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CAPÍTULO 4
ОглавлениеLa curiosidad mató al gato
«Dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez; una aventura es más divertida si huele a peligro...».
Propuesta indecente (Romeo Santos)
16 de octubre, Plaça Reial, Barcelona
La vio regresar del baño del pub contorneando su cuerpo como una modelo. Por su manera de moverse, Lidia le recordaba a las chicas de la Pasarela Gaudí, uno de los principales referentes de la moda en España, y un evento que le había tocado varias veces cubrir como periodista económico. Cortés vinculó anorexia, moda y economía en un reportaje que tuvo bastante repercusión, pero le acarreó algunos problemas también, cuando varios diseñadores le acusaron de exagerar la realidad. Lidia exhibía más curvas y mucho más pecho que las hermosas —aunque escuálidas— modelos del famoso desfile. Aun así, para él había sido un soplo de aire fresco informar sobre la actividad de la pasarela y dejar por unos días los reportajes empresariales y entrevistas a directivos engreídos.
«¿Por qué no puedo dejar de pensar en el trabajo, aunque sea por un rato?», se lamentó. Volvió a mirar a Lidia.
A él siempre le habían gustado más las mujeres de armas tomar, las que podía abrazar fuerte recibiendo lo mismo por la otra parte, perderse entre unos pechos generosos y agarrar un lindo y gran trasero tipo cubano. Lidia era, sin duda, su prototipo.
Cortés trató de disimular todo lo que pudo su excitación, pero estaba seguro que ella la había notado, y más cuando le puso la mano encima del pantalón. Lidia le estuvo provocando, o al menos a él se lo pareció, en el taxi de camino a la Plaça Reial. Ella había insistido en que entraran en el pub Butterfly. «Vaya con las mariposas, me persiguen», pensó Cortés.
Las luces de neón azul hacían resaltar la boca de Lidia, que bailaba frente a él de forma sensual. Eran canciones latinas, las que hasta ese momento siempre tanto había detestado Cortés. Primero por la poca simpatía que sentía por los latinos problemáticos de su juventud y después porque su hija había tenido recientes problemas en el colegio por culpa, en parte, de esas canciones, especialmente cuando una compañera le provocó para que bailara la canción Sin pijama y Marina se tomó al pie de la letra la canción, quedándose desnuda delante de algunos compañeros, lo que provocó burlas y risas. Pero en aquel momento Cortés no tenía eso presente y suspiraba, tanto por la letra como por su ritmo sugerente y atrevido. Pese a todo, se negó una y otra vez a acompañarla.
—¡No sé bailar, lo hago peor que un pato! —se quejó. En parte era cierto. Tampoco quería pegarse a ella y que notara su erección.
—¡¡Venga, ojazos! —gritó Lidia—. ¡Anímate!
Empezaba a sonar Propuesta Indecente, de Romeo Santos. Cortés tenía los dos pies apoyados en un taburete alto. Su brazo derecho reposaba en la barra del bar, mientras en la otra sostenía un Martini. Ella se pegó a él, obligándole a separar los pies, y entonó los primeros compases de la canción cambiando parte de la letra:
«Qué bien te ves; te adelanto, no me importa quién sea ella; dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez. Una aventura es más divertida si huele a peligro...». Cortés no sabía qué hacer. Nunca le había sido infiel a su mujer y no porque no hubiera tenido oportunidades. Se sentía desinhibido.
Lidia, con su mirada de gata traviesa, se le acercó aún más y empezó a cantarle al oído de manera lasciva.
«Si te invito a una copa; y me acerco a tu boca. Si te robo un besito; a ver, ¿te enojas conmigo?; ¿qué dirías si esta noche; te seduzco en mi coche? Que se empañen los vidrios. Y la regla es que goces».
Los ojos de Lidia se le clavaron como espadas, mientras ella seguía tarareando la sensual canción apuntando a su bragueta. Cuando sintió su mano acariciarle el paquete por encima del pantalón, Cortés saltó del taburete como una liebre.
—Lo siento mucho, de veras que lo siento —atinó a decir antes de dejar la copa en la barra del bar y salir en estampida, empujando, sin querer, a varias personas. No se detuvo siquiera cuando un par de chicos jóvenes comenzaron a dedicarle exabruptos. Mientras se alejaba en el taxi, que tuvo la suerte de conseguir nada más salir del local, observó que Lidia lo buscaba girando la cabeza en todas direcciones.
«He hecho lo correcto, he hecho lo correcto», se repetía Cortés una y otra vez como si fuera un mantra.
Ya en casa, aún alegre por el alcohol, se desnudó en un santiamén y se echó en la cama junto a Laura. Su mujer se despertó y masculló algo indescifrable, pero un instante después volvió a darse la vuelta y flexionó las piernas, tal y como solía dormir.
Aunque buena parte de sus pechos habían perdido turgencia al dar de mamar a su hija, Laura mantenía un buen par de nalgas. Cortés tenía unas ganas enormes de hacer el amor, le dolían los testículos de la excitación acumulada durante toda la noche. Se acurrucó detrás de ella adoptando la posición de la «cucharita» y abrazó sus pechos, como tantas veces habían dormido cuando eran novios y durante sus primeros tiempos de casados. Ella siempre le decía que le encantaba esa postura, que la hacía sentirse muy segura y que le excitaba muchísimo. Laura solía facilitarle el trabajo subiendo las caderas a la altura de su pene, para que él solo tuviera que empujar y clavársela hasta el fondo de una vez, tal y como a ella le gustaba: brusco y directo. Cortés se pegó a su cuerpo y Laura levantó la cabeza de repente.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? —Cortés, lejos de apartarse, la acarició y le besó el cuello.
—Tengo sueño, déjame dormir.
Cortés no dijo nada. Se separó al instante, como si Lidia ardiera, y se levantó de la cama como un resorte. Tiró del pijama, que tenía bajo la almohada, cogió el móvil y salió del cuarto. Luego se tumbó en el sofá y comenzó a masturbarse. Pensó en Lidia, en su silueta y en las palabras que le había dicho mientras bailaba: «Si levanto tu pantalón, ¿me darías derecho a medir tu sensatez?». No tardó ni dos minutos en llegar al orgasmo. Se la sacudió con fuerza, casi con rabia. Después de correrse se sintió mejor, aunque estuvo un rato inquieto, moviéndose de un lado a otro. Puso la televisión y en seguida la apagó, no tenía ganas ni de escucharla. Odiaba dormir en el sofá.
Cuando se estaba planteando regresar a la habitación, sonó un móvil. No reconoció el timbre, pero miró el suyo y tenía un mensaje de Lidia de hacía media hora, justo del momento en el que había escapado con el taxi.
«Lo cortés no quita lo valiente, no olvides que solo se vive una vez», rezaba y le enlazaba la popular canción de Azúcar Moreno, que Cortés comenzó a escuchar:
«Si no quieres aguantar. Y te quieres liberar. Una frase te diré solo se vive una vez. Si no quieres discutir y te quieres divertir. Escúchame bien. Solo se vive una vez»
Otra señal acústica sonó de inmediato y le hizo parar la canción, pero no provenía de su teléfono. Miró la hora, era casi la una de la madrugada. Si no era el suyo, tenía que ser el de su mujer, pero ¿quién podía Whatsappear a esa hora?, se preguntó. Cortés se puso a buscar el móvil. Notó un bulto entre el sofá, el aparato estaba encajado en la tapicería; lo tomó. El dispositivo le ofrecía la posibilidad de visualizar en vista previa los mensajes de texto en la pantalla de bloqueo.
P.García_12:44 ¿Cómo estás, guapa? Yo extrañándote mucho. P.García_12:44 Sigo en Lima, pero regreso el jueves.
P.García_12:45 ¿Nos vemos a la hora y lugar de siempre?
Cortés se quedó en shock. No se esperaba aquello. Una cosa era que tuvieran problemas conyugales y otra muy distinta eso. Él no era católico practicante, no veía el flirteo o la infidelidad como un pecado, pero le habían educado de una manera que entendía la lealtad como un valor moral que ayudaba a cualquier persona a cumplir sus promesas y compromisos asumidos. Para el periodista, ser fiel era la capacidad de no engañar ni traicionar a los demás, y se sentía orgulloso de no haberlo sido nunca ni con su mujer ni con ninguna de sus anteriores novias.
Pero ahora, ¿le estaba siendo infiel su mujer? Quizá por eso ella había decidido añadir contraseña a su móvil hacía pocos meses, y él hizo lo propio cuando se enteró, sin ni siquiera preguntarle el motivo, solo para incordiar y hacerse el importante.
Leyó de nuevo los tres mensajes. No quería creer que Laura le estuviera siendo infiel, pero todo apuntaba a que sí, que le estaba engañando con otro. Repasó los mensajes una tercera vez y hasta una cuarta, y la sospecha se convirtió en certeza con la rapidez de un silbido.
«¡Seré imbécil!», se dijo, indignado mientras pensaba en Lidia y lo que le había dicho: solo se vive una vez.
***
A la mañana siguiente Cortés se levantó del sofá como tantos otros días, con el ánimo del color de una persiana oxidada. No quiso decirle nada a Laura acerca del mensaje, deseaba empezar bien la jornada. Vio que ella estaba a lo suyo, así que se dio una ducha, acompañó a Marina al colegio y salió con su bici a todo trapo hacia la oficina.
Nuria lo recibió con cara seria.
—El fucking boss te espera —susurró. Luego abrió mucho la boca y juntó los dientes como si fuera una perra de presa a punto de morderle.
—No pongas esa cara, que yo soy de gatos —murmuró Cortés. Ella lo apremió con un gesto.
—Venga, venga.
Cuando entró en el despacho, Gutiérrez estaba contemplándose a sí mismo en una de las fotos que exhibía sobre la mesa.
—¿Cómo va eso? Me imagino que la gala de anoche iría sobre ruedas. Despidos, paro e idealistas protestando. La crisis del sector desde hace mucho es evidente. —Gutiérrez clavó los ojos en él.
—Sí, no podía ser de otra manera.
—Pues tú —le señaló— eres un privilegiado. Mañana vendrás conmigo a ver a nuestro cliente, el del trabajito de México.
—Sí, don José.
—Perfecto. Por cierto, prepara el traje y la corbata, es un hombre importante, está financiando muchos proyectos interesantes tanto aquí como en América, un cliente de cinco cifras, no sé si me explico.
—Me preocupa eso de que tengo que hacer de… ¿detective? —Cortés lo dijo en voz queda, como si le diera miedo.
—Solo puedo avanzar que el asunto está relacionado con espionaje industrial y competencia desleal. Yo te acompañaré a la reunión. Limítate a escuchar, asiente con la cabeza y actúa en consecuencia.
Cortés resopló. Era mejor decir «No» desde el principio, antes de que fuera tarde. Aquello no le iba a llevar a nada bueno. Laura querría matarle. Y serían dos semanas sin ver a Marina. No iría a México de ninguna de las maneras, dijera lo que dijese aquel capullo.
—¿Y bien? —Don José Gutiérrez se arrellanó en el sillón—. ¿Algo que objetar?
—Nada, don José.
Salió del despacho sudando. Se sentó en su escritorio. Debía empezar a recopilar datos sobre México, conocer la realidad del país. Y tenía que ser ya. No quería que el cliente le pillara desinformado. Abrió el navegador y empezó a buscar referencias sobre el funcionamiento de sus empresas, producto interno bruto, índices de desempleo, etcétera.