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CAPÍTULO 2

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Sangre, sudor y lágrimas

“Comienza mi pesadilla; muy pocos ceros en mi nómina ilegal; yo como he firmado un contrato no puedo parar, parar”.

Pastillas de freno (Estopa)

16 de octubre, Poblenou, Barcelona

Un orfeón de ruidos diversos se podía oír a primera hora en las calles barcelonesas. Los cláxones de los coches, el parloteo de los transeúntes o el bullicio de los camareros y clientes trajinando entre las mesas de los establecimientos. Un grupo de niños encabezados por su maestra añadían un coro infantil al trasiego habitual de las personas que acudían a trabajar, en silencio y pensativas, como haciéndose a la idea de que comenzaba un nuevo día. Algún trasnochado regresaba a su hogar a horas matinales.

Las hojas amarillentas que pavimentaban el suelo denotaban que el albor del otoño se iba encaminando, ventoso, para ganarle terreno al habitual clima templado del que disfrutaba Barcelona en invierno.

Esa mañana, Cortés se descubrió a sí mismo montado en su vieja y polvorienta bicicleta. Se incorporaba al trabajo y necesitaba olvidar el incidente, así que trató de apartar de su mente la mordida del recuerdo del día anterior: el mensaje de whatsapp, la negativa de su mujer a acompañarlos a comer, la breve pelea con ella, y los reproches de su padre por haber llegado tarde a la comida. Para rematar, Laura y él acostados, sin dormir, de espaldas el uno al otro.

Reprimió un bostezo, aferró el manillar con energía y aceleró la marcha. Se había propuesto hacer más deporte, y sobre el sillín evocaba sensaciones, olores y sabores ya olvidados. No en vano había engordado bastante en aquellos últimos tiempos, y se sentía más fatigado, especialmente cuando su hija le ponía a prueba, algo que se había convertido en costumbre durante el último mes. Sonrió al recordar lo mucho que le había costado conseguir, por activa y por pasiva, que Marina aprendiera a montar en bicicleta. Una tarde en las montañas asturianas donde su ídolo Perico Delgado hizo en su época estragos, pactó con su hija que, si ella lograba mantenerse en equilibrio en la bici antes de acabar las vacaciones, él iría al trabajo en bicicleta.

El desafío incentivó a la pequeña, poco proclive al ejercicio, los primeros logros llegaron a los pocos días cuando, por fin, consiguió pedalear con las cuatro ruedas. Finalmente, dos días antes de acabar las vacaciones y después de varios intentos fallidos, alguna magulladura y un coro filarmónico de llantos de protesta por parte de su mujer, Marina consiguió, fruto de su empeño y tesón, pedalear sola, algo que su padre celebró como si su amado Barça hubiera ganado la Champions League ante el Madrid.

El Whatsapp procedente de un número desconocido volvió a colarse en su mente. «Por qué a México? —Cortés se encogió de hombros—. Es lo que hay», pensó, y decidió concentrarse en el semáforo que se abría y en dar una pedalada enérgica para salir detrás de un pequeño Toyota. Una señora que llevaba a dos perros de una correa cruzó a destiempo. Cortés tuvo que sortearla y sus dientes rechinaron por el esfuerzo.

Enfiló una calle estrecha y arbolada que se encontraba en plena ebullición. Una señora mayor y bien vestida le miró de arriba a abajo cuando frenó con energía delante de uno de los semáforos. Cortés creyó ver en el rostro de la anciana cierto aire condescendiente, y un joven con el pelo lleno de rastas descontroladas como un géiser pasó corriendo a su lado, lo que provocó que la anciana arrugara la cara. A Cortés le pareció que la mujer iba a vomitar y sonrió, aunque su felicidad duró poco. Cuando inició la marcha, no pudo evitar que el texto del mensaje se apoderara de nuevo de sus pensamientos.

Recordó el contenido y en quién sería el remitente. No podía ser el cabrón de Gutiérrez, no era su estilo. Había respondido al mensaje la noche anterior, nadie contestó. Estuvo tentado de llamar al número del que procedía, pero entre la bronca con su mujer, lo tarde que era y lo cansado que estaba, desestimó la idea. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Quería saber quién era el autor de la misiva. Tenía claro que era algo relacionado con su trabajo. Solo le podían enviar a México por cuestiones laborales.

El mensaje no dejaba dudas con respecto a su destino: México. ¿Qué conocía del país? Muy poco. A Cantinflas, un actor cómico que Cortés recordaba haber visto de pequeño en el televisor familiar del saloncito, en el piso minúsculo de l’Hospitalet de Llobregat, mientras los efluvios de la comida casera y el café flotaban aún en el ambiente, y su padre les pedía silencio a él y a su hermana porque empezaba la película. Le vino a la cabeza una de las frases más célebres del famoso actor: «¡A sus órdenes, jefe!»; y otra relacionada con el trabajo que él, a veces, gustaba de decirle a sus amigos: «Algo malo debe tener eso de trabajar o los ricos ya lo habrían acaparado».

También conocía México por algunos de sus futbolistas más célebres, sobre todo por el odiado Hugo Sánchez, celebrando con sus famosas volteretas los goles que le hacía al Barça, su eterno rival; y otro más reciente, Rafa Márquez, defensa del equipo culé, al que Cortés recordaba tanto por sus grandes partidos como por algunos errores absurdos que cometía a veces. Lo demás, las malas noticias: violencia, narcotráfico, inseguridad, terremotos… la verdad es que tampoco se había preocupado nunca por saber un poco más.

«¿En qué estoy pensando? Quizá es una broma sin importancia», se dijo entrando a toda velocidad por una bocacalle y provocando un torbellino entre las hojas de los árboles que cubrían el suelo. Miró hacia abajo y constató que su bicicleta estaba bastante oxidada por la falta de uso. El sonido que produjo le recordó a los chirridos del viejo balancín de sus abuelos paternos en Fuentesaúco, un pueblo de Zamora famoso por sus garbanzos y por sus espantes de toros, donde había pasado buena parte de los veranos de su infancia.

Después comenzó a subir por una cuesta empinada por culpa de la cual empezó a sudar la tinta gorda y le vino a la cabeza sus tiempos de ciclista, un deporte en el que había competido en su adolescencia hasta que un conductor ebrio arrolló a parte del pelotón en los túneles de entrada a Sabadell, recibiendo Cortés la peor parte: rotura de fémur, por la que le tuvieron que operar dos veces y no pudo volver a caminar hasta pasados seis meses; resopló al recordar el accidente mientras trataba de meter aire en sus pulmones. «Tenía que haber calentado antes de salir, hay que ser burro», se justificó, mientras observaba a su derecha un cartel con el nombre de la calle: Marina.

«Está claro que lo han puesto así en homenaje a mi hija, con lo que me cuesta la puñetera…», pensó con una gran sonrisa en los labios.

Justo al dejar atrás la calle Marina, una chica en bicicleta cruzó por su lado y le sonrió. Cortés le devolvió el gesto, y se fijó en que la joven lucía un tatuaje en la espalda, una mariposa azul. «No sé por qué hago esto, si ya estoy fuera del mercado…», pensó. Recordó a su amigo Toni, un chico con el que había sido uña y carne durante sus años de instituto y que era muy lanzado con las mujeres. Cuando enfiló la Avinguda Diagonal, una vez más y sin aparente motivo, el contenido del misterioso Whatsapp se empotró en su cabeza con la fuerza de un tren de mercancías: «CORTÉS, TE ENVÍAN DE NUEVO A CONQUISTAR MÉXICO». Tratando de desentrañar el significado del mensaje y perdido en sus pensamientos, se estampó contra un señor mayor que, justo en ese momento, cruzaba por el carril bici.

El hombre gritó como si le estuviera matando, lo que provocó que mucha gente se acercara para ver qué ocurría. Cortés trató de ayudarle a ponerse en pie, pero el sujeto le dio un manotazo y se levantó, renqueante.

—¿Está bien? Lo siento.

—¡Idiota, mire lo que me ha hecho! —le respondió el individuo tocándose el brazo malherido. Iba ataviado con sotana y alzacuellos. Cortés sintió agarrotársele la nuca al ver que el hombre sangraba.

—Oiga, señor, lo siento, pero yo a usted no le he insultado, ante todo respeto —se limitó a decir.

—¿Respeto? ¡Els collons! ¡Me podía haber matado, imbécil!

Cortés sintió el martillo golpeando en sus sienes. Nunca había soportado que le insultaran. «Con la iglesia hemos topado», pensó.

—Por favor, señor, es mejor que conservemos la calma —le pidió Cortés—. Ha cruzado sin mirar mientras yo circulaba por el carril bici — terció, pese a ser consciente de que hubiera visto al cura si no se hubiera descentrado pensando en el mensaje.

Por suerte, la cosa no fue a mayores, y el atropellado prosiguió su marcha pronunciando contra él una retahíla ininteligible.

Cortés se miró las muñecas. Cayó en la cuenta de que también sufría un golpe, y un tenue rastro de sangre le traspasaba la camisa. La joven que minutos antes le había sonreído volvió a acercársele y le animó. Cortés volvió a ver la mariposa azul que adornaba su espalda. Luego se limpió la herida, e instantes después otro mensaje de WhatsApp del mismo móvil misterioso le devolvió a la realidad.

«¿Dónde andas, Cortés? El fucking boss está preguntando continuamente por ti con una cara de mala leche que ni te cuento».

—¡Ostras! ¡La de los mensajes es Nuria! —exclamó en voz alta sin pretenderlo. Solo ellos denominaban así al jefe de la empresa periodística en la que trabajaban: Staff Económica. Estafa Económica, la llamaban a escondidas. Nuria era la recepcionista, aunque ejercía también de secretaria de dirección y de chica para todo, como ella misma solía definirse. Cortés era el redactor jefe, aunque la mayoría de las veces no profesaba ni la redacción ni el mando, como él solía comentarle a Nuria con sorna. «Bueno, aunque no mandes, ostentas el cargo», le consolaba ella.

«Nada, nada, yo quiero mandar, aunque sea sobre un hato de ovejas, como decía don Quijote», alegaba él.

Cuando montó de nuevo en la bici. Sintió que le dolía todo el cuerpo, ya no sabía si por la caída o por la falta de práctica, pero solo pensar en su jefe hizo aflorar en él una cascada de mala leche. Era un cabrón sin escrúpulos que al principio supo ganarse a Cortés con toda clase de cumplidos y promesas. Éste llegó a admirarlo por haber logrado consolidar su empresa periodística con tan pocos recursos; sin embargo, cuando conoció su verdadera cara y forma de ser, toda esa fascinación que sentía por él pasó a convertirse en animadversión profunda.

«Encima que trabajo como un negro, ¿ahora quiere enviarme a México? Mis cojones. Como sea eso lo que tiene que comunicarme, le digo que ni en broma», se autoconvenció tratando de insuflar ánimo a su espíritu.

Aunque era consciente de que llegaba tarde y que le caería una buena bronca, se detuvo un momento antes de subir a la oficina para elaborar un plan mental y poder responder a su jefe. Estaba harto de doblegarse ante él, y fuera lo que fuese lo que significara el mensaje, su respuesta sería «No».

Nuria le recibió con dos sonoros besos y un fuerte abrazo, y le advirtió, una vez más, que el director le estaba esperando en su despacho.

—Joder, pues casi mejor me vuelvo a la montaña —replicó él con sorna.

—¡Cortés! —Un grito estentóreo le hizo dar un respingo.

Sin pasar por el lavabo para limpiarse la herida ni dejar su mochila en el cubículo que usaba como cuarto de faena, Cortés entró en el luminoso despacho de José Gutiérrez. Aquel despacho y la recepción eran los únicos espacios bonitos de la oficina. Hacía unos años que se habían tenido que mudar por culpa de la dichosa crisis económica a aquel edificio vetusto y ajado que parecía una vieja fábrica de los años cincuenta. Algunos empleados se quejaron entre bastidores, pero Cortés, como redactor jefe, defendió la medida aun a sabiendas de que él era el más perjudicado, pues se quedaba sin su despacho.

La decepción y el cabreo llegaron poco después, cuando descubrió que su jefe había mandado derribar las paredes de una estancia que hubiera correspondido a Cortés, para que el suyo propio fuera mucho más amplio.

—Ya sabe, Cortés, que la imagen en nuestro negocio es imprescindible, y que es tan importante «ser» como «parecer» —se justificó Gutiérrez—. Por consiguiente, la recepción y mi despacho deben lucir impecables.

Hacía tiempo que Cortés no creía en sus alegatos; tampoco en sus razonamientos ni palabras vanas, que siempre gustaba de embellecer con ánimo de embaucar al incauto que se pusiera a su alcance. También hacía ya mucho que había descartado responder, rebatir o argumentar cualquier postura que discrepara de la de aquel individuo.

Pero ese día sí que estaba allí con toda la intención del mundo para hacerlo. Se sentía fuerte después del descanso vacacional, y entró en el despacho de Gutiérrez con decisión. Miró a su alrededor y no se dejó intimidar por el gran habitáculo, que seguía presidido por un cuadro enorme con una foto de su jefe junto al Rey de España, que aquel mediocre engreído había conseguido colándose en una recepción empresarial a la que asistía el monarca. Lo curioso del caso es que siempre le había dicho que él era republicano, y que sus abuelos lucharon en la Guerra Civil en ese bando «y a mucha honra», tal y como le gustaba presumir.

Las fotografías con empresarios y políticos seguían ahí, todo era igual salvo una pequeña moqueta negra con el logo de Staff Económica en blanco. Eso quizá presagiaba que a la empresa le iba mejor. Gutiérrez le recriminó su impuntualidad. Ni siquiera le dio la mano o los buenos días; tampoco le preguntó por sus vacaciones.

—¿Qué conoce de México, Cortés?

—¿De México?

—Sí, ¿está sordo?

—Eh... disculpe —titubeó—; pues de México conozco a mi tocayo, que conquistó el país... y poco más. A Cantinflas, a Hugo Sánchez, a Rafa Márquez... y lo que se oye en las noticias, sobre la inseguridad, violencia, narcotráfico… ¿por qué?

Cortés hizo la última pregunta fingiendo que no recordaba el mensaje de WhatsApp que había recibido. Sintió cómo las gotas de sudor comenzaban a bajar por su frente, pero no sabía si eran producto del esfuerzo con la bicicleta o por lo que intuía que le iba a contar su jefe.

—Pues ya se puede poner bien al día acerca del país azteca, viajará en breve —le advirtió.

Con gestos airados y reforzando su discurso con continuos golpes en la mesa, el director del medio le explicó que el principal cliente de la empresa, una entidad bancaria llamada Bancasol México les pagaría mucho dinero si llevaban a cabo un reportaje que demostrara las buenas relaciones que mantenía en el país con sus empleados, clientes, proveedores y organizaciones a las que estaba vinculada. Según le comentó Gutiérrez, la firma bancaria había tenido allí un problema de reputación muy serio y necesitaba lavar su imagen, por lo que el artículo saldría en todos los medios de comunicación de la empresa periodística y también en la publicación corporativa de la entidad financiera.

—Esas páginas llegan a más de ciento cincuenta mil personas, lo que nos dará mucha publicidad gratuita —le dijo Gutiérrez frotándose las manos—. Además, patrocinan un máster en comunicación, por lo que tendrá que impartir unas clases.

—¿Clases...? ¿De qué? Yo no soy profesor; ni siquiera acabé el trabajo del doctorado social… —le interrumpió Cortés, que se olvidó de la importancia que daba Gutiérrez al respeto y a los buenos modales.

La cara del director se puso roja como la grana.

—No me interrumpa, ¡cojones! Pues allí será doctor, hablará de la importancia de que medios y empresas mantengan relaciones cordiales y dará especial trascendencia a la ética periodística que, como sabe, es nuestra bandera.

—¿Ética? ¿Qué ética? Si los medios están podridos, solo quieren ganar dinero a toda costa… —insistió Cortés, que en ese mismo instante se miró el brazo malherido y notó cómo un par de gotas de sangre se abrían paso a través de la tela de su camisa, con ganas de saludar a la nueva moqueta.

Gutiérrez también vio la sangre, lo que provocó que se encendiera aún más. Cortés intentó explicarle lo que le había pasado con la bicicleta, pero su jefe le volvió a interrumpir de malos modos diciéndole que era «un guarro con las manos sucias» y que «fuera a limpiarse».

—Ni se te ocurra derramar una gota de sangre en el hermoso logo de nuestra gran empresa —enfatizó—. Staff Económica es mi vida, ¡y la tuya también!

Cortés salió del despacho despavorido y con la mirada perdida Nuria le dijo algo, pero él solo quería meterse en el baño.

Se lavó lo mejor que pudo. Aún le quedaba grasa de la bici en las manos, cogió el botiquín con la intención de limpiar la herida. Cuando acabó se miró al espejo. No reconocía la cara que veía reflejada y recordó la canción de Estopa Pastillas de Freno con la que había homenajeado en su boda a su padre, trabajador en la fábrica de SEAT:

«Me despierta el encargao; que hoy viene acelerao; se ha levantao con el pie izquierdo; porque se le ha olvidao tomarse las pastillas de freno, a toda pastilla».

—¡Cortés!

Otra vez el alarido. Salió apresurado del lavabo. Apenas se dio cuenta mientras la recepcionista le arreglaba el cuello de la camisa y le apretaba fuerte la mano. Al entrar de nuevo en el despacho de su jefe, tan solo notaba el martilleo con el que su propio corazón le castigaba la cabeza. Si hubiera podido, lo habría acallado de un golpe. A su corazón, claro está.

—No creo que pueda ir, don José —masculló en un último intento de parecer tranquilo y seguro de sí mismo. Durante un instante fijó su vista en el ventanal y sintió que la luz, que entraba a raudales, iba y venía al mismo tiempo que los latidos que resonaban en sus sienes. A su espalda sonó un teléfono y Cortés, para no desmayarse, se agarró a las tres notas disonantes como si fueran un salvavidas.

—Silencio, no diga tonterías. El viaje ya es un hecho. Solo serán dos semanas…

—¿Solo? ¡Eso es mucho! No puedo ir. —Reunió fuerzas, las necesitaba para oponerse a su jefe.

—No le estoy preguntando, es una orden. —Gutiérrez trasteó con carpetas y papeles y Cortés se dio cuenta de que aquellos ojos porcinos evitaban mirarle—. Ya sabe cómo están las cosas por aquí con la crisis. O conseguimos generar más ingresos o tendré que despedir a más periodistas. —De repente clavó su mirada en él—. ¿Quiere ser el siguiente?

—¿Tonterías? —Cortés repitió el calificativo que le había endilgado Gutiérrez a sus protestas, mientras trataba de dominarse—. Joder, ¡no merezco que me diga esto! Con lo que he hecho por la empresa. He venido a trabajar incluso estando de baja.

—Ni una palabrota en mi presencia, Cortés. No se hable más.

—Pero, con mi apellido, allí me matan seguro.

—Pues se lo cambia. —decretó. Cortés fue a replicar—. ¡Silencio! No siga, no me haga perder más el tiempo. —José Gutiérrez colocó las manos como si estuviera leyendo de algún libro sagrado y miró hacia el techo como si éste fuera a desplomarse sobre él—: Necesito que lleve a cabo este trabajo con la máxima premura y discreción. Ya le dará más información la señorita Nuria. Ahora póngase al día con los temas pendientes. Infórmese bien sobre México, que el tiempo vuela, ¿estamos? Cortés apretó muy fuerte los puños debajo de la mesa. En ese instante, sí se planteó muy en serio emplearlos para darle un fuerte mamporro a su jefe. La escena, que tan solo tomó forma en su cerebro, estaba coronada por un triunfante portazo. Respiró muy hondo.

—Lo que usted diga —murmuró Cortés.

—Así me gusta. Por cierto, un par de cositas más. —Gutiérrez se tomó varios segundos mientras movía su Montblanc, pasándola de un dedo a otro con cierta soltura; se trataba de una estilográfica que le habían regalado a Cortés y que su jefe se apropió—. Eso que le he explicado del reportaje es lo que hará en México «oficialmente» —recalcó la última palabra como si la masticara—; luego tendrá otro trabajillo extra algo más... «detectivesco». —Gutiérrez volvió a enfatizar y escrutó a Cortés con la mirada.

—¿Detectivesco? —inquirió él.

—Eso he dicho. —El jefe sonrió con malicia—. No le puedo comentar más por el momento. Cada cosa a su tiempo, en breve el propio cliente le explicará en persona de qué se trata. Ahora... a trabajar. Ah, y quiero que vaya esta tarde a la Gala Anual de los Premios de Prensa.

—Uf, pero tengo que ponerme al día con todo esto.

—¡Claro! —se trata de eso mismo—. De ponerse al día de lo que se cuece. Irás en representación de nuestra empresa, por lo que pase antes por su casa para vestirse como Dios manda. Andando que es gerundio, Nuria ha impreso tu invitación.

—Gutiérrez metió la cara en sus papeles.

Poco después cerraba la puerta del despacho y salía de la oficina como si le persiguiera el mismo diablo. Después de pasear un buen rato por los alrededores con la cabeza gacha, le entraron ganas de tomar un café y pensar en todo aquello.

Hijo de Malinche

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