Читать книгу Una casa llena de gente - Mariana Sández - Страница 10

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—No lo veo como algo tan desesperante, pero si a vos te afecta, trataremos de solucionarlo —le contestaba papá a mamá en las pulseadas por desentenderse del tema y dilatar todo lo posible esa mudanza.

La persistencia de ella fue definitoria. Cada fin de semana arremetía con la laboriosidad de una hormiga y el vigor de un buey: una combinación de habilidades que pinta su carácter. En la mesa del desayuno marcaba los anuncios inmobiliarios del diario, hacía llamados, muchos, consultas profusas. Él le rogaba que no perdiera tiempo, porque no teníamos la plata ni la forma de concretar esa operación. Ella alzaba los hombros y contestaba, con la bombilla del mate entre los labios como si algún artesano la hubiera tallado ahí, suave pero firmemente abovedada en la piel:

—La plata puede aparecer, vendemos esto y pedimos prestado.

—No alcanza para irnos a un lugar mucho más grande, mujer. ¿Quién de tu familia o la mía puede prestarnos tanto? A tu cuñado no le pido un peso ni con un ejército apuntándome a la frente.

La hermana menor de mamá, la tía Vera, había formado una familia «cero kilómetro» (así la describía mi papá), sin lastres de procreaciones anteriores ni divorcios, y vivía en una casa donde sobraba de todo (de lo socialmente admirable, claro). El marido tenía una situación económica tan holgada que la tía se vio dispensada de trabajar, solo se ocupaba de ocupar a sus cuatro rubios y escalonados hijos varones: se llevaban un año o año y medio entre cada uno (ideal, pensaba yo, para jugar a Sonrisas y lágrimas). Todos sus nombres empezaban con E igual que el padre, de modo que la sigla se mantuviera soldada a la tradición familiar. E. S. o E. Suñé no solo servía para encargar a granel las etiquetas adhesivas importadas de Estados Unidos con las que identificar las prendas escolares, los tuppers para la lonchera y la ropa de rugby, sino que aseguraba la continuidad en el futuro de la firma financiera que, según el tío, y antes su padre y su abuelo y su tataratatarabuelo, era imprescindible perpetuar. Todo estaba previsto. Cuando hablaba de todo eso se notaba que mi tío se sentía muy poderoso, porque había engendrado no solo una, sino cuatro potenciales posteridades, de las que al final solo dos lo siguieron (o uno y medio, pero esa ya es otra historia). Mi tía siempre contaba —con un orgullo inexplicable— que el tío había querido concebir no menos de cuatro hijos, porque de chico había perdido a uno de dos hermanos y eso le había dejado la sensación de que dos era un número escaso. En otras palabras: había decidido tener hijos de más por si la desgracia le quitaba alguno. Precavido hasta en la letra chica del contrato existencial. Mamá apretaba los dientes cada vez que Granny ensayaba una especie de paralelo entre ellos y nosotros, bruxaba despierta. No había dos hermanas más opuestas en el orden terrestre de la historia de la humanidad, aunque extendieras el rastreo hasta los números antes de Cristo, hasta los presocráticos o incluso hasta Adán y Eva, en todas las latitudes de norte a sur, occidente a oriente, ida y vuelta. No podía haber un modelo de vida que a Leila —y a Fernando, peor— le provocara más contracciones en el estómago.

—¿Y el banco? ¿No pensaste que un banco puede prestarnos y lo devolvemos en unos años? Dice mamá… —insistía Leila.

Reconstruir los gestos y las actitudes de ambos en esas escenas no resulta difícil, porque, con distintas temáticas, se repitió durante décadas. Como pasa con cada pareja, crearon una rutina y una mímica exclusiva de ellos dos, en la que de algún modo secundario, o como espectador en primera fila, yo formaba parte. Papá se reía, bajaba los anteojos hasta la punta de la nariz, apoyaba la página del diario sobre la mesa, para mirarla enamorado:

—Dice mamá, dice mamá, ¿no ves la presión que nos genera? ¿Calculaste la tasa de interés que te cobraría un banco? ¡Es una fortuna! No conviene, Lei.

Con paciencia le explicaba qué era una tasa de interés, cómo funcionaba y a cuánto elevaría el valor de una propiedad tener que pagarla en cuotas. Leila escuchaba, asentía, coincidía con él en lo complicado del asunto, le daba besos en la barba, decía que iba a comentárselo textualmente a Granny para que dejara de fastidiar, y el sábado siguiente, como si esa conversación jamás hubiera ocurrido, separaba la sección de propiedades del fajo del diario, la desplegaba sobre la mesa cuadrada del comedor, preparada con el tubo del teléfono inalámbrico, una birome y un resaltador. Papá movía la cabeza, entre dientes preguntaba ¿otra vez?, pero se calzaba los lentes y se internaba en la lectura de las noticias de política y espectáculos, al mismo tiempo que ella rastrillaba enteras aquellas dos o tres páginas de anuncios inmobiliarios hasta dejarlas tatuadas de anotaciones en los márgenes y flechas lanzadas hacia todos los ángulos.

Un domingo me comunicaron que íbamos a ver departamentos. Durante meses, todos los fines de semana se transformaron en una aplanadora de tedio. En el auto, después de comer, pasábamos a ver uno y otro y otro: mamá incansable, con una lista de direcciones; papá resignado, con la guía de calles sobre las piernas, debajo del volante. Entramos y salimos de infinitos hogares desconocidos, algunos me gustaban, otros me parecían tremendos. A veces ellos miraban la fachada desde el auto y decidían no bajar. Yo suspiraba aliviada, tachaba mentalmente uno y espiaba por encima del asiento de mamá el progreso de su listado.

Mi hermana me recuerda que eso duró hasta que un día llamó Granny chillando, enfebrecida, fatal: tenía el lugar, había conseguido la opción, la libertad, el sitio apropiado, Leila, para ustedes, ustedes, sí, oh, los indigentes Almeida; nuestras ruinosas vidas ya no serían tan desoladas gracias a ella.

Cuando Leila cortó, no entraba en sí. Quería transmitir las novedades pero mezclaba las partes de la frase que salían rotas, se corregía, trataba de recuperar el hilo. Se molestó por la cara alarmada de papá, mucho más cuando él —comprendida la cuestión— se guardó en un estado reflexivo del que salió con un rosario de observaciones escépticas. Que no convenía por esto, que mejor no por lo otro, que le daba dudas…

Mamá volvió a la carga.

Un amigo de la familia le ofrecía al abuelo participar en el pozo inmobiliario de un edificio que se estaba terminando de construir no muy lejos, y el abuelo, que a su vez había vendido una de sus propiedades, podía ayudar a financiarlo hasta que mis padres estuvieran en condiciones de devolvérselo. «My sweet child, sería perfecto para ustedes», había exhalado la abuela, mientras lustraba la ametralladora que iba a descargar con sus opiniones y sugerencias irrebatibles:

—Tienes un jardín enorme, compartido con otro gente, pero igual quite lovely. Para que tus chicos juegan, vos tomes sol y no estés con estas ojeras púrpuras, se relaxen un poco. Parecés débil. ¿Estás viendo un doctor? —No esperaba la respuesta porque de todas formas no importaba, ese tipo de consultas en ella, lo sabíamos, eran retóricas—. Convencelo a tu marido, Leila, come on. Podemos darte ayuda financiera. D´Onofrio, el amigo del abuelo, dijo que en dos minutos consigues un comprador para tu shoe box.

Primordial para Granny que se tratara de un lugar nuevo, limpio de pegajosas humanidades anteriores o de ácaros ajenos, que además ofreciera ese espacio abierto —aún si hubiera sido un mero rectángulo de grama bahiana reseca y en decadencia— le mejoraba sensiblemente la categoría, la vista saludable del contrafrente, las posibilidades de venta a futuro, el sentido de la inversión.

Según mi hermano, llegados a ese punto, papá ya dijo no. Firme y rotundamente no. Quedar en deuda con tus padres, Leila, no, con todo respeto y el máximo de los agradecimientos, mejor no. De ninguna forma. No, no y no. Hacer negocios con los parientes era un dolor de cabeza, algo podía salir mal y cómo volvías todo atrás. Mamá dramatizó: ¿vas a pretender que mientras los chicos crecen y crecen sigamos entrando en esta casita de muñecas? Lloró, combatió, averiguó créditos alternativos y, propulsada por Granny, después de verificar que cabían las bibliotecas y hasta quedaba más espacio para agregar nuevas (dato contundente para mis dos padres), horadó la paciencia de papá que —desconozco cómo o por qué, mis hermanos tampoco se acuerdan, debería preguntárselo a él— luego de un tiempo aceptó el préstamo del abuelo.

No conocí a otras personas que, para buscar dónde vivir, examinaran más la casa desde el punto de vista de las comodidades de los libros que de los lectores. Lo imprescindible era poder desplegarlos en los anaqueles que hacían expandir o adaptar en módulos como un Lego gigante. El carpintero, de hecho, fue parte del cónclave a través de los años. Se llamaba Dante, pero mamá insistía en decirle Virgilio, pobre hombre, él nunca entendió por qué; llegó un punto en el que dejamos de corregirla, porque era obvio que se obstinaba en su broma académica. Mis padres no iban a ver las ofertas de la inmobiliaria escoltados por un amigo arquitecto, como hace la inmensa mayoría, para comprobar que no los engañen con vicios ocultos; iban con Dante, que calculaba en una mirada como un zarpazo las dimensiones de las paredes habitables por libros. Les causaba gracia contarles eso a sus conocidos y aclarar que, si un día se divorciaban, su mayor catástrofe sería repartir la biblioteca, ni hablar de los tomos que habían sido firmados para los dos con una única dedicatoria: «A Leila y a Fernando, con el afecto de siempre»; «Queridos Leila y Fernando: que el placer de la lectura esté eternamente vivo en vosotros»; «Para dos grandes lectores, como he conocido pocos, Leila y Fernando, todo mi cariño en esta fecha»; «Vaya en estas páginas mi aprecio por la incomparable, única, familia Almeida». Cuando hablaban de eso, montaban un numerito bastante lamentable.

—En nuestro caso, no fue lo que Dios ha unido —empezaba papá.

—Lo que ha unido la biblioteca, hombre y mujer no separarán —empalmaba mamá en una especie de sketch de Woody Allen sobreactuado.

Pero suponer que el espacio de los libros condicionó a papá para aceptar esa nueva casa suena a hipótesis plana, lo deja en una posición básica que en absoluto corresponde a su personalidad. Tampoco pudo ser la insistencia de mamá, digamos, a secas, huérfana de contexto, por capricho y nada más. Aunque sí el machacar de mamá en el marco de su historial anímico-afectivo. ¿Cómo seguían adelante si él objetaba, eh? ¿Si no se mudaban a ese lugar que habían señalado ellas dos, mamá y la abuela, con ese tiro de gracia certero, esa puntería implacable que las caracterizaba? ¿Y si no conseguían otro igual o mejor? Estoy deduciendo, en realidad. ¿Cómo pretendía cargar con el peso de esa falla, esa desviación, esa consecuencia nefasta de haberse e-qui-vo-ca-do? La vida después del muro, el índice detector de culpas como una luz láser flagelando la córnea, la vida encaramada sobre el precipicio del «Y si hubiéramos». Ese panorama del futuro tuvo que ser aterrador. Con esa genuflexión se rindió Fernando, estoy segura.

Es que, acunada por la marea hubierística de la abuela, Leila creció y murió afectada por la persecución de ese dedo corrector. Como si escapara de ese ronroneo interno, vivía intentando controlar los acontecimientos, por triviales que fueran, para estar siempre un paso por delante y en permanente fuga de los peligros, sobre todo de los errores. Cada elección, hasta la más nimia, tenía un peso trascendental para ella y apenas avanzaba en una dirección, se atormentaba analizando todas las virtudes de lo que había dejado fuera. El pluscuamperfecto predominaba en su vocabulario, pocas frases no comenzaban o deslizaban, en algún punto de su melancólica sintaxis, un «hubiera», que se inscribió como una marca de agua en el iris de sus ojos. A través de ese sello fantasmal estudiaba el mundo.

«Tiempo verbal de pelotudos», iba a recriminarle mucho más adelante su amiga Gloria apenas descubriera —como todos los demás— el talón de Aquiles de Leila.

Tiempo verbal con el que psíquicamente no se convive bien y que terminó por matarla de cansancio, aceptó hace no mucho papá.

Imagino que habremos atravesado varios años en el puño, no del abuelo Oscar, pero sí de Granny, hasta que mis padres pudieron devolverle cada centavo. Su hija Leila debe haber sido en ese tiempo más hija suya que en toda la vida, y no se me escapa cuánto tuvo que haber valorado esa ampliación para soportar la merma considerabilísima de autonomía. Por lo menos los primeros meses no desconectó el teléfono y dejó que las llamadas de la abuela le cascotearan la cabeza a diario. Y papá, cuánto tuvo que querer a mamá para tolerar el suplicio de depender así de los suegros, de esa suegra en especial. Logró juntar peso sobre peso agregando, a la ya suculenta lista de pacientes privados, su ascenso como director en la Asociación de Psicoanalistas y los cursos que empezó a dictar en universidades locales y extranjeras. Lo mismo hizo mamá: apiló volumen sobre volumen para traducir y se puso a dar clases particulares de inglés como loca.

Así se produjo nuestro aterrizaje en el castillito. Donde pasó lo de Gloria. Lo de mamá con Gloria.

Y lo de Silvina, conmigo como la más indiscreta de las espectadoras.

No me asombra que a los huracanes les pongan nombres de mujeres.

Pasó, se ve que tenía que pasar, eso dice la gente para todo.

Una casa llena de gente

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