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PRÓLOGO

Muchos heteros también nos sentimos discriminados o, al menos, en discordia con la identidad que siempre representamos y creímos nuestra y natural. Algunos somos conscientes de la tomadura de pelo a la que hemos sido sometidos en cuanto a creer saber quiénes éramos y con qué atributos y cualidades nos identificábamos para expresar nuestra verdadera voluntad de ser.

Soy una hetero renegada. No me gustan las mujeres heteros o de cualquier otro colectivo identitario que rechazan sistemáticamente el machismo de los hombres mientras utilizan sin reparos los privilegios que el patriarcado les cede por seguir siendo dócil rebaño de doble moral. También siento cierta aversión por las feministas de ideología avanzada y mente privilegiada que solo reivindican loables derechos para su colectivo, excluyendo a quienes no comulgan con sus categóricas ideas y descuidando a quienes no pertenecen a su «clase» y son, por ello, más proclives a padecer el sistemático menosprecio patriarcal, como lo somos las heteroféminas. Y, por supuesto, todas aquellas mujeres que no son occidentales, blancas, con estudios superiores, sanas (desprovistas de enfermedades o discapacidades) y con un trabajo que el sistema patriarcal les cede generosamente.

Hay que mencionar también a aquellas intelectuales que, con buena intención, difunden un discurso filosófico, humanista, ontológico y brillante… pero olvidan que el objetivo de su trabajo no es obtener el beneplácito y reconocimiento intelectual con el que la comunidad cultural feminista las aplauda, sino el de despertar a las hipnotizadas conciencias femeninas y masculinas (pertenezcan estas a cualquier tipo de colectivo) de millones de personas que, en su gran mayoría, no entienden el elaborado y complejo léxico con el que se supone que las feministas tratan de difundir su mensaje.

Con igual vehemencia, siento un desagradable menosprecio hacia los heterohombres que, con su paternalismo, suficiencia y hasta en algunos casos violencia, intentan menoscabar la poderosa y libre energía femenina (venga de cualquier tipo de sujeto) disimulando así su insegura identidad, con la que ya no logran identificarse y van dando bandazos, como pollos sin cabeza, sin saber cómo actuar frente a un mundo que ruge un traspaso de poderes o, al menos, una humilde revisión y autocrítica por parte de todos los colectivos.

Tampoco soporto a los heterohombres que pretenden hacernos creer que se adaptan cómodamente a los efectos colaterales del pseudofeminismo (ideología que cree que la solución al dominio heteropatriarcal está en ocupar el mismo poder que sustenta el hombre siendo las mejores profesionales, las mejores madres, las mejores parejas, las mejores amantes… y las mejores enfermas) sin oponer resistencia alguna (porque de hacerlo se los tacharía de misóginos o machistas), aunque luego desahogan esa contención alimentando el mismo sistema que dicen querer erradicar, aceptando chantajes emocionales que les coartan la libertad y el derecho a expresar sus deseos y necesidades vitales, o trabajando compulsivamente para llenar con su profesión un tiempo que destinarían a cultivar sus aficiones, al cuidado del hogar o a sus relaciones afectivas.

Estas reflexiones son las que me han llevado a escribir este ensayo porque, aunque un sentimiento se experimenta más que se analiza, suscita ya de por sí una visión más emotiva y no tan razonada. Y es este, a mi modo de ver, el único modo en que cualquier colectivo identitario deja de serlo para convertirnos en personas sentidas y conmovidas, cualidades que todos los seres humanos compartimos.

A veces, nuestro agitado y complejo intelecto nos arrastra hacia la confusión en lugar de aclarar y poner luz en la oscuridad de la ignorancia. Porque cuanto más ahondamos en la búsqueda de respuestas, más nos apartamos de los sentimientos que nos provocan ciertos comportamientos y creencias con los que acabamos escindidos y dolidos con nosotros mismos.

Heteros, lesbianas, gais, transexuales, andróginos, intersexuales, queer… no somos tan diferentes. Para empezar, somos personas únicas e irrepetibles; y, en segundo lugar, estamos todos, sin excepción alguna, unidos por las mismas emociones y sentimientos, aunque estos provengan de distintas experiencias. Somos conmovidos y conmovemos de igual forma unos y otros.

¿Cuándo aprenderemos a ver la profundidad del ser antes que su superficial fachada? Otra de las motivaciones que me han llevado a escribir este trabajo es que, después de revisar y consultar bastante bibliografía sobre la identidad femenina y masculina, no he logrado desentrañar en sus eruditas reflexiones —tremendamente lúcidas e ilustradas, por cierto— ninguna solución tangible al eterno conflicto que ambas arrastran. Me refiero a hallar alguna propuesta que pueda materializarse en hechos. Veo mucha verborrea tanto en ensayos como en discursos y mesas de debate, donde hay más palabrería que hechos consumados.

¿Habremos llegado a un punto de no retorno? ¿Será que la única manera de avanzar en estas cuestiones hoy en día sea poner el sistema patas arriba como propone Mona Chollet en su ensayo Brujas?

Además de una apóstata del sistema heteromasculino-patriarcal y falogocéntrico (como define Monique Witting), soy un sujeto de cultura media; eso sí, curiosa y controvertida. Y posiblemente sean estas razones las que me han llevado al atrevimiento de exponer unas reflexiones en un lenguaje fácilmente comprensible para todos, en el que he arrojado más dosis de sentimientos y emociones que de análisis y deducciones sobre las identidades concretamente heterosexuales, algo de lo que ya existe una vasta bibliografía.

Me he dado cuenta de que abordar la masculinidad y la feminidad heterosexual tal como hoy día se vive y manifiesta no es un asunto caduco ni denostado, más bien al contrario. Porque, con base en estos modelos caducos binarios y limitantes, heteros y no heteros, construimos nuestra identidad, aceptando y rechazando su política, ideología y naturaleza… Pero, al fin y al cabo, son nuestros únicos referentes identitarios. De ahí que sigamos viendo y sintiendo la identidad como algo que nos diferencia o aleja de un colectivo y nos une a otro, nunca como una expresión emocional y sentida igual por todos nosotros.

Creo que el enfrentamiento que sigue marcando las relaciones identitarias entre distintos colectivos (incluso entre miembros del mismo grupo de identidad) es el motivo por el que no encontramos un cierto consenso, un oasis en el múltiple universo de la identidad al que todos, sin excepción, podamos acudir cuando nuestro ánimo y resistencia flaqueen, hartos de luchar contra unos atributos política y culturalmente impuestos y que, en un momento de nuestra existencia, ya no nos sirven.

Sin embargo, es tal el miedo que enfrenta a unos y a otros, es tal la pugna por demostrar qué grupo es el más válido, competente, inteligente, justo… que en esta lucha sin fin ni sentido el ser humano pierde parte de su humanidad al vivir amedrentado y apegado a ciertos valores y atributos que le fueron asignados al nacer y que, en el mejor de los casos, ya nada tienen que ver con él, con la época en la que vive, con sus verdaderos anhelos y deseos. Y es tal el temor a que lo excluyan del grupo y el beneplácito ficticio con el que este le corresponde cuando individuos de otro colectivo atacan sus valores o intereses que vive atemorizado más que orgulloso de ser parte diferencial del grupo. Porque sabe, en el fondo de su conciencia, que es un esclavo de un poder que decide por él y que, en cuanto se le ocurra alzar la voz o discrepar de alguna de las conductas identitarias establecidas como «normativas», será lanzado al abismo de la solitud, le harán sentir un fracasado y será la comidilla del grupo, que lo mirará con vehemente prepotencia e incluso agresividad por considerarlo un despojo social. Y tan solo por haber elegido pensar por sí mismo.

El problema reside en el marco y el entorno en el que la masculinidad hetero ha decidido, por sí misma y sin consultar a nadie más que a sus propios intereses, las reglas y la normativa en la que hay que expresar la identidad personal.

Todo ello con una reglamentación y una base ideológica tan arraigada a nuestro ADN como esta. Después de más de 20 000 años de patriarcal dominación, seguimos creyendo en la «naturalidad» del binomio masculino y femenino con todos los atributos culturales y artificiales que estos conllevan y con los que el sistema nos ha convencido durante este periodo de que nacer con sexo de mujer implicaba automáticamente sentir unas pulsiones específicas con las que ya jamás nos liberaríamos. Pero además —y ahí la perversidad del engaño—, esas cualidades y rasgos femeninos adquiridos por nacimiento serían proclives a la dependencia, a la debilidad física, a la apatía existencial, al poder de sacrificio, a la frigidez, al cuidado y atención al prójimo… Y, sobre todo, a la incapacidad natural de la conquista y de la agresividad, atributos imprescindibles para la supervivencia de la especie.

Así, la mujer ha ido moldeando su ser en la dualidad de la pasión sexual versus la devoción familiar, por poner un ejemplo de la dicotomía existencial con la que la fémina lleva soportando miles de años la manipulación masculina de su identidad. ¿Hasta cuándo aguantará? Los modelos a los que los intelectuales se refieren como binarios, universales, naturales y biologicistas (en los que se continúan perpetuando los roles y pensamientos masculinos y femeninos) son los principales causantes no solo de la decadencia en valores de identidad saludables para los heteros, sino para el resto de las personas de otros colectivos identitarios.

Unos, los heteros, acatan, siguen, perpetúan… Otros, los LGTBI, se rebelan, rechazan y devienen en el reverso opuesto del modelo categórico. Sin embargo, pocos de ellos se dan cuenta de que no están del todo libres del adoctrinamiento hetero (como muchas lesbianas que se autodefinen «no mujeres»). No lo están en absoluto.

Quien ha superado un trauma o una actitud violenta de opresión contra su voluntad, no actúa de la misma forma, alegando querer destruir todo lo que huela a heterosexualidad y censurando al tiempo cualquier otra forma de expresión que se aleje de sus creencias; simplemente porque está repitiendo el mismo patrón opresivo y violento de sus opresores.

Es necesario revisar los patrones de identidad hetero y así poder desechar aquellos que ya no son necesarios ni sanos para la expresión de una identidad libre, ambigua y que fluya sin límites dentro y fuera de la masculinidad o feminidad impuesta. Porque, como expresión humana, la identidad tiende a ser creativa y, por tanto, mixta, alternando modos masculinos y femeninos (por llamarlos de alguna manera) dependiendo del estado de ánimo, la experiencia del momento, etc.

Utilizo el término «revisar» y no «destruir» porque es vital analizar bien todos los atributos asignados a la masculinidad y a la feminidad con el fin de desentrañar, quizá, algún rasgo, cualidad o valor original y primigenio que pueda no estar manipulado y valga la pena apropiarse de él y utilizarlo a nuestro favor, a favor de todos.

A veces, no se trata de si las conductas son problemáticas o censurables, sino del entorno y las creencias que imperan en ese ambiente que las vuelve nocivas. La agresividad en sí misma no es ni mala ni buena, dependerá del contexto en el que se exprese para calificarla de aceptable o no, porque actuar violentamente contra quien nos quiere atacar es supervivencia. Estos sentimientos me han llevado a explorar las creencias con las que nuestro sistema de valores hetero nos ha dirigido y domesticado, induciéndonos a la adquisición de modelos de identidad perlados de pseudoverdades y con las que el mismo sistema patriarcal ha conseguido influir en las personas con el fin de obtener un comportamiento óptimo de ellas para engrasar la maquinaria política y económica en su único beneficio. Y esto ha sido así desde el fin de la prehistoria.

He sentido mucha rabia por haber colaborado durante muchos años de mi vida a alimentar la voraz maquinaria heteropatriarcal. Me resigné a seguir soportando desplantes e insinuaciones sobre mi capacidad y competencia femenina por ser borde (también soy simpática, pero solo cuando no me siento cuestionada por mi imagen de mujer), brusca y sin filtro a la hora de dar mis opiniones y, sobre todo, por ser promiscua (etiqueta que la heteromasculinidad te cuelga si no tienes pareja estable y mantienes relaciones sexuales con quien te apetece). En cambio, no establece ningún término peyorativo para la mujer que permite que su pareja la utilice para tener sexo, solo porque no quiere que él se canse y lo acabe perdiendo, o como pago por los obsequios y atenciones materiales que este tiene con ella.

De ahí que no sea más benevolente o complaciente ni con los hombres ni con las mujeres. Ambos nos hemos devorado y dañado mutuamente. La heterofémina no es una víctima mientras tenga capacidad de defenderse de la violencia de su agresor a través de entrenar su cuerpo para la violenta defensa y protegerse junto a mujeres y hombres que secunden nuevos valores antimachistas.

El heterohombre no es un animal con sed de poder y sexo a quien hemos de aniquilar si queremos solucionar nuestros problemas femeninos, a pesar de que muchas mujeres quieran colgarle esos atributos para seguir perpetuando su papel de frígidas, víctimas o vengativas.

Pero, mientras nosotras no cambiemos nuestros hábitos de conducta y relación con los hombres, estos no se sentirán obligados a dejar atrás ese tipo de identidad.

Sin embargo, nada de esto será nunca posible si antes las heteroféminas (y otros colectivos) no abandonan su dependencia y apego a la normativa y a la política heteropatriarcal a la que muchas siguen conscientemente ancladas.

Revisar esas motivaciones, tanto heteromasculinas como heterofemeninas, es vital para denostar conductas nocivas, pero también para mantener aquellas originales y primigenias que yacen bajo muchas capas de manipulación y que quizá valdría la pena rescatar.

Hace ya catorce años comencé a despertar del limbo heteromasculino en el que había permanecido abducida y, poco a poco, mi identidad fue evolucionando. Curiosamente, me encontré más próxima a la niña rebelde, curiosa y algo vehemente (reacción propia de quien se siente manipulado o sometido para ser alguien que no ha elegido libremente ser) que en un tiempo fui que a la mujer madura, complaciente y políticamente correcta con la que mi entorno se congratulaba.

Acabo concluyendo este modesto ensayo con los tres arquetipos femeninos más repudiados y temidos en toda la historia de la humanidad, y que, precisamente por el rechazo que suscitan, son las únicas inspiraciones válidas que se me ocurren para el renacimiento femenino en general: la Bruja, la Amazona y la Promiscua.

Feminismo Patriarcal

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