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CAPÍTULO 5
ОглавлениеCoge el toro por los cuernos
«Hay la teoría que demuestra que la vida es una apuesta; que ganamos al nacer; que de nada sirve acojonarse cuando todo es un desastre y la suerte te abandona».
Tú Mandas (Jarabe de Palo)
1 de diciembre, avión hacia México
Ya de nuevo acomodado en el asiento del avión, vio que Elena García se había quedado dormida, así que cogió una de las revistas que la aerolínea ponía a disposición de los pasajeros. Leyó un artículo que venía encabezado por la frase: «Coge el toro por los cuernos», una locución que su padre usaba mucho. El texto aclaraba que era una expresión de carácter popular que significaba que una persona se enfrentaba a algo con mucho valor, asumiendo todas las consecuencias que eso podía conllevar. La frase cobraba un sentido especial mientras él estaba allí sentado, alejándose de casa, y su amado mar Mediterráneo empezaba a convertirse en una neblina espesa debajo de sus pies.
—El artículo está bien, yo también lo he leído —le comentó Elena, que se despertó de repente y estiró los brazos.
—Sí, lo fácil es dar consejos, pero no tanto aplicarlos —respondió Cortés de manera tajante.
—Por ahí se empieza, ¿no crees?
—Quizá sí —concedió lacónico.
Elena García se interesó otra vez por su estado. Cortés le dijo que se encontraba mejor. «Ya que tengo que estar tantas horas en el avión, quizá no es mala idea charlar con ella, así me puede dar algunos consejos», pensó. Cortés le explicó por encima, sin entrar en detalles, el viaje laboral a México. Omitió su misión secreta.
—No me apetece nada —le confesó a Elena—. Además, no creo que pueda llegar a congeniar con nadie en México, y menos con mi apellido. Al parecer no les somos simpáticos.
—¿A los mexicanos? ¡Qué va, eso no es verdad! Les caemos genial —exclamó Elena muy convencida.
Cortés le mostró una carpeta que llevaba consigo. Había recopilado alrededor de ciento cincuenta páginas de ping-pong entre españoles y latinos. Las quería leer con calma en el avión y una vez allí en México tener respuestas para todo, como le había aconsejado el financiero Pedro Campo. Le pasó los folios a Elena y ella comenzó a ojearlos.
—¡Vaya! Fíjate en esto —dijo ella, para luego leer en voz alta el mensaje de un internauta—: «Están llegando muchos españoles a México, legales e ilegales, porque en su país no tienen ni para comer. ¿No te parece suficiente haber saqueado un continente, ser responsables de la muerte de más de cincuenta millones de indígenas en Sudamérica, haberse llevado todas las riquezas posibles y, lo más inaceptable, haber destruido cientos de culturas y lenguas? ¿A qué venís aquí, pendejo?».
—¡Uf! —exclamó Cortés negando con la cabeza—. Qué exagerados son los mexicanos, todavía protestando por el oro que nos llevamos.
—No deja de tener algo de razón —defendió Elena al internauta—. Ahora muchos españoles, debido a la crisis, han tenido que emigrar. Fíjate lo que contesta un compatriota al mensaje anterior. —Leyó la respuesta que alguien había colgado—: «Te recuerdo, enana marrón, que gracias a la conquista sabes leer y escribir, además de comer con las manos. Cierra esa boca mulata que tienes y da gracias a Dios por llevar apellidos españoles». —La chica arrugó la cara—. Este individuo que llama «enanos marrones» a los demás debe ser el típico español nacionalista, esos que siguen parloteando sobre la Conquista y demás.
Cortés protestó.
—Bueno, la Conquista fue un proceso que encumbró a nuestro país y la convirtió en un imperio, en la primera potencia del mundo moderno.
—Hombre, eso no da pie a que algunos españoles se sientan superiores a los demás hispanohablantes —terció Elena—. Tampoco está bien, pienso, el odio que algunos latinos profesan contra los españoles. Mira lo que dice aquí—. Elena leyó otra intervención de un internauta que aparecía impresa en los folios que le había dejado Cortés—: «Lo que México debe hacer es no dejar entrar a españoles, así como ellos no nos dejan entrar. Como dice el dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Malditos españoles invasores, ladrones de mierda. ¿Por qué fuimos colonia española si son unos racistas?».
—No sé cómo los mexicanos hablan de racismo si en su propia casa suceden cosas peores, ¡y a la vista de todo el mundo! Basta con ver la televisión para darse cuenta. En la mayoría de las producciones los actores son caucásicos. Primero que hagan arreglos en casa, y lo mismo con la inseguridad. El país da miedo con tanta violencia.
Elena soltó una carcajada.
—Se ve que eres un pinche gachupín —dijo, y volvió a reír—. No te enfades, ¿vale?
—¡Pero si no me enfado! —exclamó Cortés un poco molesto.
—Mira, aunque no te lo creas, México es mejor visto que España en algunos ámbitos —se quejó Elena—. Vivo allí y debo reconocer que el país tiene problemas, pero es el segundo socio más importante de Estados Unidos. En cambio, Españistán, y que conste que lo llamó así de broma, es un país que hoy día es visto en USA como refugio de africanos, árabes, turcos, etc.
—Perdona, pero yo he leído que en México hay más de sesenta mil desaparecidos y una violencia sin control —repuso Cortés—. Razona con la cabeza y no te dejes llevar por el corazón. —Después cogió los folios y leyó un mensaje que le llamó la atención; lo había escrito un internauta que hablaba acerca de la violencia en México—: «Vigile cuando vaya por la calle, no sea que a usted también la “desaparezcan” o tenga que pagar más de lo que tiene para salvar su pellejo. Se supone que en su capital hay más de mil taxis dedicados al secuestro exprés y muchos más en otras ciudades. Vigile y mejor vaya a la iglesia a rezar con asiduidad». ¿Qué me dices respecto a eso, Elena?
—Bueno, es cierto que hay problemas de inseguridad en algunas zonas —reconoció ella.
Cortés siguió leyendo en voz alta:
—«Seguro que tú eres un español hijo de mil leches, malditos pordioseros muertos de hambre. Se los está cargando el pito y no saben qué hacer. Ustedes siempre serán la mugre de Europa, nunca fueron más y nunca lo serán. ¡Muéranse de hambre, malnacidos racistas! Españoles maricas, se creen superiores y son más mestizos que nosotros, los latinos». —Cortés resopló—. ¡Este tío nos llama «mugre de Europa» y «maricas»!
—Sigue leyendo. —le pidió Elena—. Lee la respuesta que le da el español.
—Vale —accedió el periodista, que se puso a leer en voz alta—: «¡Ja, ja, ja, ja!
Sudaca enana y marrón ¿cuál es tu apellido? ¿Martínez? ¿Rodríguez? ¡Si vivís igual que hace cinco siglos! Es lamentable ver tiroteos, navajazos y todas esas cosas a plena luz del día en vuestras calles, cómo se soborna a la policía que aún va a caballo, los narcos y sus venganzas. Estáis deseando ver en la telenoticias negativas sobre España para levantaros un poco la moral y alimentar esa mentalidad de perdedores que tenéis, no me jodas».
—¡Uf! Madre mía, la gente no sabe lo que dice —dijo Elena—. Es una pena que haya personas con un pensamiento tan pobre, sin el más mínimo sentido de humanidad. —Ella volvió a pedirle los papeles al periodista, siguió leyendo durante unos instantes y luego cerró la carpeta de golpe—. Mira, te puedo asegurar que a mí nunca me han cuidado tanto como en México —concluyó.
—A qué te refieres. —quiso saber Cortés.
—Pues a que la gente es muy amable, agradable y cercana. Muy educados, quizá demasiado, con independencia del origen social y formación que tengan. No suelen elevar nunca el tono de voz y son tremendamente respetuosos. —Hizo una larga pausa que a Cortés se le antojó eterna. Justo cuando iba a responder, Elena remató—: No como algunos españoles, por desgracia.
—¿Qué quieres decir? —dijo él apretando los dientes.
—Pues que me he encontrado a españoles que vienen tratando a los mexicanos como si fueran idiotas, y eso es muestra inequívoca de que ellos también lo son. Yo he pasado vergüenza ajena en algunas ocasiones, por aquello de sentirme «paisana», como se dice allí, de según qué españoles.
—Como ocurre en todos sitios —intercedió molesto Cortés, que se sintió, en parte, aludido, aunque no se lo confesó—. Y tú, ¿a qué vas a México?
Elena le explicó que se había emparejado con un mexicano que conoció en Valencia cuando él era estudiante de doctorado y que estaba muy enamorada. Cortés intuyó que el botón abierto en su escote había sido un accidente fortuito.
—Iba a ser difícil para mí encontrar trabajo en España debido a la crisis, así que decidí hacer las maletas —le reveló Elena—. Fue un veinte de octubre. Y nada, emigré a México. Terminé mi tesis de doctorado sobre los efectos del peyote en las sociedades indígenas.
—¿Peyote?
—¿No has oído hablar del peyote? ¡Vaya periodista! —le bromeó—. Es una de las drogas más famosas en todo el planeta. Es un cactus mexicano, los indígenas lo utilizaban como medicina y en sus rituales, pero ahora hay personas que lo usan para drogarse e incluso para hacer daño a otras personas, para provocarles alucinaciones por su elevado contenido en alcaloides psicoactivos.
—¿Alcaloides? ¿Me hablas en chino?
—Qué tonto —le replicó Elena entre risas—. El caso es que tuve la gran suerte que en un centro público ofertaban una plaza de investigador que coincidía exactamente con mi perfil académico. Me presenté y me la concedieron.
—Me alegro por ti —contestó Cortés—. ¿Estás contenta? ¿Te va bien?
—Pues sí, soy una especie de profesora funcionaria en la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM. Aunque existen algunas deficiencias, si comparamos la situación en la que se encuentra la ciencia en España hoy día, las condiciones para la investigación son bastante buenas.
—Pero no te resultaría fácil un cambio de vida tan radical, ¿no?
Elena, después de permanecer pensativa unos momentos, negó con la cabeza.
—Mis primeros meses fueron bastante duros, echaba de menos a la familia, los amigos, la comida, nuestro modo de vida. Un día me di cuenta de que si seguía comparando todo con España nunca iba a lograr adaptarme; y así fue. Empecé a apreciar las cosas que México y su gente te ofrecen, que son muchísimas. Hay que reconocer que venimos a su país, nos dan trabajo y debemos adaptarnos a ellos, no ellos a nosotros. Como te digo, es un país acogedor y su gente encantadora; es obvio que te encuentras de todo, como en botica, el tráfico es horrible, por ejemplo. Los taxistas y los choferes de las «combis» son mis enemigos en la ciudad. Pero, poco a poco, aprendes a lidiar con esas cosas.
—¿Combis? —inquirió Cortés.
—O camiones, son nuestros autobuses, aunque nada que ver —apuntó la joven sonriendo.
—Sí, recuerdo haberlo visto en la película mexicana Nosotros los nobles, donde dos se peleaban como bestias por adelantarse con los autobuses… —rio Cortés.
—Muy buena —asintió Elena—. Por allí por México también gustó mucho esa peli.
—¿Algún consejo más?
—Bueno, ya sabrás lo del «coger» —le advirtió la chica proyectando hacia él una sonrisa maliciosa—. Evítalo a toda costa excepto que quieras que te lo hagan. Sobre todo, no comas en la calle. Nuestro sistema inmunológico no es tan resistente como el de los mexicanos, y me ha tocado alguna que otra gastroenteritis... así que es mejor no tentar la suerte...
Continuaron conversando como si se conocieran de toda la vida, de manera muy distendida. También mientras les servían la comida a bordo. Después del almuerzo, ella se puso a leer La buena suerte. Cortés no podía creerlo. Era el título que le habían regalado semanas atrás, cuando salió de la gala de periodismo junto a su amiga Lidia.
—No me jodas, ¿eso lees? —le espetó sorprendido.
—¿Lo conoces? Es mi favorito. Me inspira muchísimo, es extraordinariamente positivo. Lo he leído no sé cuántas veces —comentó Elena.
—¿De qué va? —dijo Cortés con evidentes muestras de interés.
—De dos amigos que al cabo de mucho tiempo se reencuentran, y uno le explica a otro lo bien que le ha ido en la vida aplicando las diez claves de la buena suerte y la prosperidad.
— ¿Y cuáles son esas claves? ¿Es un manual de esos tantos que hay de autoayuda?
—Qué va, a mi esos no me van —rio con ganas Elena—. Seguro que conoces a muchos que, cuando les ocurre algo bueno, dicen: “Qué suerte ha tenido”, ¿cierto? Y si les pasa algo malo, la frase cambia: “Qué mala suerte he tenido”.
Cortés asintió con la cabeza y no pudo evitar pensar en sí mismo.
—Es como si viajarán de copiloto en su propia vida, sin tener la capacidad de decidir cuándo giran hacia un lado u otro. O como si fueran un actor secundario en la película de su vida. Como que alguien escribió un guion y ellos solo ejercieran su papel.
Cortés sintió un escalofrío. Parecía que hablara de sí mismo, de su momento actual, pues él si había sido así de joven, cuando con mucho empeño y tesón logró estudiar y más tarde convertirse en periodista.
—¿No has tenido nunca esa odiosa sensación de no controlar nada de lo que ocurre en tu vida? Yo sí y es horrible —le dijo haciendo aspavientos con los brazos. Parecía adivinar sus pensamientos.
—Pues sí y, para serte sincero, quizá si estoy en un momento similar. Con todo respeto lo que dices está muy bien, pero me parece filosofía barata que se puede aplicar cuando eres joven y no tienes obligaciones ni responsabilidades como una hipoteca, una hija. No me quejo, pues hay momentos increíbles también con mi hija, pero es lo que hay. Te pasan cosas buenas y malas, hay que asumirlas y agachar la cabeza con lo que no puedes controlar, porque no hay mucho más que hacer.
—Yo también entiendo lo que dices, pero todos tenemos que hacer sacrificios. Yo también los tuve que hacer en mi casa, en mi entorno donde no aceptaban a mi pareja, pero decidí dirigir la película de mi vida en vez de solo actuar en ella. Imagínate que un día, hoy mismo, despertaras pasando de ser el actor de reparto de tu película a dirigirla. Que te levantaras y entendieras que la suerte tan solo depende de cómo juegues tus propias cartas y de la actitud que tengas ante la suerte y la vida. En definitiva, que tú eres la persona que escribe las páginas de tu historia y que nada ni nadie puede escribirlas por ti. ¿No sería maravilloso? Te puedo asegurar que este libro a mí me ha servido mucho para convertirme en la protagonista de mi vida.
—«Hay la teoría que demuestra que la vida no es perfecta, que cualquier momento es buen momento para empezar. De nuevo que tu vida la decides tú».
—comenzó a tatarear Cortés en su asiento…
—Tal cual, ¿de quién es eso?
—Es el final de la canción de Jarabe de Palo, creo que la canción se llama Tú mandas, ¿no la conoces?
—No la he escuchado nunca.
—Yo tampoco la conocía hasta hace un momento, la memoricé junto a la otra mientras dormía, hasta que me despertaste.
—¿Cómo, estás bien? —Elena le miró sorprendido.
—Nada, cosas mías… Ahora estoy mejor que antes de subir al avión, gracias por la charla Elena —le respondió mirándola fijamente. Al momento se quedó contemplando el cielo por la ventanilla mientras seguía tarareando en silencio. «Tú, tú mandas, tú sigues o te plantas, tú eliges. Las reglas las decides tú. Tú, tú mandas. Tu historia la decides tú».
De jovencito solía memorizar las letras de las canciones que le gustaban y las trataba de usar en su día a día, como con su amigo Toni, que le había vuelto a recordar algo que quedaba en el olvido. También Lidia había hecho lo mismo con Solo se vive una vez y en aquel momento las canciones de su admirado Jarabe de Palo volvían a sonar en su cerebro. Todas ellas parecían hablarle en un mismo sentido.