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CAPÍTULO 1

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Misterioso mensaje de Whatsapp

“A menudo los hijos se nos parecen; así nos dan la primera satisfacción; esos que se menean con nuestros gestos...”.

Esos locos bajitos (Joan Manuel Serrat)

15 de octubre, Poblenou, Barcelona

Martín Cortés no sabía que aquella mañana soleada de otoño su vida daría un giro radical, había recibido un mensaje que estaba a punto de desbaratar su existencia tal y como la conocía. Era un mensaje de Whatsapp que le sobresaltó de tal manera que casi se cae de la cama. Había olvidado apagar el móvil. Despistado como su padre, constituía una práctica habitual en él, algo que se encargó de recordarle Laura, que hasta ese momento dormía plácidamente, aún con la ropa del día anterior.

—Ya estás como siempre, ¡haciendo el payaso! —exclamó su mujer con la voz entrecortada por el sueño—. Qué inútil, cuántas veces te he dicho que apagues el móvil antes de dormir —.

Cortés hizo ademán de responder, pero en su lugar miró el reloj. Era casi la una del mediodía.

—Madre mía, ¡la comida! —.

Se levantó como un resorte. Después de darse una ducha rápida y de vestirse con lo primero que encontró —. Acudió a la habitación al final del pasillo. Pintada de color violeta, sus paredes destacaban por unos vinilos infantiles que contenían la palabra «Marina», y unas grandes mariposas de color azul que rodeaban el nombre. Más de una vez, su hija le había sorprendido observando fijamente, sin saber por qué, aquel racimo de insectos que parecía le hablaban. Tan distraído estaba en ese momento, quitando la contraseña del móvil para ver el mensaje, que no percibió a Nancy patinadora, la muñeca preferida de Marina. Cortés se deslizó por la habitación. El tortazo sonó en todo el habitáculo y él vio desaparecer el aparato debajo de la cama.

—¡Maldita sea! Encima de paranoico, patoso —soltó echándose las manos a la cabeza.

Cuando se agachó para coger el teléfono, los dedos de Marina le tocaron el pelo. Al levantarse, contempló cómo se abrían y cerraban los ojos azules de su hija, un rasgo que había heredado de él, y correspondió a su caricia dándole un beso en la frente.

—¿Cómo ha dormido mi monita? —Su semblante cambió como la noche al día. La pequeña ronroneó cual gatita mimosa, haciéndose la dormida.

—Te pillé, monita, sé que ya estás despierta, ¡arriba, arriba el gallinero, ya llegó el gallo que manda, levántense! —Cortés tiró de las sábanas mientras tarareaba una canción techno que había hecho furor en los noventa.

—Papá, tengo mucho sueño, es muy pronto —respondió la pequeña, que mantuvo los ojos cerrados y la misma postura de momia egipcia.

—¿Muy pronto? Nos fuimos a dormir muy tarde pero claro que no, es casi la una y ya sabes que hemos quedado para comer en casa de los yayos. No los vemos desde hace mucho.

Marina se relamió. Disfrutaba comiendo, y aún más cuando la cocinera era su abuela. Se desperezó exagerando los ademanes y bostezos ante la sonrisa creciente de Cortés. No lo quería admitir, pero, a veces, se le caía la baba por su hija. Literal- mente.

—Venga, mi niña, ponte algo cómodo y salimos por patas —la apremió.

Cortés abrió la persiana para que entrara el resplandor anacarado del patio de luces y le dio un beso a su hija. Luego cogió el móvil, que se había escurrido como una anguila hasta debajo de la cama.

—La una y doce, ¡es muy tarde! —observó Cortés al volver a mirar la hora en el teléfono—. ¡Arriba, Laura! —le gritó desde el pasillo a su mujer, mientras caminaba con pasos rápidos de nuevo hacia la habitación y trataba de desbloquear el teléfono.

—¡Maldita sea! —Cortés recordó que había cambiado la contraseña hacía poco para que su mujer no pudiera acceder a sus datos.

Regresó a su habitación y observó que Laura permanecía en la misma postura. Su ajustado leggin dejaba entrever unos muslos generosos y un trasero que hasta hacía poco le volvían loco de remate, pero que ahora ya apenas cataba. «Ni siquiera en vacaciones», se lamentó.

—Venga, Laura, date prisa, que ya sabes que hemos quedado con mis padres a las dos y falta poco más de media hora.

Su mujer no le hizo caso. Cortés, ya acostumbrado a ello, estiró las sábanas.

—Vamos, que ya sabes que a mi padre le gusta comer pronto —insistió endureciendo el tono.

—Id vosotros, me duele mucho la cabeza —le respondió Laura de manera lacónica. Luego volvió a taparse.

—Sí, claro, ¿también vas a utilizar la excusa de siempre para esto? —Tiró de nuevo de los extremos de la ropa de cama.

—Déjame en paz, fuiste tú quien se perdió de regreso a casa y por eso llegamos ayer tan tarde —añadió ella enroscándose entre las sábanas como una pitón.

—Como quieras, tampoco perdemos nada sin tu presencia. Aún mejor, así estaremos más tranquilos —le contestó sin mirarla a modo de desafío, mientras conseguía, por fin, desbloquear el móvil.

Laura ni se inmutó.

El contenido del mensaje le sobresaltó todavía más que el timbrazo que había dado su teléfono cuando dormía. Cortés lo leyó con una mueca de desconcierto.

«¿Qué es esto? ¿Será un error o alguna broma de algún colega?», se preguntó preocupado, todavía más cuando comprobó que no tenía registrado el contacto del remitente.

En ese momento la alarma de su móvil sonó de nuevo de forma estridente. El teléfono resbaló como si le ardieran las manos.

—¡Me cago en todo! —le dijo al aparato como si éste pudiera entenderle.

—Serás inútil —oyó decir a su mujer.

Marina ya estaba acostumbrada a las riñas familiares y solía intervenir sutilmente para destensarlas.

—Papá, ya estoy lista, ¿vamos? —Le estiró del brazo mientras daba un beso a su madre—. Mejórate, mamá, luego nos vemos.

Cortés miró a su hija. Ella parecía la adulta y ellos los niños. Dejó un momento el móvil en la cama de la habitación para abrazarla. Cogió la mano de Marina, pero antes de cerrar la puerta de casa, no pudo contenerse.

—¡Tú misma! —gritó—.

***

Cortés decidió que irían en metro. No tenía ganas de coger su viejo Seat León después de las horas que habían pasado en carretera el día anterior. Desde pequeño, el transporte suburbano provocaba en él cierta aprensión. Su abuelo materno le contó lo mucho que había sufrido al verse obligado a utilizarlo tantas veces como refugio antiaéreo durante la Guerra Civil. Apretó fuerte la mano de su hija al recordarlo y siguió caminando hacia la parada de Glòries. El tiempo era bueno, el sol apretaba lo justo. Las primeras hojas de los árboles empezaban a teñir de ocre y amarillo los suelos de Barcelona, recordando a los viandantes que entraban en época otoñal. Poco antes de acceder a las escaleras de bajada a la estación, se llevó una mano al bolsillo. Luego la otra.

—¿Qué buscas, papá?

—¡El móvil!

Pensó en regresar a por él, pero ya era muy tarde. No quería soportar una nueva bronca ni de su mujer ni de su padre, acostumbrado a comer muy pronto.

Cortés y Marina se sentaron en el vagón. Él procuró apartar la vista de la oscuridad que reinaba en los túneles mientras avanzaban, no quería imaginar el miedo de aquellos hombres y mujeres que, no hacía tanto, se guarecían allí de las incursiones de la aviación franquista. Rememoró sus años de estudiante, que daban validez al dicho de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», y más viendo cómo su felicidad, excepto por su hija, se había ido por el sumidero durante aquellos últimos años.

La Historia siempre fue una de sus materias favoritas, especialmente la relacionada con las conquistas y las guerras. La única matrícula de honor que obtuvo estudiando Periodismo había sido en la asignatura Historia de Catalunya del siglo XX. Casualmente, le había tocado comentar un texto sobre las consecuencias de los bombardeos contra civiles durante la Guerra Civil.

Recordó la conversación que había mantenido con Jordi Culla, su profesor de Historia, en uno de sus primeros días como universitario. Culla solía comenzar las clases pronunciando una sentencia muy manida: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Cortés argumentó que la máxima que defendía el catedrático le parecía un poco ingenua.

—Sería, más bien, que quien conoce su historia está tentado de repetirla —repuso Cortés.

—¿Por qué dice usted eso? —se interesó Culla.

—Porque muchas personas, aun conociendo nuestro pasado repleto de guerras y violencia, siguen cometiendo los mismos errores.

El profesor sonrió.

—Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

—Esa cita me resulta familiar —apuntó Cortés— ¿podría ser de Karl Marx?

—A él se atribuye. Pero me alegra mucho que le suene a usted. —El profesor consultó unos papeles que tenía encima de la mesa—. Su razonamiento me parece acertado, señor… Martín Cortés. Célebre apellido, ¡a fe mía! —destacó Culla—. Es usted tocayo del primogénito del famoso conquistador.

—¡Pero yo soy más guapo! —le había contestado Cortés, provocando la hilaridad de todos sus compañeros.

—Sobre eso prefiero no opinar, pues cada uno es tal como Dios le hizo, ¡y aún peor muchas veces! —repuso Culla.

—Eso es de Cervantes, del Quijote para ser más exacto —terció Cortés.

—¡Albricias! Tenemos entre nosotros a un lectorem hominem. Me llena de orgullo y satisfacción saber que nuestra juventud lee, al menos parte de ella. Descansada vida la del que huye del mundanal ruido y ¿sabe alguno de ustedes cómo sigue?

Cortés levantó la mano y Culla le hizo un gesto de aprobación.

—… y sigue la escondida senda por donde han ido… los pocos sabios que en el mundo han sido.

Su intervención provocó los aplausos de los compañeros. Culla, sonriente, les dijo a todos que la vida de Fray Luis de León le parecía un tema apasionante, pero que debían seguir con la historia de Catalunya. Les explicó a continuación que Barcelona se convirtió, durante la Guerra Civil, en la primera gran urbe occidental de la historia que sufrió durante dos años bombardeos aéreos sistemáticos y masivos contra objetivos no militares, a pesar de encontrarse en retaguardia. Aquello obligó a la población a refugiarse donde podía. Los corredores y galerías del metro barcelonés fueron lugares muy utilizados en la contienda y, a pesar de que sus obras de remodelación habían ido destruyendo con el tiempo muchos de esos refugios, un significativo número de ellos aún se conservaban total o parcialmente en el subsuelo de la ciudad.

—¿En qué piensas, papá? —le preguntó Marina. Su voz le devolvió a la realidad.

—En nada importante mi monita. —Cortés volvió a fijar su mirada en la oscuridad del túnel y sintió que retrocedía hacia sus propias tinieblas, hacia un cuartucho oscuro en el que había permanecido encerrado durante días en el pueblo de su padre, y cuyo recuerdo afloraba en forma de pesadilla cuando menos lo pretendía. Volvió a esconder la imagen en un punto impreciso de su cerebro y se obligó a sí mismo a levantar los ojos.

Cortés observó que, para ser un domingo al mediodía, no había mucha gente en el vagón. Un señor mayor leía La Vanguardia. Dos chicas jóvenes consultaban sus móviles muy concentradas e intercambiaban susurros. Delante, una anciana tejía sus labores de punto junto a un señor de ojos verdes, cuya mano izquierda tenía apoyada sobre la pierna de la mujer.

Al instante le sobrevino un nuevo escalofrío al recordar otra vez aquel Whatsapp proveniente de un número desconocido.

«¿México? ¿Por qué México?», pensó poniendo los ojos en blanco.

—¿Qué pasa, papá? —Esa vez fue su hija quien le apretó fuerte la mano.

—Nada, hija, cosas del trabajo. Que mañana me reincorporo y solo de pensarlo. En seguida comenzó a tararear la canción de Joan Manuel Serrat Esos locos bajitos, que muchas veces ponía a su hija en el coche. Ella le acompañó, al momento, con la parte que más le gustaba cantar. «Niño, deja ya de joder con la pelota.

Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca...».

—Cachis en la mar, ¿cuántas veces te he dicho que eso no se dice? —inquirió Cortés intentando simular enfado.

—Pero si eres tú quien me pones la canción muchas veces —replicó la pequeña.

—Y encima respondona. ¿Ya tienes ganas de regresar al cole? Has hecho campaña casi un mes, como nunca —le dijo Cortés, esforzándose por centrar su atención en la pequeña y olvidar por un momento el mensaje y las broncas con su mujer.

—No, prefiero que me sigas enseñando a jugar al ping-pong y a montar en bici.

—Yo también quiero eso, mi monita, pero así es la vida. Tú tienes que estudiar para jubilarme pronto y yo, mientras, seguiré trabajando para alimentar esta panza tan grande —afirmó mientras le hacía cosquillas, lo que provocó que su hija riera a carcajada limpia—. Sé seria, que estamos dentro del metro, y como te vea el policía te detiene y te lleva al cuartelillo.

—¡Pero si eres tú!

—¿Yo? ¡Qué va! Le diré al policía que no te conozco de nada.

—¡Papá!

—Disculpe, señorita, se equivoca, yo no sé quién es usted.

—¡Papá! —le espetó la niña algo preocupada.

Los ojos de la pequeña brillaban.

—¡Qué preguntona! Ya veo que serás periodista.

—¡De mayor quiero ser como tú!

—No, mi vida, tú serás mucho mejor que yo.

—¡Tú eres el mejor monito del mundo mundial!

—Me cago en la leche, me pones nervioso. Te voy a hacer el ataque más grande del mundo mundial.

—Papá, sé serio, que estás en el metro y vendrá la policía…

«Próxima estación, Florida», se oyó por el interfono—. Ya nos toca, monita, agárrate para que no te caigas.

«Próxima estación, Florida», se oyó por el interfono—. Ya nos toca, monita, agárrate para que no te caigas.

No quedaba mucha gente en el vagón. Algunos se habían bajado en la parada Espanya y otro gran número en la de Plaça de Sants.

Antes de salir y dejar de lado los juegos infantiles tomó la mano de Marina y al regresar a sus cavilaciones recordó el misterioso mensaje que había recibido. Se volvió a estremecer.

«Cortés, te envían de nuevo a conquistar México».

Hijo de Malinche

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