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CAPÍTULO 10
ОглавлениеLa vaca Ramona
«Si te ha pillao la vaca, jódete, ¡jódete!; si te ha vuelto a pillar la vaca, te vuelves a joder».
Si te ha pillao la vaca
2 de diciembre, Ciudad de México y Santa Fe
Cortés llamó a Villoro para que fuera a recogerle y le acercara hasta su hotel. El taxista le dijo que el tráfico estaba complicado y que tardaría un poco.
—Ahorita voy, compadrito, en cuanto me desenrede.
—No hay problema —dijo Cortés, que sabía que lo del «ahorita» podía significar unos minutos, una hora o aún más.
En la amplia recepción, una joven ataviada con uniforme de conserje color granate le dio la clave de la conexión wifi del edificio. Cortés buscó en Google las palabras «Santa Fe México» para conocer mejor dónde estaba. La descripción de Wikipedia coincidía con lo que él había visto desde la ventanilla del taxi y la terraza del restaurante. La zona era un lujoso distrito comercial y residencial y uno de los centros de mayor actividad económica; cubría un territorio de casi diez kilómetros cuadrados, donde hacía treinta años solo había minas de arena, barrancas profundas, praderas y pueblos campesinos. Después tecleó «Santa Fe México pobreza», leyó: «A tan solo unos metros del distrito financiero de una de las zonas más modernas de la capital, se encuentra el viejo barrio de Santa Fe, un área marginal. Un barrio rico y uno pobre separados por un muro invisible de desigualdad».
—Tal y como dijo Villoro —murmuró.
Cuando se disponía a pedirle al navegador que le enseñara imágenes de la zona, vio por el rabillo del ojo que Laly, la becaria morena y rellenita, salía del complejo de oficinas casi a hurtadillas. Se había quitado el traje de ejecutiva que vestía durante la comida para cambiarlo por un pantalón vaquero desgastado, un jersey fino y unas zapatillas descoloridas, lo que reforzaba su aspecto indígena. Le llamó la atención su actitud y que mirara hacia atrás continuamente, parecía temer que la siguieran. Su instinto periodístico saltó como un conejo dentro de una chistera, así que comprobó que no había nadie a la vista y salió del edificio dispuesto a averiguar dónde iba. La vio a cierta distancia, y comprobó que se acercaba a una especie de casetas de madera que avistó desde las alturas, en el restaurante. Caminó rápido, pero la chica se esfumó entre ellas. La orientación no era uno de sus fuertes, Cortés se perdía hasta en su barrio, pero hizo caso a su instinto y se apartó de los edificios de apartamentos para dirigirse hacia el lugar donde la becaria parecía haber desaparecido.
No anduvo ni cinco minutos cuando llegó a un puente largo, escoltado por dos altísimos edificios de color grisáceo. Lo cruzó y a mitad de camino vislumbró, abajo, una especie de huerto urbano donde una persona mayor estaba labrando la tierra entre lo que parecían ser un montón de cactus. Cortés se quedó mirando al hombre, sorprendido.
«¿Qué hace un señor tan mayor en un lugar como ése? —se preguntó—. No pinta nada». Le recordó a su padre, cuyo hobbie consistía en cuidar de un huerto que poseía a las afueras de Barcelona, en una pequeña finca que él mismo, cuando era un niño, había ayudado a construir.
Cortés vio que la becaria intercambiaba unas palabras con el viejo y que reemprendía la marcha hasta perderse otra vez en medio de las barracas. El periodista se disponía a bajar cuando el hombre lo vio y le saludó. Cortés le devolvió el gesto con la mano y le preguntó qué estaba sembrando.
—Estoy plantando elote en la parcela de la familia Carmona, ¿los conoce? Cortés negó con la cabeza. Pensó en responderle que era su primera vez en Santa Fe, pero prefirió no hacerlo para no dar sensación de vulnerabilidad.
—Si quiere, baje por esa escalerilla y les presento —le dijo el hombre—; son muy buena gente, toda una leyenda en la comunidad —comentó señalando a su lado izquierdo donde, en efecto, el periodista constató que había una pequeña escalera medio escondida y bastante raída.
—Me encantaría, pero tengo que marcharme. Me están esperando —contestó con una verdad a medias.
—No importa, se ve a leguas que es usted un extranjerito, pero aquí ya habrá oído del «ahorita» y que el tiempo es relativo —bromeó—. ¿No quiere probar un elote especial? —insistió mientras sostenía en alto una especie de mazorca.
Cortés miró a ambos lados del puente, no se veía a nadie. Tampoco debajo del mismo. Sí se vislumbraban unas cuantas casitas de madera, las que creía haber visto desde la ventana del restaurante. De pequeño, en su barrio de la Florida, en l’Hospitalet de Llobregat, las había visto de todos los colores, lo que le sirvió para aprender a sobrevivir y distinguir una oferta amistosa de otra que entrañara peligro. Aquel señor le inspiraba confianza, pero no tenía claro si debía aceptar la invitación. Cortés volvió a mirar a ambos lados de la carretera.
—Imagino que serán muy antiespañoles, ¿verdad? Yo soy catalán, de Barcelona, pero sé que mis antepasados hicieron por aquí mucho daño —argumentó mientras encogía los hombros como si pidiera disculpas.
El señor lanzó una sonora carcajada.
—Eso pasó hace ya mucho tiempo. Mayor daño nos han hecho nuestros compadres estos últimos años, cuando levantaron ese muro maldito. Hijos de chingada, la gente de lana se ha refugiado detrás de nuestras barracas, y con ayudas e incentivos del municipio han construido paredes inmensas para evitar mezclarse con nosotros. Venga conmigo, que le muestro ahorita mismo el México real.
Otra vez alguien mencionaba eso del «México real». A Cortés le pareció que no lo decía con rencor, sino con aflicción. Sopesó la situación. Él siempre había sido valiente, audaz, aunque en los últimos tiempos parecía un alma en pena. «A la mierda», se dijo, y comenzó a bajar la escalera desvencijada; mientras, con disimulo, como si el señor no se la hubiera visto ya, se quitó la corbata.
Cuando estrechó la mano del hombre, que devolvió el saludo con fuerza, se dio cuenta de que no era tan mayor como le había parecido desde arriba. Le comentó que se llamaba Pedro Azcarate y que tenía solo cuarenta y un años, pero que aparentaba más debido a su rostro ajado y a las manos arrugadas, fruto del duro trabajo de campesino. Cortés no pudo evitar compararlo con el financiero que le había llevado a México: Pedro Campo. Cayó en cuenta que tenía el mismo nombre y que tendrían una edad similar, pero estaba claro que las vidas de uno y otro habían sido muy diferentes.
—Yo obtuve un promedio de nueve y cinco en la prepa, ¿lo puede creer? ¡Un nueve y cinco! —repitió aireando los brazos—. Y no me sirvió para obtener ni beca ni billetitos, mientras muchos de esos chamacos que se pasean con sus lujosos carros pasaron de panzazo, pero ahora disfrutan de trabajos chidos y dineros que a nosotros se nos niegan por el mero hecho de haber nacido aquí —añadió señalando las barracas.
—Lo entiendo perfectamente —asintió Cortés—. Así también era en mi país en la época de mis padres. El mío ni siquiera pudo estudiar, y a duras penas aprobó el graduado escolar en la mili. Mi abuela, que en paz descanse, ni siquiera supo nunca escribir. De hecho, en parte, sigue habiendo cierta discriminación.
—¿Así que allá en España están igual que acá? —inquirió Pedro frunciendo el ceño.
—No, ahora la gente más humilde como yo sí ha tenido oportunidad de estudiar en la universidad gracias a las becas, y hemos conseguido, por lo menos algunos, acceder con mucho esfuerzo a un trabajo y una vivienda digna. Yo soy periodista.
—Ah, muy buenico eso, sí señor. Y ha venido usted acá de visita periodística.
—Sí, bueno —dudó Cortés—; ya sabe lo que decía Cervantes, que andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.
—Y... ¿por qué estudió pa’ periodista? Si me dispensa la pregunta. Cortés suspiró tan fuerte que el eco pareció escucharse en toda la pradera.
—De pequeño ya devoraba los diarios —le confesó—. Me encantaba leer noticias, sobre todo las de carácter social. Algunas, las que tenían final feliz, me parecían como cuentos, y ya de mayor quise estudiar periodismo para contar historias. Sentía que así podía ayudar a construir un mundo mejor. Pero bueno, bobadas, ahora me limito a dorar la píldora a los ricos, así que no he podido caer más bajo. Las buenas noticias no venden, qué le vamos a hacer —concluyó resignado.
—Dicen que todo pasa por algo, así que si ha venido usted acá quizá es que el destino le muestra el camino —le replicó Pedro con filosofía, sin perder el paso firme con el que había encarado el sendero escabroso que transitaban—. Aquí tenemos historias para no dormir, algunas también muy bonitas, como la que le contaré ahorita mismo. Y muy contradictorias, pues en mi país tenemos al hombre más rico del mundo y más de la mitad de la raza en la pobreza, ¿lo puedes creer? —tuteándolo por primera vez.
—Es injusto —aseveró Cortés mientras subía por una escalera casi deshecha que les comunicaba con el resto de la ciudad.
Comenzó a ver casas muy pequeñas, rematadas con techo de lámina y tuberías para el desagüe improvisadas, formando una especie de calles sin pavimentar que le recordaron a las de Fuentesaúco, cuando veraneaba de pequeño.
—Por las noches no hay mucho alumbrado y no nos dan soluciones desde el gobierno. Si nosotros no nos apoyamos, nadie nos ayuda. —apuntó Pedro.
Cortés estuvo a punto de preguntarle por la becaria, pero se contuvo. Lo que sí tenía claro desde el principio era que aquella persona no le había mentido acerca de sus estudios; lo supo por su forma de hablar y argumentar. Siguieron conversando acerca de las condiciones casi infrahumanas en las que habitaban. Pedro Azcarate le contó que en el área había así unas cien personas, pero que quienes le podían informar mejor acerca de todo aquello eran los miembros de la familia Carmona, para los que trabajaba. Le explicó que el patrón, Emiliano Carmona, había muerto de un cáncer de próstata hacía poco, y que la enfermedad lo tuvo postrado en la cama durante los últimos meses de su vida.
—Tenía ochenta años y nunca había probado la leche de un cartón: siempre tomó la de sus vacas —le aseguró Pedro—. Se bañaba con un calentador de leña, aunque están prohibidos en la ciudad hace años, y al final de su vida solo comía tortillas elaboradas con el maíz que cosechaba en su parcela. Al lado del catre donde yacía, su hijo Gerardo se despidió de él haciéndole una promesa: «Conservaremos aquello por lo que ha luchado toda la vida, padre —le dijo—; es su legado». Sus vacas, su milpa, su tierra.
Llegaron a la pequeña construcción que le servía a Pedro de hogar; estaba rodeada de una frondosa parcela del tamaño de una cancha de tenis, que allí le decían «milpa», donde crecían plantas de maíz, avena y alfalfa. Limitaba con una valla que separaba su terreno de un puente elevadísimo, de más de medio centenar de metros de altura, que a su vez estaba flanqueado por tres torres ultramodernas construidas para albergar departamentos de lujo.
—La familia Carmona está formada por los últimos campesinos de Santa Fe, pero quizá pronto dejarán de serlo.
Cortés se acercó hasta la vivienda y echó una mirada a través de las ventanas de madera, pero no vio nada.
—Tienen que estar dentro. Quédate aquí mismito que ahorita aviso a mi señora de tu llegada —le pidió Pedro—. Estoy seguro de que les encantará recibir tu visita, nadie de fuera nos pela, ¡y menos un periodista!
Mientras esperaba Cortés miró a su alrededor. Aquello parecía otro mundo, por completo distinto del Santa Fe que había conocido por la mañana y durante el almuerzo. No tenía nada que ver. La curiosidad le pudo y, aunque sabía que no estaba bien, se adentró en un corral que había junto a la casa. En seguida invadió sus fosas nasales un penetrante olor que casi tenía olvidado, el típico hedor de las granjas, como a estiércol. ¡Cuántas veces se había sentado junto a su abuelo en la plaza mayor de Fuentesaúco, solo con el objetivo de ver cómo sus dueños llevaban cada tarde las vacas a pastar en el prado! De un tiempo acá las explotaciones ganaderas y lecheras habían tenido que ir cerrando y esa hermosa tradición, como tantas otras, se había perdido. Mientras acariciaba unos sacos amontonados en una esquina del inmenso corral, que parecían contener maíz del mismo tipo que antes había estado viendo plantar a Pedro, Cortés no pudo evitar que le invadiera una profunda nostalgia, aún más al pensar en su hija. Cómo le gustaría que estuviera allí con él, le hubiera encantado el lugar y con seguridad se habría puesto a dar de comer a los animales.
De improviso, le sobresaltó un ruido extraño que provenía del otro lado del recinto. Se quedó paralizado y lo volvió a escuchar. Era una especie de mugido, pero distinto al de las dóciles vacas del pueblo de su padre. Se acercó al lugar de donde procedía y vio aparecer delante de él a un mamífero enorme con dos grandes cuernos orientados en sentido lateral.
«¡Hostia! Eso es una vaca, ¿verdad? —se dijo—. Joder, parece ¡un toro!».
Era un animal alto de agujas, huesudo, con manos y patas recias y de un pelaje singular, de un color rojizo como colorado, con algunas manchas blancas. Su tono de piel se parecía mucho a un toro que le hizo un buen agujero en la pierna a su amigo Toni durante las fiestas de Fuentesaúco.
—¡Peeedrooo! —aulló Cortés, que pareció querer emular el grito de Penélope Cruz al entregar el Oscar al director manchego—. Tranquilo, guapo, tranquilo, que ya me marcho —le dijo a aquella testa con cuernos como si hablara con una persona. El cuadrúpedo comenzó a escarbar el suelo alfombrado de alfalfa mientras mugía.
«Esto no puede ser un toro, es imposible», se repetía, mientras que, apoyado en la pared del corral, emprendía la retirada dando pasos pequeños hacia el centro, en silencio. El bicho comenzó a imitarle sin dejar de cocear y sacudir la pata derecha. Cortés miró a un lado y a otro y dedujo que si el animal le embestía no había escapatoria, iba a acabar empotrado en la pared. Podía intentar correr hacia la esquina y de ahí volar hasta la puerta, pero eran como unos cincuenta metros y dudaba mucho que pudiera correr más rápido que el animal.
Le vino a la cabeza lo que le solía decir su abuelo: «Si cuando ves un toro sientes un hormigueo diferente, como un sentimiento de afinidad simpática, cultiva ese latido y llegarás a saber algo de esto». Nunca había entendido lo que le quiso decir, pero en ese momento sintió que debía empatizar con el astado. Sabía que la propia separación de los ojos del toro en la cabeza solía provocarle al animal una especie de sombra y visión monocular. Cortés también recordó, en ese instante, lo que le había dicho su padre antes de volar: «Coge el toro por los cuernos».
«Debo coger el toro por los cuernos antes de que me coja él», se repitió Cortés, que se lanzó contra el cuadrúpedo agarrando sus pitones con toda la fuerza que pudo reunir y lo empujó hacia atrás. El astado, sorprendido por la maniobra, agitó la cabeza con fuerza y lo tiró al suelo. Cortés, aterrado, percibió una intensa luz frente a él. Sintió que había llegado su hora, que su vida acaba allí y que su alma se dirigía hacia el túnel de luz del que hablaban las películas.
Durante unos instantes se vio a sí mismo echado en el suelo. Sobre él revoloteaban centenares de mariposas de un color anaranjado muy vivo, que le recordaron a las que adornaban la puerta de la habitación de su hija y que enmarcaban su nombre. Algunos de los insectos tenían una bolita negra sobre las alas traseras y otras eran azules y rojas, con cabezas muy pequeñas. Y entonces despertó.
***
Cortés sonreía al recordar, una vez más, su episodio con la vaca Ramona. Se había desmayado del susto en el momento en que Pedro y Luis, el hijo del ganadero, llegaban en su auxilio. Un tequila que le suministraron en el viejo sofá de la casa le ayudó a recobrar el conocimiento. Risas y más risas se sucedieron cuando Cortés les intentó convencer de que lo que había tenido delante era un «toraco» como los del pueblo.
—No hay hembra en México más dócil que la vaca Ramona —le dijo Pedro Azcarate a carcajada limpia. El hombre no podía quitarse de la ropa el olor a excrementos bovinos. Había tenido que agarrar a Ramona del rabo para separarla del periodista.
Cortés se encontró con otra sorpresa. Laly, la becaria, era la novia de Luis. Tanto este como su madre, Alfonsa, le cayeron muy bien. Entre tequila y tequila, los cuatro le contaron la interesante historia de la familia Carmona y del patriarca de esta, Emiliano, cuyo retrato presidia el pequeño comedor. Él ya era adulto cuando la zona que circundaba su pueblo, Santa Lucía, fue designada palanca de crecimiento de la ciudad. Para muchos de sus habitantes, algunos pueblos nativos y asentamientos irregulares, el megaproyecto de Santa Fe supuso incorporarse a la maquinaria de crecimiento como mano de obra barata. Otros se resignaron a convivir forzosamente con ello y, según Alfonsa, nunca se habían integrado en realidad.
Después de comprar a la madre de la vaca Ramona hacía más de treinta años, le explicó el campesino, el animal había sostenido la economía familiar: de sus crías y de su leche salió el dinero para pagar la escuela —hasta la preparatoria— y los gastos de sus nueve hijos. Ramona también les había ayudado a alimentarse hasta hacía poco, y les dejaba alrededor de unos setenta dólares de la venta de «leche bronca», sin pasteurizar, a sus vecinos. Pero los costos del impuesto predial empezaron a subir desde inicios de los noventa, a medida que el verde iba desapareciendo poco a poco para dar lugar al asfalto.
—Tanta urbanización nos comió, los impuestos nos corren de aquí —le confesó la madre muy apenada, apoyada en su bastón de madera, mientras observaba a lo lejos, a través de la ventana diminuta, los lujosos edificios que la rodeaban.
La buena mujer obsequió a Cortés un queso. Él insistió en pagárselo, pero sin éxito. Recordó la segunda regla que había leído en la fábula que le había regalado su compañera de avión: «muchos son los que quieren tener buena suerte, pero pocos los que deciden ir a por ella». Él se había arriesgado yendo a ese lugar desconocido y había tenido una gran suerte de conocer a gente tan encantadora y generosa.
—Por favor, señor Cortés —le dijo Laly—, no le diga a nadie del banco que vengo aquí a visitar a Luis y a su familia. La gente allí se cree mucho, podría traerme problemas. Me costó mucho conseguirme un puestito en esa oficina y nunca sabe.
—¿De verdad podría perjudicarle el hecho de que se relacione con estas gentes?
—Preguntó Cortés en voz baja.
Laly asintió.
—A la mayoría de las personas del otro lado les molesta todo esto y… nunca se sabe —La becaria se encogió de hombros—. Consideran la zona un estorbo, algo que impide crecer los negocios de allá.
—Entiendo. No diré nada, no se preocupe, Laly. Eso sí, haré lo posible por publicar su historia, señora —le comentó a Alfonsa dándole un sentido abrazo.
—Ojalá pueda escribir sobre estas personas para ayudarles. Tienen el apoyo de sus vecinos y el mío, que los alientan a resistir, a no vender su terreno, a no irse ni dejar de sembrar. Los consideramos el último eslabón que frena la expansión urbana, pero su realidad es insostenible por mucho más tiempo —apuntó Laly.
—Está canijo ver cómo se destruye lo poco que queda. Si no queremos desaparecer nos tenemos que adaptar, no hay de otra, es triste —concluyó Pedro al despedirse.
«No hay duda de que muchas veces una imagen sigue valiendo más que mil palabras», pensó Cortés al contemplar a Pedro pastorear a la vaca Ramona en el monte trasero de su casa, con la estampa, al fondo, de los edificios lujosos de Santa Fe.
De regreso a la zona de oficinas, Villoro le estaba esperando junto a la Lavadora. Llevaba cara de asustado.
— ¡Pensé que le había pasado algo! Me dijo la chavita de la recepción que lo vio salir y no supo pa’ dónde jaló.
—No te preocupes, Villoro, que te compensaré por el tiempo que has tenido el coche parado.
Por el camino, Cortés le contó todo el episodio. Resultó que el taxista conocía ya de oídas la historia de la familia Carmona y de alguna otra en situación similar. Sin poder omitir las risas, le había explicado que la vida de aquellas gentes representaba un choque de perspectivas para los mexicanos.
—Esa es la contradicción, así llevamos desde finales de los ochenta. —Villoro chasqueó la lengua—. La liberalización económica ha dado lana a mucha gente, pero también desigualdad social y el desmantelamiento de la pequeña producción.
En el hotel, Cortés consiguió hablar con su hija después de llamar hasta tres veces a su mujer y enviarle muchos mensajes de WhatsApp. La conversación había sido muy breve, con continuas interrupciones de Laura, se sintió reconfortado al escuchar la voz de Marina. Intercambió un par de mensajes con sus padres y hermana, preocupados por si estaba bien, y con su jefe, al que resumió el día en la entidad bancaria. Don José Gutiérrez le recordó en un tono casi amenazador su misión secreta. «Más te vale no regresar sin la buena nueva», le dijo. Por otra parte, el Mafias le preguntó vía telefónica que si había podido enchufarle a alguien los USB-Espía.
—He logrado colocar algunos, pero no todos. Mafias, acabo de conocer a todo el personal. Si me descubrieran, no veas la tostada.
—Tranquilo, chavalín, no te pongas nervioso que has tenido un buen maestro.
A ver si puedes poner unos cuantos más mañana —le dijo.
Cortés resopló.
—Veré qué puedo hacer —dijo Cortés antes de colgar. No pudo por menos de recordar la versión de Loquillo de la canción Burning que tantas veces había escuchado tararear a su hermana en la ducha: «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?; ¿qué clase de aventura has venido a buscar? Vas de caza ¿a quién vas a cazar?».