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CAPÍTULO 3

El SEXO Y EL GÉNERO SON ETIQUETAS INSERVIBLES (y que siguen limitando la libre expresión de las identidades)

La identidad sexual es aquella que identifica a un individuo según sus atributos sexuales. Por ello, se es mujer si se ha nacido con vagina y se es hombre si se ha nacido con pene y testículos.

La identidad de género es aquella que identifica a un individuo según su sentimiento de identidad; es decir, clasifica como hombre o mujer a aquellas personas que se sienten masculinas o femeninas, independientemente de la asignación sexual que la biología les haya otorgado.

Tan solo por el hecho de establecer semejantes distinciones ya se está dando por sentada una especie de segregación discriminatoria en la que los sexos y géneros son hábilmente lanzados al rin de la lucha por la mejor identidad. Si no, ¿por qué demonios hay tanto afán en complicarlo tanto? Pudiendo conceder el título de «ser humano» acabaríamos antes. Luego, cada cual que eligiera expresar su identidad como bien deseara, observando las conductas y comportamientos que ya no estarían monopolizados, naturalizados, politizados, ni asignados según el sexo o el género del individuo, porque el concepto de masculinidad y feminidad simplemente no existiría como tal.

En su lugar, las personas aprenderían y elegirían identificarse con actitudes, cualidades y creencias de una amalgama extensa y rica, donde adoptarían la que más les atrajera, sabiéndose libres de poder abandonarlas en el momento en el que ese referente ya no las identificara para acogerse a otra más acorde con el crecimiento y madurez constantes que todo ser humano va desarrollando a lo largo de su vida.

Hoy en día, al menos en nuestro país, un hombre que se someta a un cambio de sexo por vía quirúrgica y solo después de interminables procesos hormonales, psicológicos y burocráticos puede obtener oficialmente su identidad sexual femenina.

Pero yo me pregunto: ¿Es realmente justo hacer pasar a una persona por semejante calvario para conseguir ver escrito en su DNI que se le identifica como mujer? ¿Por qué es tan vital para la sociedad diferenciar a las personas solo en dos sexos? Es más, ¿qué necesidad e interés se esconde detrás de esta imperiosa pulsión de categorizar las identidades? ¿Supondría de verdad un avance social que se reconocieran oficialmente todas las identidades que conforman el colectivo LGTBI? ¿No sería también una forma de «encasillar» y «categorizar» la libre y modulable identidad humana?

La identidad de género es aquella que identifica a los individuos como femeninos o masculinos dependiendo de cuál sea su sentido o sentimiento bajo el que expresan una u otra identidad. Ocurre cuando una persona nacida sexualmente como hombre siente y se identifica como una mujer, o viceversa.

¿Y qué hay de la identidad híbrida? Aquella que recoge conductas, ademanes y cualidades tanto femeninas como masculinas, proyectando casi al mismo tiempo ambas identidades alternándolas o mezclándolas en un equilibrio exquisito, y que a mi modo de ver rozaría la excelencia. Claro está, siempre que esas energías estuvieran exentas de los clichés y modelos binarios tradicionales y encorsetados en los que, lamentablemente, las identidades toman aún como referentes.

¿Acabaremos modelando y categorizando hasta los estornudos según su sonido, el número de repeticiones o si los retenemos o los dejamos explosionar a su gusto?

Cualquier acto genuino, novedoso y que no haya sido realizado antes por ningún individuo pasa automáticamente a ser humano. No importa que jamás vuelva a repetirse o sea copiado y ejecutado trillones de veces por otras personas porque basta con que un solo ser humano lo lleve a cabo para que forme parte del patrimonio de la humanidad.

¿Qué problema hay en ser diferente? ¿Que quizá le costaría demasiado tiempo y dinero al sistema patriarcal modelar y encasillar cada acto genuino humano? Pero, más que nada, significaría el descubrimiento por nuestra parte de un potencial desconocido y que rompería el tupido velo de mentiras y creencias con las que el heteropatriarcado nos ha ido troquelando a su imagen y semejanza.

¿Por qué debería una persona sentirse hombre o mujer necesaria y unilateralmente a lo largo de su vida? Bien cabe la posibilidad —y es algo que ocurre en la realidad— de que haya individuos tan versátiles y creativos que se sientan en unos momentos más cercanos a la masculinidad y en otros a la feminidad. Incluso a los dos géneros a la vez.

La sociedad y los poderes que la conforman están obsesionados con etiquetar, archivar y encuadrarlo todo, incluso a las personas. Y lo peor es que nosotros lo permitimos.

Nos causa cierta incomodidad (debido a la ignorancia y prejuicios con los que hemos sido educados) relacionarnos con personas que no están definidas sexual o genéricamente. Nos bloqueamos sin saber cómo tratar a una transexual o a una mujer con aspecto de hombre. Y la razón es sencilla a la vez que cruel: nos sentimos más cómodos y a salvo relacionándonos con personas predecibles que piensan y sienten según nuestras costumbres e ideologías o, al menos, aunque sus ideas no coincidan con las nuestras, sabemos cuáles son y eso de alguna manera nos tranquiliza. Priorizamos el «constructo social» de un individuo antes que a la «persona» que realmente pueda llegar a ser.

Carl Jung nos habla del animus, una fuerza o energía que puede ser masculina o femenina y que todo ser humano lleva en su interior. De manera lamentable, la educación y la cultura judeocristiana, especialmente, han censurado y castrado ese animus evitando que tanto hombres como mujeres mostremos la energía opuesta a nuestra identidad sexual, sea cual sea, y compensemos así ciertos comportamientos radicales y educacionales cargados de prejuicios y falsas creencias.

El establishment no es un ente abstracto que nos controla desde algún lugar del universo. La sociedad y sus valores son obra de todos nosotros, de nuestras decisiones, abdicaciones y carencias. También debe su existencia a los logros y a la valentía de muchas personas (la mayoría silenciadas y anónimas) que abandonaron su zona de confort para arrojarse a la incertidumbre de lo desconocido, y por ello consiguieron derechos, avances y un legado humanista que nos brindaron sin pedir nada a cambio.

Lo que quiero decir es que mientras la mayoría de nosotros prefiramos la seguridad de una vida fácil, cómoda y previsible seguiremos a merced del liderazgo corrupto, hostil y egoísta de quienes manejan a sus anchas nuestras vidas, sin ser nosotros apenas conscientes de la magnitud de su influencia. Y lo peor no es solo esto, sino que cuanto más nos acomodamos, más incorporamos sus principios al sistema de valores con el que sentimos nuestra identidad. Nos volvemos cómplices silenciosos de los delitos que la sociedad comete contra la dignidad de los seres humanos.

A larga, ninguna revolución masiva ha sido útil para liberar al ser humano de su tendencia ambiciosa, egoísta, corrupta e insolidaria. Porque están basadas en apropiarse del poder del otro para conseguir un beneficio propio.

La única manera de combatir la «esclavitud» que nos convierte en seres condicionados a actuar y a pensar dentro de los márgenes recomendados socialmente es declarándonos la guerra a nosotros mismos. Para empezar, el primer ataque podría ser dejar de repetir acciones que solo nos devuelven al mismo punto de partida, explorar nuevos horizontes internos tomándonos tiempo en exclusiva para nosotros, deshacernos del exceso de equipaje con el que compensábamos carencias y apegos, y hablar y actuar sin filtros ni máscaras porque estamos hartos de fingir, gustar, cuidar y servir a aquellos que nos querían atados a su lado.

Una vez hecho esto, es muy posible que tengamos interés en descubrir a personas que han hecho ese mismo proceso y con las que podamos intercambiar emociones e ideas, así como aprender de sus experiencias.

No hay revolución social sin revolución personal previa.

Judith Butler, toda una eminencia en cuestiones de identidad sexual y de género, es contundente al afirmar que las relaciones entre sexos siguen una pauta falogocéntrica; es decir, una forma excluyente y negativa basada en la ideología heteropatriarcal y heteronormativa dominante.

En su ensayo El género en disputa, Butler menciona unas palabras de Catherine Mackinnon: «Tener un género significa haber establecido ya una relación heterosexual de subordinación».

Para Butler, y aquí coincido plenamente con ella, el género es performativo como el sexo y, en consecuencia, no es una base para adjudicar identidad alguna, sino a partir de las experiencias de la vida.

Ahora bien, opino que la sexualidad femenina y masculina imprimen cierto tipo de supeditación o tendencia a acometer ciertos comportamientos y emociones por nuestra propia condición biológica y mamífera, independientemente de la cultura o politización que después la sociedad infunda a esa persona.

Este es un punto clave a la hora de respetar ciertos comportamientos de identidad heterosexual que incomodan a otros colectivos por creer que su origen proviene del adoctrinamiento heteropatriarcal y normativo y no de una simple subordinación biológica sin más trascendencia.

Es la pregunta que Foucault se hace cuando afirma que la heterosexualidad se ha proclamado normativa y universal no tanto como estandarte de virtud, sino más bien como pantalla con la que invisibilizar el verdadero deseo femenino y su identidad genuina, aquella que en la génesis de nuestra historia probablemente sí pudo expresar.

Pero la cuestión a debate no es tanto demostrar cuánto de cultura o de biología hay en la conciencia de identidad de las personas, se identifiquen estas como heteros o no. Lo verdaderamente importante es averiguar qué pulsiones y potenciales yacen latentes en el ser humano y aún no han sido desvelados ni representados como herramientas identificativas con las que expresar todo el caleidoscopio de posibilidades en las que un ser humano se constituye a sí mismo.

Comprendo que Butler y otras intelectuales feministas no heteros defiendan con vehemencia y con un lenguaje intenso (y a veces discriminativo) su derecho a representar una identidad que, según ella, es contraria al postulado heteronormativo opresivo y excluyente del heteropatriarcado.

Sin embargo, al hacerlo, Butler mete con razón a todos los heteros en un mismo saco y esto es algo que segrega y excluye.

¿Acaso todos los heteros estamos de acuerdo con los modelos falogocéntricos que imperan en nuestras sociedades y que nos «obligan» a seguir unos comportamientos nocivos y tóxicos para nuestra salud emocional?

¿Es que los homosexuales, lesbianas, trans, andróginos, queer… están inmunizados contra los celos, los apegos, las manipulaciones emocionales e incluso la violencia física y verbal? ¿Son de otro planeta?

¿O viven igualmente influenciados y sometidos al orden que marcan los modelos rancios, binarios, universales y naturales del patriarcado?

Absolutamente todos los seres humanos tomamos referentes de la fuente que hasta ahora ha sido el único ejemplo para la construcción de nuestra identidad: la heteromasculinidad.

Una lesbiana sigue manteniendo relaciones de sumisión y opresión, aunque no viva en pareja con un macho alfa, porque está vinculada al mundo y en su día a día recibe el mismo mensaje paternalista, misógino o agresivo, como tantos heteros, simplemente por no querer encajar dentro del molde en el que el poder patriarcal insiste en encasillar a todos los colectivos, aunque cada vez con menos éxito.

Quizá una lesbiana no sufra la «subyugación» en sus relaciones personales, de pareja o sexuales, pero se sentirá igualmente «sometida», como la mayoría de las mujeres heteros, cada vez que emprenda cualquier actividad fuera del amparo íntimo y privado, es decir, en la esfera pública social.

En cambio, las féminas heteros que conviven o se relacionan en ambos entornos, públicos y privados, con la heteromasculinidad dominante sufren por partida doble: no solo el menosprecio y la supremacía heteromasculina, sino también la ignorancia absoluta de ser ellas mismas quienes consienten su propio sometimiento por creerlo una forma de cuidado y protección más que un desprecio hacia su dignidad.

Y es esta forma «inconsciente» pero latente en el propio sentimiento de identidad de las mujeres heteros la que carcome lenta pero implacablemente la autoestima y el orgullo propio en todo ser humano. Un vil engaño por parte del poder heteropatriarcal y una irresponsable renuncia femenina, con la que esta se desentiende de su poder para entregárselo al hombre conquistador, seductor, seguro e independiente. ¿Por qué? ¿Para qué?

Por cultura, educación, maternidad, costumbre, protección, habito, pereza, vicio… Para sobrevivir, tener mejor calidad de vida, no sentirse sola, tener a quien responsabilizar de sus carencias, traumas y apegos…

¿Quién sabe qué misterios encierra la mente de una mujer sometida al poder heteropatriarcal? Ni siquiera Freud pudo responder a esa pregunta.

Lo que sí puedo afirmar a estas alturas de la historia es que no voy a aceptar, como sentencian muchas feministas, que la única responsabilidad de la opresión femenina (así como de las injusticias sociales que conlleva el heterocapitalismo creado, eso sí, por la heteromasculinidad) es exclusiva de los hombres.

A lo largo de este trabajo desentrañaré las conductas, conscientes o no (pero al fin y al cabo hábitos y conductas femeninas), que retroalimentan la ingeniosa maquinaria de la heteromasculinidad normativa con las que las mujeres heteros aceptan y consienten las creencias que el patriarcado les transmite y con las que ellas, irreflexivamente, inoculan en sus hijos el veneno machista en el que se basan las categorías femenino y masculino devolviendo una y otra vez su poder al hombre.

Feminismo Patriarcal

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