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CAPÍTULO 8

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La buena suerte

«Voy a estar más alerta, más tiempo conmigo; que cada

vez soy más consciente que la vida sin darnos cuenta se consume en un suspiro».

Siendo uno mismo (Manuel Carrasco)

1 de diciembre, Ciudad de México

Las últimas semanas antes de viajar le habían pasado a toda velocidad. Cortés se había dedicado a resolver asuntos que tenía pendientes en la oficina, un reportaje sobre el fascinante mundo de la externalización de nóminas y otro acerca de la influencia perversa de las nuevas tecnologías en las pymes. Además, aprovechó para releer los libros que tenía en casa sobre México y la Conquista española, procuró pasar todo el tiempo que pudo con Marina y visitar a sus padres con cierta frecuencia. Un día notó que su padre le miraba con preocupación.

—Martín, ¿quizá es que no duermes bien? —le preguntó mientras tomaban un refrigerio en la cocina.

—Esta noche he vuelto a tener la pesadilla de los perros —le confesó Cortés en voz baja.

—Ah, ¿sí? Pobre, hacía mucho tiempo que no te pasaba, ¿verdad? —se interesó su padre. Tenía una copa de vino cogida por el tallo de cristal, y la hacía girar lentamente sobre sí misma, concentrado.

—Sí, pero últimamente me ocurre con frecuencia, no sé si es por esto de que me marcho a México y estoy inquieto. Esta vez me encontraba en el campo. Era de noche y me quedaba paralizado por completo, los perros hacían conmigo lo que querían —le comentó mientras se servía de la misma botella que había envasado su padre, un vino ecológico al cien por cien, tal y como solía jactarse. Pero hoy ninguno estaba para bromas.

Su padre hizo una mueca, levantó la vista y le dio la razón. La copa dejó de girar entre sus manos.

—Uf, no me lo recuerdes, y menos a tu madre, le diste un susto de muerte. Y eso que tus abuelos no nos quisieron decir nada del ataque de los chuchos ni de que te quedaras catatónico varios días. Creo recordar que nos lo contaron casi una semana después.

—Eso nunca lo he entendido, ¿cómo fueron capaces de ocultaros algo así?

—Cortés frunció el ceño mientras se recostaba en la silla y se llevaba la copa a los labios—. Madre mía, me hacéis eso a mí con Marina y la lio parda.

—Eran otros tiempos, Martín —Su padre hizo una larga pausa, parecía calibrar sus respuestas—. No era santo de mi devoción, ya sabes lo que le hizo a tu tatarabuelo su antecesor, pero el cura era muy querido y respetado en el pueblo y él les pidió que, para no alarmarnos, no nos dijeran nada hasta que recobraras el conocimiento.

—Recuerdo que me despertaba chillando en la madrugada. Me quedaba en shock cuando se me aparecían los perros en sueños y ellos me mordían y mataban.

—Pobre. Bueno… no le hagas caso, ya sabes que, si te pasa de nuevo en la vida real, hay que agarrar a los toros por los cuernos y a los perros por la cola…

—Y a las mujeres, ¿por dónde se las coge? Porque a la mía ya no la aguanto. Su padre reprimió una carcajada.

—Respecto a eso no te puedo dar consejos.

Cortés pensó en contarle que había descubierto unos mensajes de texto en el móvil de Laura semanas atrás. Al final decidió no hacerlo. Prefería guardarse aquello para él, aunque pensaba utilizarlo llegado el momento. De repente oyó a su madre hurgar en la cerradura. Segundos después, tenía a Marina en los brazos, colgada de su cuello, besándole y jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos.

—No sé qué pasará cuando vuelva de México. Me gustaría pediros que me preparéis la habitación por si acaso —dijo Cortés, cuando la pequeña se marchó al baño.

—Cuenta con ello —asintió su padre—. De todas formas, pienso que saldrás adelante, siempre has sido un chico valiente.

Días después se encontraba en el aeropuerto, despidiéndose de sus padres, de Marina y de Laura.

***

Despertó en la habitación del hotel con el libro La buena suerte aferrado a su pecho como si fuera un tesoro. Había soñado con que ya no era Cortés, sino Sid, el caballero con capa blanca. Y a su lado estaba Toni, que era Nott, el caballero con capa negra. Habían aceptado el reto de encontrar el trébol mágico de cuatro hojas, que estaba en algún lugar del bosque encantado. «Esa planta dotará a su dueño de una suerte ilimitada», había dicho Merlín. Se desafiaron al estilo de los viejos tiempos, como cuando en la vieja pista de cemento se pusieron a dar vueltas al patio del instituto como locos para ver quién aguantaba más, bajo la intensa lluvia, ante los aplausos de algunos de sus amigos. La recompensa era un beso de la chica más popular del centro, que había lanzado el desafío solo como una hermosa joven podía hacerlo. Al final ganó Cortés, pero acabó tan agotado y con tanto dolor de pies que apenas disfrutó del beso.

En aquel momento apenas recordaba cómo había llegado a la cama. Miró a un lado y otro de la habitación. Justo frente a él vio un escritorio sobre el que reposaba una tele de plasma. La cama, enorme, era muy cómoda, y notó que había descansado bien.

«¡Ostras! ¡Estoy en México!», cayó por fin en cuenta. Miró el móvil. Las 20:30 horas.

«Ni siquiera he avisado que he llegado bien. ¡Qué desastre!», se dijo, a la vez que marcaba el número de casa.

Nadie le cogía el teléfono. Llamó al móvil de Laura.

—¿Diga? —le respondió una voz como de alcohólica reincidente.

—Hola, soy yo, era para avisar que he llegado bien. Pásame a la mona, please.

—¿Qué dices? —Laura hizo una pausa larga—. Son las tres y media de la madrugada, idiota. —A continuación, le colgó.

Cortés se quedó con el móvil en la mano, como atontado. No había pensado en la diferencia horaria. Recordó las últimas palabras que le dirigió Elena García, su compañera de travesía aérea, cuando estaban despidiéndose en el aeropuerto de México.

—Sinceramente, no sé si algún día volveré a España, es triste, pero es la verdad. Eso sí, ni un solo día dejo de echar de menos mi gente y mi tierra.

También le había regalado el libro. Lo miró de nuevo y descubrió una dedicatoria en la primera página: «Como dice al final, el cuento de La Buena Suerte nunca llega a tus manos por casualidad. Te deseo, Martín Cortés, toda la buena suerte del mundo, cuenta conmigo para lo que necesites. Elena García». Aquellas líneas estaban acompañadas por su número de móvil. Cortés se encontraba como mareado.

«¿Será la pastilla que me dio el fucking boss?», se preguntó.

Se levantó de la cama y se dispuso a sacar sus cosas de las maletas. De inmediato, echó en falta lo que más necesitaba, su principal herramienta de trabajo, el aparato que más cuidaba.

—¡Mi portátil! —gritó.

Hizo memoria. Recordaba perfectamente haber entrado en el coche con él.

«Esto ya lo llevo yo», le había dicho al taxista. Pero apenas recordaba nada más. Se había dormido en el taxi y alguien debía haber llevado el equipaje a su habitación.

—Maldito taxista, seguro que me lo ha robado. ¡Putos mexicanos!

Pasó la siguiente media hora intentando localizar el portátil sin éxito. Primero bajó a la recepción del hotel, donde descubrió el significado de «ahorita», una de las palabras acerca de las cuales Elena García le había prevenido. Cortés explicó al conserje la situación; le hizo ver que necesitaba el portátil para trabajar, que sin él estaba perdido. El empleado le respondió de manera tranquila que no se preocupara, que «ahorita» le ayudaba él mismo marcando a la compañía de taxis. Justo en ese momento, se formó junto a él una fila de dos docenas de asiáticos preparados para ingresar en el hotel. Diez minutos después, el empleado todavía no había efectuado la llamada. Cortés se lo recordó tratando de parecer lo más educado posible y el conserje le volvió a responder con el «ahorita». Veinte minutos más tarde, aquel individuo y un ayudante que parecía no hacer nada más que asentir con la cabeza seguían con el check-in de los asiáticos.

—Me cagüen la puta con el «ahorita» y la madre que lo parió —estalló Cortés haciendo aspavientos con los brazos—. Haced ahora la maldita llamada al aeropuerto o aviso a la policía.

Escandalizado y pidiendo calma con extrema educación, el conserje llamó en seguida al aeropuerto y a la compañía de taxis, aunque sin éxito. Le dijeron que harían lo posible por localizar al conductor, pero que muchos no estaban «ni siquiera registrados, al ser “amigos del amigo” del propietario de la placa».

—No me jodas…

—Con permiso. —El ayudante del conserje le sujetaba la puerta del ascensor, que chirriaba por doquier.

—Ni permiso ni pollas en vinagre. ¡Vaya mierda de país! —gritó Cortés fuera de sí, antes de desaparecer por el ascensor frente a la mirada atónita del ayudante. Cortés volvió a buscar por toda la habitación una y otra vez como si su ordenador pudiera aparecer por arte de magia. No era la primera vez que le pasaban esas cosas, había perdido la cuenta de las ocasiones en las que había extraviado el móvil, pero nunca fuera de España. Decidió repasar por enésima vez el itinerario que seguiría durante su primera jornada en México. «Menos mal que llevo la libreta en el bolsillo de mi chaqueta», suspiró.

Al día siguiente, viernes, tendría que ir a las oficinas del cliente a realizar las primeras entrevistas para el reportaje. Se encontraría con los mandamases y la idea era comenzar a hacer sus pesquisas acerca de quién podría ser el topo en la empresa.

El sábado tenía que acudir a un lugar cuyo nombre no recordaba, una especie de santuario de la mariposa monarca; a la misma asistirían también empleados, clientes y proveedores del banco para participar en aquello del voluntariado corporativo. Que le hicieran trabajar durante el fin de semana ya era el colmo de los colmos. Luego, descanso el domingo, que aprovecharía para turistear por la ciudad. El departamento de protocolo de la universidad de México había puesto a su disposición a una estudiante que le iba a enseñar, en un día, los «encantos» de la capital. Había entrecomillado en su libreta la palabra «encantos» sin saber a qué hacía referencia el término. Luego, ocuparía de lunes a jueves realizando más entrevistas a todo tipo de colaboradores del banco, entre los cuales habría de elegir a aquellos a los que iba a enchufar el puñetero utensilio del que tantas maravillas hablaba el Mafias, el USB-Espía. Luego debía trasladarse en autobús hasta Chilpancingo para estar allí el sábado a primera hora e impartir las clases del máster.

—¡Malditos explotadores! —gritó como si alguien le pudiera escuchar.

Su viaje acababa en Acapulco. Dos días allí «para que veas como te cuido. Podrás tomar el sol en diciembre, todo un lujo», le había dicho con sorna su jefe, y realizar las últimas entrevistas antes de regresar a Barcelona.

De Acapulco sí había oído hablar. Recordaba que sus padres estuvieron a punto de viajar allí una vez en los ochenta. Era un destino de moda de muchas estrellas de Hollywood, y más gracias a una serie que veían los cuatro juntos: Vacaciones en el mar. Pero de Chilpancingo no le sonaba ni el nombre. Decidió investigar un poco más sobre la localidad donde daría las clases; para ello se tuvo que valer del móvil.

«A ver si entreteniéndome con esto logro olvidarme del mal trago del portátil», pensó. Como solía hacer, primero acudió a la Wikipedia. Allí descubrió que en náhuatl, la lengua azteca, Chilpancingo de los Bravo significaba «pequeño avispero». Lo que me faltaba, se quejó una vez más Cortés. No guardaba un buen recuerdo de ninguna avispa.

Averiguó que se trataba de la capital del estado de Guerrero, y que aquella ciudad había tenido mucha importancia en la Guerra de Independencia contra los españoles, pues era la localidad donde José María Morelos presentó el documento bautizado como Sentimientos de la nación. Decidió investigar y descubrió que el tal Morelos había sido un sacerdote y militar insurgente y uno de los artífices de la guerra.

«Eso voy a hacer yo, independizarme, pero de mi mujer», pensó Cortés con una sonrisa torcida.

Luego decidió buscar noticias actuales, por lo que tecleó «Noticias Chilpancingo» y accedió al periódico El Sur, de Guerrero. Lo primero que leyó le dejó impresionado. Una fotografía de un cadáver en plena calle, con un cordón policial rodeándolo y con muchísima gente observando. Se sintió sobrecogido al ver la imagen que acompañaba un largo texto y un encabezado siniestro: «Este jueves se informó de cinco asesinados presuntamente por la delincuencia organizada en Guerrero. En Chilpancingo acribillan a un joven frente a la Secretaría de Finanzas; en Iguala matan a un hombre y le dejan un narco mensaje, y en Teloloapan aparece en un camino el cuerpo de un hombre decapitado».

Ya había leído en El País algunas de esas atrocidades, pero sentir que en pocos días estaría en el lugar de los hechos le estremeció.

Otra información de la misma cabecera aún le produjo más zozobra. Decía que en los once meses del año en curso habían sido «ejecutadas» en el estado de Guerrero 2111 personas, en crímenes en los que, presuntamente, estuvo involucrada la delincuencia organizada. Los recontaban como si fueran goles de Messi, por el tipo de asesinato: la mayoría de las víctimas murieron por disparos de armas de fuego; entre ellas, había casos de violencia extrema con desmembrados, calcinados, embolsados, decapitados, asfixiados y hallados en fosas clandestinas; en algunos casos, los ejecutores habían dejado mensajes.

Aquello era un juego de niños en comparación con esto».

También se explayaban con las ocupaciones de las víctimas: diez taxistas, un chófer de tráiler, un panadero, un guardia, un exguardia de seguridad privada, cinco trabajadores repartidores de volantes, tres albañiles, un médico, un herrero, un vendedor de discos, un vendedor de carne, un comerciante, dos mecánicos, un estudiante de veterinaria de la Autónoma de Guerrero, un ganadero, un «lavador» de autos, un aspirante a alcaldía, un pescador, dos periodistas.

—¡¡Periodistas!! —exclamó.

«Madre mía, aquí no dejan títere con cabeza, y nunca mejor dicho», pensó Cortés, tan preocupado por lo que estaba leyendo, en especial el asunto de los periodistas, que se había olvidado por un momento del portátil. Aun así, el maldito ordenador volvió a irrumpir en su mente.

Buscó declaraciones institucionales sobre el tema de los asesinatos, extorsiones y secuestros, lo que no le resultó tan sencillo. Encontró la de la directora de Amnistía Internacional para América Latina, que calificaba como «grave contexto de tolerancia y de impunidad» la situación en la que tenían lugar aquellas desapariciones forzadas. «Los signos alarmantes de corrupción y terribles violaciones de los derechos humanos permanecen a la vista de todos, y aquellos servidores públicos que negligentemente los ignoran son cómplices. En Chilpancingo se vive un clima de terror», concluía la responsable de la ONG.

—Un clima de terror, joder, ¿dónde narices me llevan, al matadero? Debería coger las maletas y regresar a mi país.

Por un momento, le vino a la mente un episodio de la crónica de fray Bartolomé de las Casas que había vuelto a releer antes del viaje: «[...] en una provincia de la Nueva España, yendo cierto español con sus perros a caza de venados o de conejos, un día, no hallando qué cazar, paresciole que tenían hambre los perros, y tomo un muchacho chiquito a su madre e con un puñal córtale a tarazones los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte; y después de comidos aquellos tarazones échales todo el corpecito en el suelo a todos juntos».

—¿Será que nosotros enseñamos a estas gentes a ser tan burros? —se preguntó durante unos instantes. Cortés se estiró en la cama y habló mirando al techo—. No, no puede ser, los problemas de México y América Latina empiezan cuando nos vamos los españoles, ¡si está clarísimo! Y como son tan energúmenos, nos echan la culpa a nosotros. ¡Si no ha sido más que llegar y me han robado el portátil! Mañana mando al carajo a Gutiérrez y me vuelvo a casa. Después, se quedó de nuevo profundamente dormido.

***

Le despertó el teléfono fijo del hotel. Era casi medianoche. Seguía un poco atontado, y cuando por fin localizó el aparato ya no sonaba. Probó a marcar a recepción, pero no funcionó. Estaba en la segunda planta y el ascensor no llegaba. Decidió bajar por las escaleras hasta el mostrador de admisión, y cuando llegó casi se cayó de espaldas al reconocer en seguida la figura de espantapájaros, viejo y flaco, del taxista que le había llevado hasta el hotel. Sujetaba con firmeza su maletín con el portátil. Cortés se lo arrebató sin pronunciar palabra y respiró aliviado cuando comprobó que su ordenador seguía donde lo había dejado. El taxista se disculpó por no haber podido ir antes a devolvérselo.

—He estado muy ocupado con la chamba, disculpe.

Cortés le dio un abrazo y le agradeció una y otra vez el gesto.

—Quiero que sepa que me ha salvado la vida —manifestó.

Echó mano de la cartera para devolverle el favor, pero el mexicano negó con la cabeza. Pese a su insistencia, el taxista no dio su brazo a torcer.

—¿Cómo se llama usted? —inquirió Cortés.

—Raimundo Villoro, para servirle. Llámeme Villoro. Muchos me llaman Mon, por la tendencia que tenemos en mi país de abreviar hasta los caballitos de tequila, pero no me gusta.

Cortés rio con ganas. Le pidió su número de teléfono y le preguntó si podía contar con él durante toda su estancia en México, a lo que el hombre accedió. Regresó a su habitación con otra sensación muy distinta sobre los mexicanos, la misma que ya le había señalado Elena García. Su percepción de ellos y todos aquellos prejuicios se comenzaban a desmoronar como un castillo de naipes, lo cual provocó que se sintiera confuso.

«Quizá este taxista sea una excepción —se dijo— la que siempre confirma las reglas». A continuación, tecleó en Spotify «Música latina» y, pese a su ritmo, se quedó profundamente dormido. Despertó casi a la hora, cuando le sobrevino la imagen del cadáver que había visto en el diario, y un espasmo de horror le atenazó el vientre pues era su propio rostro el que estaba deformado. Apagó el playlist y se abrazó a la almohada.

Hijo de Malinche

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