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INTRODUCCIÓN

Este no es un ensayo sobre las identidades, al menos el lector no va a encontrar en estas líneas un tratado completo y riguroso que reúna conocimientos biológicos, culturales, empíricos, de género, psíquicos, emocionales, creativos, culturales… En definitiva, un trabajo de filosofía hermenéutica y ontológica donde queden reflejadas muchas de las escuelas de pensamiento y sus teorías sobre el origen, la construcción y el sentido de la identidad humana.

Yo no podría hacer algo así. ¿Entonces de qué va esto?

Muy sencillo. Mis aspiraciones son más modestas, entre otras cosas porque no soy una erudita ni una intelectual. Pero sí gusto de los asuntos polémicos porque desatan en las personas su verdadero yo, sus deseos más ocultos y casi siempre desatendidos. Necesito cuestionarme y que me cuestionen para comprenderme mejor y deshacerme del pegajoso ego con el que creemos saber, cuando en verdad no sabemos nada.

Para mí, el verdadero gozo de escribir está en el hecho de hacerlo y no tanto en el objetivo que se pretende alcanzar con ello. La mayoría de las veces que escribo sobre un asunto en concreto, y a medida que exploro y avanzo en ese terreno, acabo descubriendo otras cuestiones que trastocan y me obligan a dar un giro de 180 grados al sentido inicial del tema.

Por esa razón, debo avisar al lector de que, sintiéndolo mucho, yo escribo principalmente para mí, aunque en ese ejercicio vital no excluyo a nadie, ¡faltaría más!

Soy el tipo de persona que se identifica más con las emociones y sentimientos como vía de conocimiento propio y del mundo que con las razones. Cuando era una niña de tres o cuatro años, tuve conciencia de sentirme diferente de las compañeras del colegio. No entendía nada de lo que explicaban en clase; sin embargo, percibía cómo ellas captaban lo que a mí se me escapaba. Tampoco comprendía por qué las demás niñas seguían a una líder y se avenían a hacer lo que ella les proponía, sin protestar. ¿Por qué era yo distinta al grupo? ¿Tenían conciencia ellas también de todo esto?

No lo creo. La razón podría ser que mis compañeras se sentían cómodas en el entorno del colegio y de sus normas, así que no tenían necesidad de preguntarse por qué estaban bien. Casi nadie se cuestiona aquello que no le incomoda o le da placer, simplemente lo experimenta y se deja llevar.

Las personas que se plantean preguntas y son controvertidas lo hacen porque no encuentran su sitio en el mundo o se percatan, por su sensibilidad, de las injusticias o malas praxis a las que otros no dan importancia.

Esta es la razón por la que quiero explorar la identidad desde las sensaciones y los sentimientos humanos más que desde las razones intelectuales. Es obvio que si además de capacidades racionales tenemos capacidades emocionales, podemos perfectamente utilizarlas para llegar al saber desde otra vía.

A la identidad interna se llega a través de expresarnos antes como personas emocionalmente inteligentes (empáticas, fraternales y solidarias) que como individuos intelectuales y racionales. Porque, como demostraré a lo largo de este ensayo, los atributos que responden al intelecto acaban por alienar al ser humano, reduciéndolo a carne de estadística con la que el sistema lo adoctrina en la creencia de que si quiere alcanzar el éxito económico y el reconocimiento social debe cumplir unos estereotipos marcados y, si trabaja duro, tarde o temprano los conseguirá.

¿Cómo va el individuo a conectar con sus emociones y sentimientos y usarlos como forma de comunicación y entendimiento con los demás si la sociedad en la que sobrevive no lo protege; es más, lo utiliza como eslabón de la maquinaria neoliberal capitalista con la que tan solo una reducida élite se apropia de la mayor parte de la riqueza, dejándolo a su suerte?

Nuestro sistema de valores y, en consecuencia, de identidad sigue siendo el mismo que existía en la Edad Media, con pequeños matices. Ahora hemos abolido la pena de muerte, el derecho de pernada o un sistema penitenciario inhumano o insalubre, por poner algunos ejemplos. Sin embargo, la ideología que aún alimenta las creencias en las que se basa un sistema económico de libre mercado y capitalista como el nuestro contribuye al aumento de la pobreza a nivel endémico, los conflictos bélicos por intereses económicos, la destrucción de la naturaleza y los riesgos que esto supone para la salud de las personas y animales…

Seguimos educando a nuestros hijos en los principios de competitividad, liderazgo, materialismo y poder intelectual. ¿Por qué?

Porque el mundo que el patriarcado ha creado es así y necesita de millones de peones alienados, desmotivados, endeudados, amedrentados y apegados (hasta sometidos por las creencias) que esta ideología inocula desde la niñez en sus cerebros, haciéndoles creer que obtendrán la felicidad si viven de acuerdo con el plan establecido: aprender en una escuela que los formará en los valores de la competencia agresiva y en el puro intelecto; estudiar una carrera o profesión con la que aspirar a trabajar y ganarse el sustento; formar una familia para dar al sistema futuros obreros y para endeudarse de por vida con hipotecas, créditos y demás aspiraciones materiales, vivir de acuerdo con unos principios o valores que el patriarcado da por normativos y apropiados y que, sean los que sean, nunca pueden mezclarse. Al heterocentrismo no le gusta que sus servidores entren y salgan de distintos estilos de vida, adopten y rechacen creencias y, en definitiva, abandonen la burbuja patriarcal e inspeccionen otros territorios en donde a buen seguro encontrarían miles de respuestas y opciones diversas con las que vivir y ser de otro modo.

De existir una mayoría de personas emocionalmente estables e inteligentes (cuando eso ocurre es porque hay una inteligencia emocional como base; en cambio, una persona muy racional e inteligente en ese sentido puede no serlo emocionalmente), incluso se encontrarían con otro escollo. Es complicado mantener una actitud virtuosa basada en sentir el mundo y a los demás como partes indisolubles de uno mismo y, por tanto, sensibles a recibir el mismo trato exquisito y delicado con el que uno intenta tratarse a sí mismo si la sociedad que nos acoge y debería protegernos nos lanza al ruedo repleto de víboras y demás depredadores con un duro mensaje: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente».

Porque no solo hemos de sobrevivir y que gane el más fuerte, sino que la forma de hacerlo será dolorosa. ¿Por qué? ¿Somos masoquistas? ¿O es lo que una élite ha establecido y dado por «normativo» para que el resto crea que ese es su deber y así una minoría pudiente pueda vivir del malvivir de la mayoría de las personas?

¿Y cómo lo hacen? A través de creencias que nos adoctrinan en la intolerancia y en el acercamiento hacia el «otro», según posea nuestros mismos valores externos o no. Es decir, según su ideología política, religiosa, tendencia sexual, poder económico, conocimiento intelectual y la influencia social que posea. Y, por supuesto, su imagen, si esta es agradable, juvenil, hermosa y seductora.

No es posible dar prioridad a los principios o ideas que constituyen una identidad emocional y sensitiva si antes no erradicamos ciertas normas sociales antagónicas que discriminan y someten sibilinamente a los sujetos despojándolos de la libertad de asumir y expresar sus genuinas formas de identidad con las que convertirse en personas emocionalmente equilibradas.

No es que el humano sea un lobo para el humano, como afirmaba Hobbes, sino la sociedad en la que el supuesto lobo se expresa y se relaciona. Si vivo en una comunidad que segrega en función de la apariencia externa, delimita qué identidad o estilo de vida íntimo y personal es normativo o no, obliga a todas las personas a ganarse la vida sin que partan todas ellas de las mismas opciones, no se preocupa de que todo individuo tenga asegurado un trabajo digno y vocacional, o consolidada una renta mínima universal, ¿cómo demonios voy a mostrar y dar prioridad a mis sentimientos antes que luchar por mi supervivencia?

La paradoja en este asunto, como suele ocurrir cuando se plantean este tipo de disquisiciones, es que la única opción para llegar a transformar las normas patriarcales con las que desgraciadamente convivimos e impregnan cada gesto y cada idea con la que expresamos nuestra supuesta, libre y natural identidad, aunque nos cueste aceptarlo, es ser conscientes de la manipulación en la que vivimos a diario creyendo ser quienes creemos ser, rebelarnos contra ese perverso dominio de nuestra identidad y, por último, expresar sin censura (acción), pudor o vergüenza todos aquellos comportamientos, sentires e ideas que surjan de nuestra recién estrenada identidad enviándolo todo o casi todo al cuerno.

Sin embargo, si queremos conocernos realmente, aceptando cualidades y defectos, así como atrevernos a relacionarnos con los demás desde la verdad, a veces incómoda o dolorosa, no hay más opción que cultivar nuestra identidad interna y expresarnos a través de ella siempre que podamos.

Con la identidad externa, las apariencias, las máscaras, las ideologías, las creencias y la doble moral llegaremos lejos, sin duda, y más en esta sociedad binaria y heterocéntrica de cultura hipócrita. Sin embargo, nunca estaremos seguros de saber quiénes somos en realidad y hasta dónde podemos llegar. Ni tampoco estableceremos relaciones originales, estimulantes y sanas con los demás.

A partir de esta idea, trato de hilvanar una correspondencia entre estas vías de conocimiento propio (externa e interna) y la idea o concepto de masculinidad y feminidad heterosexual.

Es a este último colectivo a quien dedico especialmente mi estudio, aunque sé que debería encontrar otro vocablo que se ajustara mejor a la idea de identidad masculina y femenina heterosexual, por resultar estos ambiguos y pasados de moda al no considerarse ya como modelos representativos de identidad.

Sin embargo, son los únicos que tenemos porque nadie ha inventado otros aún. De hecho, todas las demás formas de expresión de identidad fuera del alcance del binarismo masculino-femenino son representaciones aparentemente y en su superficie nuevas, pero que son nutridas de manera inevitable por los atributos masculino y femenino que siempre han existido.

De ahí mi intención de no «erradicar» por ahora (como sí apuesta el feminismo radical o el colectivo de lesbianas) esos vocablos y darles un voto de confianza a la espera de, a partir de ellos y de sus mensajes sin duda impostados y politizados, descubrir si alguno sigue siendo beneficioso y a partir de él crear nuevos, más acordes con nuestras propias y genuinas creencias emocionales e internas.

Pero, mientras hallo el término más adecuado, me permito seguir con mi explicación: si restaurar o erradicar el sistema heteronormativo masculino y patriarcal está en función del número de personas que inicien internamente su propia reinterpretación de valores y conductas personales, es creíble pensar que la casi todos los conflictos que sufren las personas que expresan su identidad fuera de los cánones que marcan el «modelo masculino» o «femenino» de la «heteronormalidad»1 desaparecerían o disminuirían considerablemente si arrancáramos a esos «modelos» su categoría de modelos.

Es decir, revisando el origen y la idea que sustenta una conducta que se basa en el dominio, en la manipulación o en el sometimiento del otro y, si así es, despreciarla hasta ridiculizarla. Pero, en mi opinión, antes de eliminar cualquier vestigio de machismo patriarcal en nuestros aún vigentes modelos de identidad heterosexual, es imprescindible hacer este proceso consciente de análisis y limpieza. En caso contrario, podrían regresar con más virulencia.

Vivimos en una cultura que, afortunadamente, ya da señales de querer deshacerse de conceptos demasiado encorsetados y binarios como lo son «lo femenino» y «lo masculino».

Ahora bien, ¿sería lícito preguntarse si las identidades llamadas LGTBI y demás formas «de ser» no heterosexuales están exentas de representar algún tipo de cliché o prejuicio tan solo porque son relativamente nuevos modelos de identidad que transgreden otros más antiguos?

¿Qué es lo que lleva a unos atributos, cualidades, conductas y creencias varias a reunirse en un modelo de expresión personal dando forma a un estilo propio de identidad?

Son muchas las causas, obviamente. Una de ellas podría ser consecuencia de la decadencia natural que sufre un modelo de identidad que, después de siglos de permanencia, requiere ser sustituido o reformado, llevado por la necesidad creativa y emocional de sustituirlo y transgredirlo.

¿Y no representan también las identidades no hetero distintos modelos, cada uno con sus idiosincrasias particulares, pero a la vez conjuntas?

¿Por qué entonces se hacen llamar por un término que las identifica como tales? Entonces, ¿los términos «feminidad» y «masculinidad» deberían significar algo también?

¿Por qué hay casos de conflictos entre transgéneros que no perciben de igual manera la forma en que cada uno expresa su identidad?

Por no mencionar (daría para otro ensayo) la pugna existente entre colectivos trans y lesbianas por considerar, algunas de ellas, que un trans o una trans ha claudicado al modelo heterocéntrico machista al adaptar (y en muchos casos amputar) partes de su cuerpo para encajar en el modelo masculino o femenino que establece el patriarcado.

El ser humano necesita poner etiquetas a sus emociones, ideas, sentimientos… Y eso está bien, pues así expresa su condición de animal pensante. Sin embargo, al hacerlo, olvida a veces su capacidad creativa y ambigua, aquella que lo impulsa a curiosear, a probar y a explorar la vida sin que estas actitudes lo obliguen a elegir una sola de las opciones y aferrarse a ella para siempre.

Por esta razón, lo verdaderamente importante en estas cuestiones es ser conscientes de que, cada vez que etiquetamos un comportamiento o una ideología, estamos cerrando inconscientemente una parte de nuestra mente a la posibilidad no solo de integrar a cualquiera en ella, sino de que puedan coexistir al mismo tiempo y en una misma persona dos o tres o más tipos de modelos de ser.

Espero que en un futuro no muy lejano las personas deambulen por las calles, se diviertan en los bares, paseen a sus perros y hagan su vida con normalidad sin fijarse en si los individuos con los que se cruzan por la calle son hombres o mujeres, ni siquiera si son transgénero o andrógenos… Entre otras razones, porque no habrá forma visible de saberlo. Y que lo que realmente importe de la relación con los demás sea la atracción hacia lo diferente, la bondad, los sentimientos, la empatía, la fraternidad, las pulsiones creativas y la avidez de aprender y conocer el interior de una persona.

El futuro y el sentido común parecen indicarnos que hay que huir de los ideales sexuales y de género para así poder construir, cada uno, una identidad propia y original basada en nuestro sentir y emociones internos más que continuar condicionados a reproducir una identidad concreta tan solo por haber nacido con unos atributos sexuales masculinos o por verse influenciado a tener que expresar el ideal de macho o fémina que siguen tan latentes en nuestra sociedad, si uno no quiere verse aislado y menospreciado por no hacerlo.

Pero ¿cómo vamos a poder elegir qué cualidades o valores se ajustan más a nuestro modo de sentir y a nuestra identidad si no tenemos referentes sanos y libres que nos guíen?

Porque, como diría Sócrates o Platón, es difícil ser buena persona si previamente no hemos interiorizado la «idea», el «concepto» que la bondad suscita.

¿Cómo vamos a poder hacernos con un nuevo y óptimo modelo de identidad si los referentes que tenemos tanto de masculinidad como de feminidad están caducos, son retrógrados, rancios, repletos de prejuicios y, sobre todo, ficticios, fruto de una creencia que nada tiene de natural ni biológica?

Todos nosotros pertenezcamos a cualquier tipo de colectivo (hetero, LGTBI, andrógenos…) o no, somos sensibles a esos referentes de algún modo.

Así pues, es lógico pensar que un análisis de estos «ideales» con el que desentrañar los orígenes, la historia, los privilegios que aún los mantienen vivos, los inconvenientes que los provocan y los poderes que los sustentan… los identificaría para luego desechar aquellos principios tóxicos y perversos que los alimentan y dejar, si es que así sucede, aquellos que pueden ayudarnos a construir identidades responsables y libres. Sería fundamental.

En primer lugar, en este trabajo he utilizado únicamente una muestra de población: la heterosexual, porque es precisamente en las relaciones de identidad aparentemente normalizadas y estandarizadas como estas donde veo serios y graves problemas que abarcan todas las facetas humanas, y que son la causa germinal a partir de la cual las nuevas generaciones aprenden un modelo perverso basado en el engaño, la manipulación y el beneficio económico sin límite, por mencionar solo algunas de las consecuencias de nuestra cultura heteropatriarcal.

Para ello, parto de la identidad como concepto abstracto y simbólico, fruto de constructos intangibles, sensitivos, emocionales, sentimentales, intelectuales, culturales, ideológicos, religiosos, etc. Y también como fuente que expresa y está condicionada a su propia biología y a la herencia genética que le ha sido dada. Observo cómo estos condicionantes, en lugar de posibilitar que cada individuo decida libre y responsablemente cómo y cuándo expresar de un modo genuino la identidad con la que más a gusto se sienta, se vuelven un lastre o, peor aún, una herramienta manipuladora con la que el sistema patriarcal ha construido una perversa ideología basada en los prejuicios y en la dicotomía bueno-malo con el fin de convencernos a la mayoría de que existen unas buenas, apreciadas y loables cualidades masculinas (que son propias a la naturaleza masculina) y otras adecuadas, respetables y admirables cualidades femeninas (que son naturales e intrínsecas a la condición de mujer).

Y que, en ambos casos, el hecho de ceñirnos al cumplimiento de este estilo de identidad formado por los atributos, valores, conductas y pensamientos que los nutren y mantienen en el tiempo es la única manera de conseguir sobrevivir en la sociedad y de alcanzar el bienestar personal en todas sus facetas con el que sentirnos orgullosos y dignos como personas. Cuando en realidad esas acciones son totalmente opuestas a ese objetivo.

De ahí que la perspectiva desde la que quiero analizar y reflexionar la identidad sea exclusivamente aquella que pertenece a una mujer u hombre heterosexual (se sienta o no identificado con la identidad tradicionalmente masculina o femenina) que vive en un serio conflicto psíquico y emocional. Por un lado, porque al expresarse según una identidad impostada y poco cercana a representar conductas genuinas, estas permanecen enterradas por la ideología con la que el sistema ha manipulado sus conciencias. Y, por otro, porque aquellos que somos conscientes de ello sufrimos un desengaño, además de una interminable lucha no solo por deshacernos de nuestra pseudoidentidad, sino por tratar de construirnos, sin referentes válidos, otra nueva.

Creo, aunque parezca lo contrario, que los heterosexuales somos los que vivimos otro tipo de lucha interna existencial, que no tiene que ver con el prejuicio sexual, sino con las dificultades que ser hombre o mujer hetero conlleva hoy día.

Se trata de dar visibilidad a los hombres y, sobre todo, a las mujeres (por haber sido las más oprimidas por el heteropatriarcado) que siguen identificándose con roles y estereotipos del siglo pasado en un mundo que los arrastra hacia dos caminos opuestos: por un lado, los recompensa por su fidelidad y compromiso con el mantenimiento del sistema heteromorfo, falogocéntrico y capitalista que los protege y manipula. Y, por otro, les crea unas dependencias y apegos contrarios a los derechos éticos y dignos con los que cualquier ser humano debería contar tan solo por el hecho de haber nacido.

Este es, concretamente, mi campo de investigación y acción a la hora de hablar sobre las dificultades y los privilegios que ambos sexos (en personas heterosexuales) padecen y que son un lastre para la construcción de una sana identidad.

Las parejas homosexuales o lesbianas, por poner un ejemplo, tienen muchos menos conflictos de pareja derivados de este tipo de clichés y prejuicios que, sin embargo, sí poseen las parejas heterosexuales.

Nadie como una pareja de tu mismo sexo o género puede comprender las necesidades e intereses de su amado o amada. Han recibido la misma cultura sexual y poseen idéntica genética hormonal. Eso facilita mucho una relación sea del tipo que sea.

¿Podemos decir lo mismo las personas hetero tradicionalmente masculinas y femeninas?

La segunda parte del estudio la dedico en exclusiva a la mujer (sea cual sea su tendencia sexual, género, etc.), aunque es cierto que algunos arquetipos de identidad femeninos pueden ser exclusivos para mujeres heterosexuales como el de Hera, la esposa perfecta; el de la Sirena o «devorahombres»; o el de Medusa, la histérica agresiva, en cuanto a que la energía negativa que desprenden y, por tanto, el comportamiento que les haría superarlo dependería de una relación con una sana energía masculina (quizá también funcionaría en caso de una mujer con un potente animus masculino y que superara a su parte femenina).

Finalment, aunque a lo largo del texto voy dando pistas de ello, una vez detectadas y reveladas las malas praxis con las que hombres y mujeres heteros nos aferramos a una identidad que no nos identifica al tiempo que nos aleja de nosotros mismos y de los demás, en una carrera sin sentido hacia ninguna parte, resumo a modo de conclusiones cómo sería un ideal de posible heteromasculinidad y de heterofeminidad.

Sé que muchos intelectuales y expertos en esta materia no estarán de acuerdo con mi planteamiento, que criticarán de sesgado y poco representativo, tratándose de un concepto tan amplio y universal, pero a la vez tan íntimo y diferencial, como es la identidad humana.

Según mi entender y sentir, es así como lo deseo exponer. Primero porque me resultaría imposible cribar y relacionar tantas identidades y analizar el impacto que sobre ellas ejecuta la sociedad y su sistema de valores. Y segundo, y más importante, porque no puedo escribir sobre lo que no conozco ni he sentido en mi propia carne. Por último, porque creo firmemente que la respuesta a los conflictos de identidad que sufrimos todos no está tanto en los signos, conductas o huellas superficiales de los individuos, sino en los mismos sentimientos y emociones que nos unen y que nos llevan, para bien o para mal, a ser personas por igual.

Feminismo Patriarcal

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