Читать книгу Feminismo Patriarcal - Margarita Basi - Страница 7
ОглавлениеCAPÍTULO 2
¿EXISTEN DIFERENCIAS GENÉTICAS ENTRE EL CEREBRO MASCULINO Y FEMENINO?
Parece que la ciencia empieza a cuestionar, e incluso a rechazar, la creencia de que las pequeñas diferencias morfológicas entre los cerebros masculinos y femeninos sean las responsables de las distintas formas de conducta y percepción que tienen hombres y mujeres sobre las mismas experiencias.
Muchos de los estudios científicos que confirmaban que ellos tenían más materia gris y ellas más materia blanca en el cerebro, o que la mayor cantidad de testosterona hacía que los hombres fuesen más propensos a la agresividad, o que el cerebro femenino tuviera más actividad en el área responsable de la gestión de las emociones, del estado de ánimo y de las habilidades sociales, no eran más que simples anécdotas sacadas de contexto debido a haber utilizado para esa investigación muestras pequeñas de población y, en algún caso, haberlo hecho con personas psíquicamente enfermas; incluso, alterando los resultados por haber mostrado solo los casos que hacían coincidir esas diferencias con un sexo determinado.
El caso más polémico fue el del genetista británico Angus Badel, quien en 1948 constató que las diferencias entre los cerebros masculinos y femeninos hacían que ellos estuviesen predeterminados biológicamente a ser más promiscuos y ellas a buscar la estabilidad en el hogar y cuidado de los hijos. Esa teoría nació a partir de un experimento realizado con moscas. Años más tarde, al revisar los datos y las conclusiones de esa investigación, se descubrió que Badel había desechado los resultados que contrariaban su preconcebida teoría y mostrado únicamente los que la avalaban.
Actualmente, la comunidad científica coincide en que, a pesar de las obvias diferencias morfológicas (incluso las que determinan que ciertas zonas cerebrales en hombres y mujeres sean más o menos proclives a una actividad neuronal), estas son mínimas y ni mucho menos causantes de los comportamientos estereotipados con los que seguimos identificando el rol femenino y masculino como formas identitarias y no como meras conductas adquiridas a través de una educación sexista que atribuye unos hábitos femeninos a ellas y otros masculinos a ellos.
Así lo aseguran Gina Rippon, neurocientífica de la Universidad Aston (Birmingham) en su libro The Gendered Brain; Mara Dierssen, neurocientífica de la Universidad Pompeu Fabra; o Cordelia Fine, de la Universidad de Melbourne, que en su libro Testosterona Rex utiliza el término «neurosexismo» para desenmascarar las ideas sexistas que se esconden bajo teorías que pretenden demostrar que las desigualdades cerebrales entre féminas y varones son las causantes de las distintas inclinaciones conductuales en ellos.
Como ejemplo de esta tendencia, hay que recordar un estudio reciente basado en esos sesgos sexistas y no en una rigurosa investigación científica, que aseguraba que la razón de que ellas tuvieran sueldos más bajos no era otra que la de poseer un cerebro poco activo en zonas que estimulan la competitividad, la capacidad de asumir riesgos y la de negociación. Este absurdo estudio fue, curiosamente, avalado por la CEOE que, de este modo, se quitaba un marrón de encima. «No lo decimos nosotros, sino la ciencia».
Creo que las mujeres, por la educación recibida y por no tener tanta testosterona, quizá somos mejores mediadoras en conflictos gracias a ser más empáticas y mejores en habilidades sociales, cualidades imprescindibles en toda negociación.
Finalmente, los últimos estudios científicos asumen que las diferencias cerebrales en los distintos sexos son mínimas y poco determinantes en los papeles y roles (la mayoría estereotipados) y que poco tienen en común con la verdadera identidad personal, sea de un hombre o de una mujer. Es muy posible, afirman los científicos, que del mismo modo que el cerebro de un bebé o de un niño se adapta y moldea según sean sus experiencias de la primera infancia, también es muy probable que los cerebros humanos fuesen en un inicio completamente iguales y estar predispuestos a activar de la misma forma las distintas áreas cerebrales. Sin embargo, como seres plásticos e influenciables, hemos ido transformando y adaptando nuestros cerebros en función de las experiencias vividas y, sobre todo, por la educación cultural recibida.
Es lógico pensar, por tanto, que una herencia patriarcal de miles y miles de años haya hecho mella en nuestros originarios y primitivos cerebros. Entonces, solo queda pensar en una reconstrucción a la inversa. Si las condiciones externas fueron la causa de la diferenciación cerebral de unos idénticos cerebros, independientemente del sexo al que pertenecieran, un cambio de creencias en los prejuicios y en los hábitos adquiridos bastaría para modificar de nuevo esas posibles diferencias cerebrales.
Sea como sea, lo que es cierto es que no podemos dejar de ser quienes desconocemos ser. Es decir, si no soy consciente a todos los niveles (físico, mental, emocional y espiritual) de mi forma de comportarme, de pensar, de actuar y sentir, o de si esta me complace o satisface tanto a mí como al entorno en el que vivo, no averiguaré nunca qué clase de persona quiero llegar a ser. Y me convertiré en una veleta a manos de la voluntad, no siempre con buenos fines, de quienes tienen espíritu de liderazgo y de control. Tan solo con los ojos de mi identidad interna puedo llegar a ver por encima de los estereotipos y reconocer cuál es mi potencial identitario.
Antes hablaba sobre cómo sería una sociedad que antepusiera los sentimientos y las emociones humanas al poder económico sin límites. Algo así solo podría ocurrir si cualquier ser humano tuviera su supervivencia y mínimos derechos con los que vivir dignamente ganados de por vida. Pero esa es otra cuestión.
El día en que la ley no permita votar a los discapacitados emocionales (todos aquellos que buscan cómo satisfacer sus carencias chupando la energía y manipulando a los demás), ese será un buen marcador de que la sociedad está avanzando favorablemente.