro­nós­ti­co, es­ta­ba lim­pia y or­de­na­da. Ca­ye­ta­na sa­lió a re­ci­bir­los des­cal­za, con los bra­zos abier­tos y su lar­ga me­le­na ru­bia ca­yen­do li­bre y sal­va­je has­ta la cin­tu­ra. Se­guía como siem­pre, sal­vo por la in­men­sa ba­rri­ga de em­ba­ra­za­da y por el pre­cio­so ves­ti­do blan­co bor­da­do con flo­res de cien co­lo­res que lle­va­ba pues­to.

—Caye, esto es muy bo­ni­to —le dijo Sara des­pués de abra­zar­la.

—¿Te gus­ta? Es el ves­ti­do tí­pi­co de Yu­ca­tán. ¡Ten­go mi­llo­nes! Los hago en casa y des­pués los ven­do en la pla­ya. Al prin­ci­pio me los com­pra­ban en una tien­da de un cen­tro co­mer­cial muy pijo, pero cuan­do vi que co­bra­ban a las clien­tas diez ve­ces más de lo que me pa­ga­ban a mí, les in­si­nué ama­ble­men­te que fue­ran a bur­lar­se de otra.

—¿Ama­ble­men­te? ¿Eso sig­ni­fi­ca que te es­po­sa­ron? —dijo Sara, rién­do­se.

—Solo un poco, pero ¿qué más da? Mira, he he­cho uno para ti y otro para mamá.

—Son muy bo­ni­tos —re­co­no­ció Sara, sor­pren­di­da de que su her­ma­na tu­vie­ra algo pa­re­ci­do a un tra­ba­jo y de que se mos­tra­ra ge­ne­ro­sa con su ma­dre.

Es­tu­vie­ron ha­blan­do toda la no­che. Ca­ye­ta­na le con­tó a Sara lo fe­liz que se sen­tía vi­vien­do en Can­cún, lo es­tu­pen­do que era Ál­va­ro y lo ma­ra­vi­llo­so que era es­tar em­ba­ra­za­da:

—Las mu­je­res so­mos dio­sas, Sa­ri­ta. Cuan­do es­tés em­ba­ra­za­da lo en­ten­de­rás.

Pero lo me­jor del via­je de Sara lle­gó cuan­do, unos días más tar­de, Ál­va­ro la des­per­tó en ple­na no­che.

—¿Qué pasa?

—Ven, por fa­vor, Ca­ye­ta­na se en­cuen­tra mal.

Sara se le­van­tó co­rrien­do y fue has­ta la ha­bi­ta­ción de su her­ma­na.

—Ál­va­ro, ¿para qué la des­pier­tas? Ya te dije que son ga­ses. No ten­dría que ha­ber­me co­mi­do el quin­to taco de car­ni­tas[2] —dijo Ca­ye­ta­na.

Nada más to­car su ba­rri­ga, Sara con­fir­mó que no se tra­ta­ba de ga­ses, sino de con­trac­cio­nes.

—Las tie­nes cada diez mi­nu­tos, Caye, tu bebé está en ca­mino. Va­mos a un hos­pi­tal.

—Sa­ri­ta, ya lo he­mos ha­bla­do. No quie­ro ir a un hos­pi­tal. No es­toy en­fer­ma, solo voy a te­ner un bebé y no quie­ro que naz­ca en un qui­ró­fano frío y car­ga­do de mal kar­ma.

Sara miró a Ál­va­ro con preo­cu­pa­ción. Ne­ce­si­ta­ba ayu­da para con­ven­cer­la.

—Caye, mi rei­na, es­toy preo­cu­pa­do por ti. No quie­ro que te due­la —dijo él.

Ca­ye­ta­na tomó en­ton­ces la cara de su ma­ri­do en­tre sus ma­nos con suma ter­nu­ra.

—Ca­ri­ño, ¿cómo me va a do­ler traer al mun­do a un hijo tuyo? ¡Es im­po­si­ble! Ade­más, es­toy se­gu­ra de que los do­lo­res del par­to no son más que un os­cu­ro plan de la in­dus­tria far­ma­céu­ti­ca para ven­der­nos anes­te­si… ¡Ahhh! —gri­tó de pron­to, con el ros­tro cris­pa­do y las uñas cla­va­das en la cara de Ál­va­ro.

Una con­trac­ción, una de las que due­len de ver­dad, tiró por los sue­los cuan­tas teo­rías al­ter­na­ti­vas ha­bía ur­di­do Ca­ye­ta­na so­bre el he­cho de alum­brar a un hijo.

—Ál­va­ro, ¡te­ne­mos que ir­nos ya! —gri­tó Sara, mien­tras lo ayu­da­ba a li­be­rar su cara de las ma­nos de Ca­ye­ta­na, que se afe­rra­ban a ella con la fuer­za de un ja­guar en­lo­que­ci­do.

—Voy… Voy a por la ca­mio­ne­ta —dijo Ál­va­ro, con la cara lle­na de ara­ña­zos.

Cua­tro ho­ras más tar­de, en el pa­ri­to­rio, Ca­ye­ta­na gri­ta­ba con to­das sus fuer­zas y un in­só­li­to acen­to me­xi­cano:

—¡Má­ten­me, hi­jos de la chin­ga­da! ¡Má­ten­me de una vez!

Aun­que nada más lle­gar al hos­pi­tal su­pli­có que le pu­sie­ran anes­te­sia par­cial, ge­ne­ral o in­clu­so que le die­ran un gol­pe en la ca­be­za para no sen­tir do­lor, la tor­pe­za del jo­ven anes­te­sis­ta (o pue­de que al­gún os­cu­ro plan de la in­dus­tria far­ma­céu­ti­ca en su con­tra) pro­vo­có que no le hi­cie­ra efec­to a tiem­po.

—Ayú­den­la a em­pu­jar, ¡aho­ra! —or­de­nó el mé­di­co.

—Va­mos, Caye. Una, dos y tres —dijo Sara, apre­tán­do­le la mano.

Ca­ye­ta­na in­fló los ca­rri­llos, apre­tó los ojos muy fuer­te y se con­cen­tró en rea­li­zar un ab­do­mi­nal que le hizo ver las es­tre­llas.

—¡Esto due­le mu­cho! —gri­tó.

—Doña Ca­ye­ta­na, otro po­qui­to y ya, de ve­ras. ¡Em­pú­je­le! —in­sis­tió el doc­tor.

—¡Que me due­le! ¡Chin­gao!

—Caye, mi rei­na, no gri­tes así, ¿qué va a pen­sar el doc­tor? —su­pli­có Ál­va­ro, cada vez más aver­gon­za­do.

Ca­ye­ta­na se dejó caer so­bre la cama, miró a su ma­ri­do y gri­tó lle­na de ira:

—Que pien­se lo que le dé la gana, Ál­va­ro, ¡pero que sa­que a este niño de mi cuer­po ya!

—Án­de­le, doña Ca­ye­ta­na, apro­ve­che que está enoja­da y em­pu­je —pro­pu­so el doc­tor, con fin­gi­do en­tu­sias­mo.

Ca­ye­ta­na se in­cor­po­ró li­ge­ra­men­te so­bre los co­dos para así es­ta­ble­cer, por en­ci­ma de su ba­rri­ga y en­tre sus pier­nas, con­tac­to vi­sual con el doc­tor.

—¡Em­pu­ja­ré cuan­do me dé la re­chin­ga­da ga­naaa! —vo­ci­fe­ró, con tal fuer­za, que de pron­to todo cam­bió.

Un chas­qui­do acuo­so dio paso a un si­len­cio in­quie­tan­te que rom­pió el llan­to de un niño de más de cua­tro ki­los tras ins­pi­rar su pri­me­ra bo­ca­na­da de aire ca­ri­be­ño.

—En­ho­ra­bue­na, es un va­rón —anun­ció el doc­tor.

—¡Sí! —gri­tó Ál­va­ro con los pu­ños en alto y un evi­den­te subidón de tes­tos­te­ro­na.

—Caye, ya está —anun­ció Sara.

—¿El qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué no me due­le?

—Nues­tro hijo, ya está aquí, mi rei­na —dijo Ál­va­ro, y an­tes de que Ca­ye­ta­na pu­die­ra reac­cio­nar, la ma­tro­na dejó un bul­to ner­vio­so so­bre su pe­cho.

—¡Ál­va­ro! ¡Es igual que tú! —ex­cla­mó Ca­ye­ta­na.

—Sí, se pa­re­ce a mí, ¿ver­dad?

—Es pre­cio­so, Caye. ¿Cómo lo vais a lla­mar? —pre­gun­tó Sara.

—Kin —dijo Ca­ye­ta­na, y al ver que la cara de su her­ma­na se con­ver­tía en un signo de in­te­rro­ga­ción, le ex­pli­có—: Sig­ni­fi­ca sol en maya.

—¿Sol? ¿Como mamá?

—Sí, como mamá. Des­pués de todo lo que le he he­cho su­frir… Ire­mos a ver­la en cuan­to po­da­mos. ¿Ver­dad, Ál­va­ro?

—Cla­ro que sí, mi rei­na —con­tes­tó él, y se­lló su pro­me­sa con un beso en los la­bios.

Sara re­gre­só a Es­pa­ña or­gu­llo­sa de po­der de­mos­trar a sus pa­dres que su her­ma­na ha­bía sen­ta­do ca­be­za. Te­nía un tra­ba­jo, era fe­liz y, a su ma­ne­ra, los que­ría.

—Oja­lá ten­gas ra­zón —dijo su pa­dre.

Pero no la te­nía. Ca­ye­ta­na lo de­mos­tró seis me­ses más tar­de, cuan­do sus pa­dres mu­rie­ron y no hizo el me­nor es­fuer­zo por via­jar a Es­pa­ña para acom­pa­ñar a Sara. Una fae­na que, sin em­bar­go, tre­ce años más tar­de no le im­pi­dió te­ner la des­fa­cha­tez de lla­mar­la para co­mu­ni­car­le que su ma­ri­do ha­bía muer­to y pe­dir­le que via­ja­ra a Can­cún para acom­pa­ñar­la en tan duro mo­men­to.

—¿Au­ri­cu­la­res? —pre­gun­tó la aza­fa­ta en el avión.

Sara los acep­tó son­rien­do. Juan se­guía dor­mi­do y Lo­re­to ne­ce­si­ta­ba algo nue­vo para en­tre­te­ner­se.

¿Eto? —dijo la pe­que­ña, se­ña­lan­do el pa­que­ti­to que te­nía su ma­dre en la mano.

—Son para ti —le su­su­rró Sara al oído.

La pe­que­ña aga­rró los au­ri­cu­la­res, miró a su ma­dre y son­rió. Era su for­ma de dar las gra­cias. Sara le de­vol­vió la son­ri­sa y pen­só que, tal vez, la gra­ti­tud fue­ra un sen­ti­mien­to na­tu­ral para todo ser hu­mano que al­gu­nas per­so­nas, como Ca­ye­ta­na, de­ci­dían ig­no­rar. ¿Y cuál era en­ton­ces el sen­ti­do de ese via­je que, ade­más de com­pli­ca­do, con toda pro­ba­bi­li­dad re­sul­ta­ría inú­til? La res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de su co­ra­zón cuan­do miró por la ven­ta­ni­lla y ob­ser­vó el cie­lo:

«Pue­de que Ca­ye­ta­na solo pien­se en sí mis­ma, papá, pero es lo úni­co que me que­da de vo­so­tros. Por eso la ne­ce­si­to».

[2]. Car­ni­tas: car­ne de cer­do co­ci­da a fue­go len­to en ca­zue­la de co­bre. Exis­ten mu­chas for­mas de pre­pa­rar­las y las más fa­mo­sas son las de Qui­ro­ga o San­ta Cla­ra de Co­bre, en Mi­choa­cán, pero tam­bién las de cual­quier pues­to ca­lle­je­ro de Xo­chi­mil­co, en Ciu­dad de Mé­xi­co, te lle­va­rán al cie­lo. (N. de la A.)

Amor y tequila

Подняться наверх