Читать книгу Feminismo Patriarcal - Margarita Basi - Страница 9
ОглавлениеCAPÍTULO 4
¿QUÉ QUEDARÍA DE LA «MASCULINIDAD» Y DE LA «FEMINIDAD» SI LAS DESPOJÁRAMOS DE SU POLÍTICA Y DESNATURALIZÁRAMOS SU IDEAL?
En una sociedad patriarcal como la nuestra, es comprensible pensar que el sentido de identidad que tengan las mujeres de sí mismas puede resultar más borroso y desfigurado que el que posean los hombres de sí mismos.
Este mundo tan masculinizado facilita e incluso aplaude aquellas actitudes y creencias que se identifican más con la razón que con las emociones y sentimientos. En este sentido, creo que al hombre le ha sido más fácil construirse una imagen masculina que sea coherente con sus valores y condición de hombre que a una mujer levantar una imagen femenina que sea acorde con sus cualidades.
Por algo él ha sido quien ha creado las bases que aún imperan en nuestras sociedades, en las que la fuerza, la competitividad, el ansia de conquista, la racionalidad, los reglamentos y el pragmatismo son sus principales señas de identidad. El hombre siempre ha sentido un especial orgullo por serlo, algo de lo que la mujer carece en su condición de fémina.
Sin embargo, los varones han hallado mayor dificultad a la hora de acceder a su naturaleza interna, pues la gestión de las emociones no es precisamente su punto fuerte. Pero ¿para qué habrían de preocuparse por ello si en el mundo sigue imperando una ideología conquistadora, racional y agresiva, más que otra ética, solidaria y fraternal?
Para las mujeres no ha sido fácil vivir en un mundo que todavía las trata con condescendencia paternalista, cuando no con violencia y agresividad.
La fémina, lejos de unirse a otras para defenderse de esa humillación, eligió doblegarse al poder masculino creyendo que era la única forma posible de sobrevivir en un mundo hostil para ella. En cambio, también podía haber optado por otro camino: el de la lucha por defender su dignidad. Una elección que quizá la hubiera llevado a acercarse más a su verdadera identidad femenina.
No lo hizo. Y desde entonces la mujer solo tiene un espejo en el que mirarse para reconocerse: el que le presta el hombre. Así lo confiesa Simone de Beauvoir en su célebre ensayo El segundo sexo.
A las mujeres no les bastó su capacidad de amar y cuidar, o su sabiduría emocional para impedir que los valores masculinos (tanto cualidades como defectos) atravesaran su frágil y débil autoestima quebrando su genuina identidad durante siglos.
En esa continua dualidad vive una mujer hoy día. Teniendo que reprimir su pulsión de cuidar y darse a los demás sin los límites que el amor propio impone a un ser humano adiestrado en ese fin, y la responsabilidad con la que la mujer se obliga a sí misma a ser dura, pragmática y resolutiva en el mundo de los hombres patriarcales.
Porque, en el fondo —no nos llevemos a engaño—, el trabajo profesional que casi todas las mujeres ejercen en el ámbito social y público es un calco del que reproducen en el entorno privado. Porque sus ambiciones profesionales casi siempre acaban relegadas o destruidas por el cuidado de la familia.
A continuación, expongo las razones o pulsiones más influyentes con las que una mujer y un hombre se identifican como tales. Algo que bien puede ampliarse a otros colectivos de identidad, puesto que todos ellos también han bebido y siguen haciéndolo de las fuentes, hasta ahora únicas, en las que la sociedad ha vertido aquellos referentes y categorías con los que nosotros hemos construido o deconstruido nuestra identidad.
Cuando utilizo los términos «masculinidad» y «feminidad», lo hago sabiendo que ambos son constructos culturales, políticos y universales, absolutamente artificiales, a pesar de haberlos interiorizado hasta el punto de creer que son naturales e innatos como parte inherente a nuestra biología humana.
Porque, aunque hoy día muchas personas puedan elegir la identidad sexual o de género que no les ha tocado en herencia biológica, tan solo tienen una en la que reafirmar su identidad. O se es macho o hembra. Cualquier cosa híbrida, mixta o de nueva generación que se aparte de estos conceptos binarios es básicamente rechazada y denostada.
Es más, el trans que se somete a una operación de cambio de sexo, incluso aquel que mantiene sus genitales desde su nacimiento, pero se identifica con el género contrario, busca reproducir los mismos estereotipos y clichés del binomio femenino-masculino, ya que no hay ninguna otra opción más.
¿Qué clase de libertad es aquella que limita y encorseta las posibilidades infinitas de expresión humana abocando a miles de seres humanos a arrancar de su cuerpo las partes que ellos piensan hirientes y defectuosas, cuando lo único perverso, deficiente y macabro es el propio sistema sociopolítico, económico y capitalista al que todos, sin excepción, seguimos votando y preservando su continuidad?
Un hombre homosexual tiene mucho en común con uno hetero, salvo la diferencia en su preferencia sexual, porque ambos han sido educados en los mismos valores: el vigor y potencia sexual como signo de virilidad y la ambición profesional como seña de conquista del entorno.
En cambio, una mujer lesbiana, al igual que una hetero, ha sido culturalmente programada para servir antes que para explorar y adueñarse del mundo. Así que, aunque muchas lesbianas crean que están en otra esfera aisladas del sometimiento heteromasculino, lo cierto es que la mayoría de ellas reproducen los mismos esquemas profesionales que sus compañeras heteros, con la única diferencia de que estas últimas siguen sometidas en sus propios hogares cuando los compartan con parejas heteromasculinas dominantes.
Los pilares principales sobre los que la fémina edifica y siente su identidad femenina son dos: las relaciones personales y sentimentales, sobre todo, y la maternidad. Ambas las construye a través de su apego emocional al hombre, ya que la imagen femenina que tiene de sí misma no es otra que la que el hombre proyecta en ella a través del vínculo que ambos establecen. Y es ese lazo dependiente con el que la fémina atará no tanto los intereses y deseos de un hombre, sino los suyos propios, quedando estos relegados a un segundo plano por esa tendencia, genética o cultural que tiene la mujer a darse antes a los demás que a ella misma.
Es decir, la mujer creará un mundo propio alrededor del hombre, pues ella es consciente de que depende de él para sobrevivir y prosperar. Y, aunque la profesión sea un puntal cada vez más importante en la vida femenina, las relaciones sentimentales o maternales serán generalmente prioritarias.
La mujer de hoy día, a mi parecer, trabaja más por necesidad económica y emocional (quedarse en casa, aun sin necesidad de trabajar para ganarse la vida, es una opción poco atractiva por el agobio y tedio que supone una vida sin ocupación) y no tanto porque busque con ello una independencia y una autonomía totales con respecto al hombre. Es decir, que si la gran mayoría de las mujeres trabajan fuera del hogar, no lo hacen con el fin de realizar y desvincular sus proyectos existenciales de los de «sus parejas» o de aquellos con los que la sociedad «patriarcal» trata de arrinconarlas y aislarlas, sino que lo hacen para sobrevivir o vivir con mayor confort.
Y no quiero decir que el hombre no trabaje con esa misma motivación también, sin embargo, para él la profesión engloba, casi siempre, su único leitmotiv existencial (por mucho que hoy los padres estén entregados a sus familias y colaboren afectiva y físicamente en el sostén de la familia). Por algo, cuando llega la jubilación, el hombre no sabe bien qué hacer con su vida y suele entrar en un periodo de ansiedad o depresión hasta que no se conciencia de esa nueva situación. El hombre ha sido adiestrado en los valores de la competitividad, la agresividad y la conquista, no así la mujer.
Es mucho más fácil que una mujer sin hijos ni pareja, pero con un buen trabajo, sienta durante su época fértil un vacío emocional que un hombre en esas mismas circunstancias. La razón no es otra que la de haber ido incorporando en su esquema cerebral una serie de conductas a lo largo de su historia sobre cuál ha de ser el «buen modelo» según el que una mujer debe comportarse. A lo que hay que sumar también una advertencia que le recuerda constantemente lo que ocurriría si se apartara de esos estereotipos femeninos: ni más ni menos que la pérdida del interés y el beneplácito masculino.
Hasta que la mujer no se deshaga de ciertos privilegios machistas y, primordialmente, de esa pulsión enfermiza que no es generosidad, sino sacrificio (que surge cada vez que una mujer cede su propio respeto y dignidad para ofrecérselo a quienes no van a corresponderla en igual medida ni condiciones debido a esa inopia perpetua en la que vive sumida y de la que parece no querer despertar), no dejará de ser su propia esclava y ser vista como tal por el heteropatriarcado.
Mientras la mujer permanezca en «una minoría de edad existencial», como parece ser el caso, su renuncia a tomar las riendas de su vida no solo la invitará a la inacción con la que otros decidirán por ella a través de obtener el máximo de privilegios en detrimento de los femeninos, sino a ejercer un perverso «maltrato contra sí misma», que la abocará una y otra vez a repetir conductas masoquistas mientras creerá firmemente ser un ejemplo de virtud femenina con el que el heteropatriarcado se congratulará y beneficiará sin necesidad de mover un dedo.
Y en esa «esquizofrenia emocional» vive continuamente una mujer.
¿Para qué preocuparnos si las mujeres están tan bien adoctrinadas que, cuando alguien trata de hacerles ver la injusta manipulación en la que la sociedad masculina dominante las tiene engañosamente atrapadas, estas se revuelven como fieras salvajes negando tal blasfemia y recreándose aún más, si cabe, en interpretar fervorosamente los clichés y ademanes que las acercan a su feminidad alejándolas de su humanidad?
Las mujeres no construyen su identidad teniendo en cuenta su poder e independencia sexual, desligada del apego sentimental hacia el varón, ni tampoco en su capacidad para criar a sus hijos de diferentes formas, como puede ser conviviendo junto a otras mujeres (además del padre) en época de gestación y crianza. Y ni mucho menos confían en ellas y en otras mujeres o en hombres con una identidad de género femenina, que piensen y sientan de una forma más afín a la de ellas para así sobrevivir, progresar y emanciparse económicamente.
El hombre construye su sentido de identidad sobre dos cuestiones principales: el sexo y la profesión. Las relaciones personales, familia y pareja adquieren un papel más relevante cuando el hombre alcanza la edad madura. Y, aunque un hombre tenga una familia propia antes de los treinta años, su principal referente con el que identificarse y exponerse ante el mundo será el valor que tiene para él su potencia sexual y su profesión.
Sin embargo, y según explican muchos psicólogos y antropólogos especializados en la «masculinidad», la fuerza más intensa y visceral que mueve a un hombre a la hora de intensificar y preservar su identidad masculina es la que le impele a rechazar y a distanciarse lo más posible de la identidad femenina. Aquella que pudiera contaminar su virilidad, pues es una lucha que libera cada día y que solo llega a su fin en la ancianidad (o si llega a descubrir su animus femenino a través de conectar y aceptar su parte vulnerable, como las emociones y sentimientos). Ellas luchan por encajar en los patrones masculinos reproduciendo algunas conductas masculinas que, a la vez, recriminan en los hombres, y ellos pelean afanosamente para que la energía confusa, convulsa y emotivamente femenina no los atrape y los transforme en peleles sin poder de decisión ni voluntad.
Mientras las féminas buscan referentes en la masculinidad para sentir su verdadera identidad, los hombres se apartan de ellas como de la peste. El mayor miedo que puede sentir un hombre es que otros varones descubran en él rasgos o ademanes femeninos. Algo que en una mujer no ocurre. De hecho, hay muchas mujeres que están despertando su agresividad entrenando en deportes como las artes marciales (aunque más como una moda o forma de eliminar el estrés que como medio para defenderse de posibles agresiones), algo que hasta hace poco era exclusivo para hombres. O también dejando emerger su parte masculina a la hora de expresarse con contundencia o para denunciar su incomodidad ante comentarios machistas. Algo que aún, por desgracia, es interpretado por muchos hombres como síntoma de histeria propio de quien pierde los papeles. A veces las mujeres hemos de aguantar incluso comentarios misóginos como los que relacionan estos «arrebatos» de locura a nuestra menstruación o, peor todavía, a la carencia de sexo.
Para el hombre, el sexo y la potencia sexual son sus prioridades durante la adolescencia, juventud y buena parte de su vida adulta. A algunos, incluso, les obsesionará de por vida. El sexo es la medida en la que los jóvenes miden su incipiente virilidad debido, como es lógico, a la eclosión hormonal que la testosterona produce en su cuerpo y en su mente. Más tarde, y sin dejar que el sexo siga siendo vital como expresión de su identidad viril, la profesión se convierte en pilar imprescindible en ese camino de reafirmación de la identidad.
Así como para la mujer la profesión es una prioridad secundaria (ya hemos dado las razones anteriormente), pues todavía hay muchas féminas que relegan su carrera profesional para dedicarse al cuidado familiar, para el varón es la herramienta más poderosa con la que se identifica como individuo en la sociedad.
Cuando conocemos a un hombre por primera vez este suele rebelar de inmediato, incluso sin preguntárselo, cuál es su profesión. Y probablemente pasará horas explicando anécdotas y detalles, casi siempre anodinos y aburridos para nosotras, con los que él se sentirá totalmente identificado. Sin embargo, una mujer, en general, dedicará pocos minutos a ello, ya que aquello que de verdad la identifica son los detalles vivenciales, emotivos y más personales de su vida, provengan de su vida laboral o personal. Incluso, en los pocos casos de mujeres que tienen profesiones de relevancia, estas prefieren hablar de cualquier otro tema que no sea el laboral en su tiempo de ocio.
Esta reacción, bastante usual en la manera en la que hombres y mujeres sienten la profesionalidad como signo de identificación personal, se comprende bien cuando analizamos la educación en la que un varón ha levantado su identidad y que lo adiestra en la creencia de ser no solo el principal puntal económico familiar, sino que lo lleva a identificarse y a valorarse por la jerarquía o valía profesional antes que por la personal. Eres aquello en lo que trabajas y lo que obtienes por ello, lo demás no es importante.
Es lógico pensar que los hombres se dejen la piel en su profesión mucho más que las mujeres, porque de ello depende su autoestima y su valor como machos. Así, el hombre siente un orgullo especial por su profesión, a pesar de que esta no tenga gran trascendencia.
La fémina, en cambio, vivirá la experiencia laboral como un deber con el que debe hacerse un hueco en el mundo de los hombres si no quiere volver al ostracismo del hogar, o bien como una válvula de escape con la que soporta algo mejor el encierro existencial que ser mujer, amante, pareja, madre y trabajadora implica.
Y en los pocos casos en los que la mujer tiene un puesto de responsabilidad a la altura de hombres con éxito profesional, repetirá idénticos patrones de dominio, sometimiento y frialdad que sus colegas varones. Porque ninguna mujer alcanza la cima profesional sin apartarse de los principios y reglas con las que el heteropatriarcado capitalista protege su statu quo.
El hombre ha tenido que adaptarse en un breve periodo de tiempo a grandes cambios en su rutina y en la forma de entender su masculinidad: coger la baja por paternidad; bañar, limpiar y alimentar a su bebé; ayudar a sus hijos con sus deberes, llevarlos y recogerlos de la escuela; cuidar del hogar…
Para un hombre que no ha tenido la misma educación cultural que una mujer, llevar a cabo estas acciones no resulta nada cómodo, al menos para la gran mayoría. Además, para disponer de tiempo para realizar todas estas tareas es necesario que renuncie o reduzca el tiempo que empleaba antes en hacer otras actividades para las que sí fue educado: para estar con los amigos, hacer deporte o simplemente para estar solo en su «cueva». Actividades muy necesarias también para el buen equilibrio de cualquier tipo de identidad.
Otra dificultad con la que el hombre se ha encontrado en estos últimos años y que afecta directamente al sentido de virilidad con el que ha sido adoctrinado es el afán de «conquista» y su tendencia «cazadora».
Acostumbrado a ser él quien tomaba la iniciativa seductora en el cortejo, afianzando así su identidad masculina, el hombre ve desconcertado cómo proliferan por internet catálogos y páginas rebosantes de perfiles femeninos que no solo buscan una relación estable (de hecho, estas son las que menos), sino relaciones esporádicas con fines puramente sexuales. Sin ataduras y sin compromiso. De esta manera, el varón es ahora como un león enjaulado y saturado que ve que ya no tiene necesidad de desplegar sus encantos en el natural proceso de seducción, ya que con tan solo hacer un clic en su teléfono móvil o tableta tiene a su disposición todo lo que necesita y más. Esta realidad, en cierta forma lo desmasculiniza, pero, lejos de atraerlo hacia una apertura emocional y sentimental con la que empezar a relacionarse con las mujeres, lo frivoliza llevándolo a enfrentarse a las relaciones con las féminas a través de una actitud insustancial y superficial (ellas hacen lo mismo, aunque el impacto emocional pueda ser distinto) con la que las cosifica y utiliza como simples instrumentos pasajeros de compulsivo placer.
Es cierto que la masculinidad y la feminidad están descomponiéndose y eso es una buena noticia. Sin embargo, en esa deconstrucción se están perdiendo unas «formas», claramente impostadas, que limitaban cierto tipo de conductas despiadadas y sin escrúpulos con las que las parejas y cualquier otro tipo de relación social estaban a salvo, a pesar de la inopia colectiva en la que creían identificarse.
Hoy en día hemos rasgado el velo de la vergüenza y de la falsa realidad, pero seguimos traumados por las tóxicas creencias con las que hemos aprendido a segregar, separar, erradicar y violentar a todo aquel que no nos sirve para saciar nuestros egoístas, simples y egocéntricos intereses, utilizando a las personas como puros medios de obtención de placer, beneficio económico o poder social.
Y, como es lógico, las mujeres son las que salen peor paradas de este giro paradigmático en el que la sociedad parece recrearse tomando esta actitud como un modelo a seguir.
No sirve de nada destruir un hábito o conducta sin tener la idea o el ideal en el que inspirar otro hábito o conducta nuevos. Y eso es lo que ocurre: la sociedad de consumo liberal y capitalista confunde los ideales con materialidades. Sin alimento, sin refugio y sin abrigo morimos. Pero sin ideales vivimos como muertos. ¿Qué es peor?
Entonces, ¿qué quedaría en los individuos, una vez expoliados de su supuesta naturaleza, política y cultura que estos han acabado por creer universal e innata a su condición humana?
Es difícil saberlo. Lo que sí puedo visualizar es una imagen mucho más suave, sin aristas, sin tantas diferencias como nos quieren hacer creer. Es decir, pienso que todos los colectivos de identidad (heteros, homosexuales, lesbianas, bisexuales, andróginos, queer….) somos mucho más parecidos entre nosotros de lo que la sociedad nos ha hecho creer, empeñándose en diversificar y singularizar a los individuos por sus rasgos externos y actitudes politizadas de origen doctrinante, y que nada tienen que ver con una visión descentralizada de las ideologías de masas, cuyo objetivo sería el de animar a las personas a elegir libremente distintas pinceladas del basto abanico ideológico existente sin cerrarse a ninguno en concreto. Eso sería actuar con madurez y sabiduría.
Nadie tiende a diferenciarse de otros semejantes cuando vive en un estado de concordia, fraternidad y dignidad que le hace sentir seguro, respetado y valorado como ser humano, y no segregado por signos externos banales, absurdos e intrascendentes con los que la sociedad patriarcal ha decidido categorizar al ser humano. Como si el simple hecho de ser humano no fuese razón suficiente para que todos formásemos parte de un mismo referente en donde lo único trascendente fuese la capacidad emocional, sensitiva y amorosa propia en cualquier ser humano. Porque nos habríamos dado cuenta de que el poder de la razón cuando va supeditado al poder del sentimiento es válido y completa al primero. Sin embargo, priorizar la razón por encima de los sentimientos acaba destruyendo nuestras relaciones humanas, como ya hemos visto a lo largo de nuestra historia y evolución.